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Espectáculos|Viernes, 26 de noviembre de 2004
RECORDANDO A JULIO SOSA

Hace 40 años moría “El varón del tango”

En diciembre, sus objetos personales serán expuestos en el Museo de la Ciudad.

Por Julio Nudler
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Ricardo Albanese, el fan-coleccionista de Julio Sosa.
En la tarde de sábado se oye el rugir de la hinchada de Nueva Chicago. Pero Ricardo Albanese no le presta atención. En su casa, la de sus padres, sobre la Avenida de los Corrales, prepara ilusionado la exposición de reliquias de Julio Sosa que, a partir del 7 de diciembre, expondrá en el Museo de la Ciudad. Hay dos habitaciones colmadas de objetos que pertenecieron a “El varón del tango”, desde la campera que usaba hasta un frasco con las colillas de los últimos fasos que fumó. También innumerables documentos referidos al cantor, como todos los discos suyos editados en Uruguay, y fotos, muchas fotos. En el frente del caserón, una tienda de antigüedades (¿qué hace allí, en una avenida insípida de Mataderos, una tienda de antigüedades?) llamada “La Gayola” (jaula, por extensión cárcel), por aquel tango cruel y amargo que Sosa tomó del repertorio de Carlos Gardel.
Albanese nació en 1971, siete años después de morir Sosa, pero igualmente se convirtió en su fanático, por probable influencia materna. Lo maravilla cómo cantaba, pero especialmente las actuaciones por televisión, en las que teatralizaba las letras, subrayando con gestos enfáticos las palabras. Es curioso: ese Sosa, el del histrionismo obvio, es el que el buen oyente de tango prefiere evitar.
En verdad, y a juzgar por las cinco grabaciones que efectuó en 1948 en Montevideo con el conjunto del bandoneonista argentino Luis Caruso, Julio Sosa era un cantor triste, de voz apagada. Hijo de madre lavandera y padre peón, los sufrimientos de la pobreza parecían aneblar su gola. Cuando años después grabó Tu pálido final estaba rindiendo tributo a la huella que dejara en su alma, en aquellos tristones finales de los ’40, esa desconsolada versión de Aníbal Troilo y Edmundo Rivero.
En los quince años de su carrera porteña, culminados en el interminable desfile de la muchedumbre junto a su ataúd en el Luna Park, Sosa fue una cambiante mezcla de dolor milonguero, alarde machista, impiedad sangrienta, kitsch y sobradora cachada. Aunque a partir de 1955, cuando inició con Armando Pontier su nueva vida, estrenando las cuerdas vocales que le había operado León Elkin, supremo especialista en nódulos laríngeos, Sosa demostró ser el único al que la crisis del tango no lo afectaba, nunca se ganó el afecto pleno de los tangueros de siempre.
Sin embargo, uno se recuerda andando por una vereda de Corrientes al promediar los ’60. Sosa ya no existía, pero de los parlantes de una casa de discos surgía Che, papusa, oí, y su voz resultaba irresistible. La gente se agolpaba. Después pasaron En esta tarde gris, y si algunos se dispersaron era para no mostrar lo conmovidos que estaban. Ahí anidaba el secreto de ese uruguayo, algo que lo conectaba directamente con la emoción del oyente.
Aunque nadie lo coloque como un exponente del buen tango, Sosa siempre demostró su compromiso con lo mejor del género. Llegado a Buenos Aires, tras un comienzo duro, cantó con la mítica orquesta de Joaquín Do Reyes, para incorporarse en abril de 1949 a Francini-Pontier, quizás el conjunto musicalmente más ambicioso del momento. Esa orquesta que no había sabido aprovechar a cantantes como Raúl Berón y Alberto Podestá, sólo gracias a Sosa recuperó el esplendor del que gozara, en cuanto a tango cantado, durante el deslumbrante paso de Roberto Rufino por sus filas.
Es probable que el mejor Sosa haya que ir a buscarlo allí, a esas piezas que registró entre 1950 y 1952: Tan solo por verte, Princesa de fango, Un alma buena, Viejo smoking, Por seguidora y por fiel. Por entonces era todavía un cantor sobrio, de timbre atractivo, aunque en otras obras empezaron a caer las primeras gotas de sangre y surgieron énfasis excesivos y algún guiño de dudoso gusto al oyente. Sosa percibió que podía aspirar a no ser sólo un buen cantor más de la época, y la ansiedad por seducir a un público masivo lo traicionó. Pero Francini-Pontier no era para ese objetivo una plataforma del todo adecuada.
En 1953 pasó, atraído por un excelente contrato, a la orquesta de Francisco Rotundo, esposo de Juanita Larrauri y con la adversa imagen de protegido del gobierno peronista. Desde 1949 ya cantaba con ese conjunto Floreal Ruiz, otro gran vocalista que supo transformarse de cantor típico de la década del ’40, sutil y tristón, a cantor típico de los ’50, enfático y extrovertido.
Aun así, quedaron de aquella etapa grabaciones entrañables, en algunas de las cuales la voz empañada del uruguayo es en cierta forma un valor añadido. Estos tangos revelan una excelente selección de repertorio: Yo soy aquel muchacho, Eras como la flor, Mala suerte, Justo el 31. Luego la operación, y después Pontier, un bandoneonista cuyas inquietudes musicales parecieron ir desapareciendo después de que se deshiciera en 1955 su asociación con el violinista Enrique Mario Francini.
Pero lo cierto es que con Pontier nace el Sosa ídolo, mientras Roberto Goyeneche recién pasa de Horacio Salgán a Troilo y sólo es apreciado por los buenos tangueros. Después, ya con todo el cartel y el dinero que hiciese falta, el muchacho de Las Piedras, departamento de Canelones, eligió para sí lo mejor: el acompañamiento de Leopoldo Federico, con su talento y su fuerza. Será la recta final del cantor, aquella de la plenitud pero también de los guiños de mal gusto, que el oyente debe obviar si quiere apreciar ese mensaje potente del binomio Sosa-Federico.

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