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Espectáculos|Jueves, 2 de diciembre de 2004
REEDICIONES DE GRABACIONES HISTORICAS DE MONK

El arte de Thelonious

Lo extraño de su nombre iba unido a un estilo musical único. Cuatro CD con abundantes inéditos reactualizan su genio.

Por Diego Fischerman
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El gran Thelonious Sphere Monk en movimiento.
El piano, en el jazz, pone en escena aquello que la tradición de la música clásica busca disimular. Si toda la tradición de la música de teclado que va desde los virginalistas ingleses del siglo XVIII hasta los Estudios de György Ligeti intenta hacer olvidar que el instrumento se toca con dos manos (“diez dedos, nunca dos manos”, sentencia Daniel Barenboim), en el jazz la izquierda y la derecha tienen papeles bien diferenciados. Y en el caso de Thelonious Sphere Monk esa tensión entre una mano que vuela y otra que la sostiene es, además, un duelo estilístico. La mano izquierda, en Monk, es declaradamente arcaica: el estilo stride, esa manera de marcar los tiempos, oscilando entre dos notas del bajo, que remite a James P. Johnson y, sobre todo, a Fats Waller. Y la mano derecha –sus rupturas, sus escansiones, sus racimos de notas disonantes– es, todavía, de una modernidad apabullante. Sería incorrecto, de todas maneras, atribuirle sólo a ella el encanto de su estilo. El secreto de Monk está, precisamente, en el juego entre ambas.
Toda la obra de Monk es importante y tanto su primer período en Blue Note –con algunas de sus grabaciones con John Coltrane– como sus grabaciones para Riverside –entre ellas el ejemplar Brilliant Corners, junto a Sonny Rollins– resultan imprescindibles. Pero es en sus registros para Columbia, con un cuarteto en el que siempre se mantuvo la presencia del saxofonista Charlie Rouse y, ocasionalmente, solo en piano, donde Monk llegó a una síntesis particular. Que el sello Sony edite ahora localmente cuatro de esos álbumes únicos y que cada uno de ellos se venda a 19 pesos ya sería una gran noticia. Pero Criss Cross (1962/63), It’s Monk’s Time (1964), Solo Monk (1964/66) y Underground (1967/68) vienen ahora no solamente con un sonido deslumbrante y abundantes tomas inéditas hasta el momento sino que el material que había sido originalmente cortado y editado para que entrara sin problemas en un disco de vinilo, se publica por primera vez completo. Las diferencias son notorias, sobre todo, en Underground, el último disco que Monk grabó para Columbia. Ugly Beauty, por ejemplo, en el LP (y en la anterior edición en CD) duraba 3’17” y en esta nueva presentación llega a los 10’45”. Dos minutos más para Easy Street, cuatro adicionales en Green Chimneys y casi tres de diferencia en In Walked Bud se suman, como atractivos, a las tomas alternativas de Thelonious, Ugly Beauty y Boo Doo’s Birthday, las dos últimas nunca antes editadas. Y si en otros casos los bonus tracks aportan poco más que ritual coleccionista, en este caso, como en los 20 minutos de ensayos y tomas consecutivas de ‘Round Midnight incluidos en la edición completa de lo que grabó para el sello Riverside, puede comprobarse, gracias a ellos, el valor de la improvisación en la música de Monk. Una música que jamás suena dos veces de la misma manera.
Thelonious Monk había comenzado entre los músicos del Be Bop pero su lenguaje nunca había sido exactamente el del bop y, por otra parte, los músicos del bop nunca terminaron de entenderlo del todo. La prueba es que las primeras versiones logradas de su famoso ‘Round Midnight son recién de fines de los cincuenta, casi veinte años después de su composición. Si bien a partir de esa década sus temas empezaron a ser tocados con frecuencia por otros músicos, la música de Monk aparecía en pleno sólo cuando la tocaba él. Había allí una cualidad antígena. Los temas de Monk rechazaban los cuerpos extraños. Podía quedar de ellos la osadía armónica. La angularidad. Pero esa particular combinación entre disonancia, acento e imprevisibilidad que hacía que su música sonara siempre algo extraña, sólo estaba en esas manos que contradecían toda técnica preexistente, en el color particular de esas escalas truncas tocadas con tres dedos, en el peso del brazo definiendo el timbre. Dos referencias resultan inevitables, por otra parte, para hablar de Monk. Una es la del único otro músico que siempre pareció tender más al silencio que a la acumulación: Duke Ellington. Pero donde Duke es siempre elegante, Monk es declaradamente tosco. No sólo no oculta sus deficiencias técnicas sino que las exagera. A lo largo de su carrera fue, incluso, construyendo cuidadosamente –a lo largo de las sucesivas relecturas de un único cuerpo de 71 temas, tocados una y otra vez– una forma de tocar cada vez peor. La otra figura que funciona como texto complementario de Monk es la de Bill Evans. La mirada tradicional ve a éste como un colorista, un artesano del sonido, y a Monk como alguien que tocaba a pesar del sonido, más allá del sonido. La dicotomía es sólo aparente. Es cierto que uno y otro podrían situarse en puntos opuestos de una búsqueda. Pero la búsqueda es la misma. Ni en Evans ni en Monk, tomados como posibles paradigmas en la construcción de lo que todavía hoy es el jazz moderno, el sonido es algo casual. El timbre no es anterior a la interpretación y, en ambos, la factura de ese timbre es un rasgo constitutivo del estilo.

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