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Espectáculos|Jueves, 9 de diciembre de 2004
BRIDGET JONES: AL BORDE DE LA RAZON

Conflictos de treintaypico en una saga de Corín Tellado

Concebida bajo los estándares del producto industrial para el “gran público”, el film no logra despegar de la medianía.

Por Luciano Monteagudo
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Renée Zellweger, una Bridget apegada a los lugares comunes.
Tres años después de su primer éxito con el público, las cosas le van bastante mejor a Bridget Jones: en el comienzo de la segunda entrega de lo que amenaza con convertirse en una saga interminable, la chica en cuestión ya no anota obsesivamente en su diario personal las calorías, los cigarrillos y el alcohol de más que suma su cuerpo sino la cantidad –y no son pocas– de “revolcadas” (sic) con su novio, el flemático abogado Mark Darcy. Semejante gimnasia no ha logrado que Bridget baje de peso, pero esa ya no parece ser tampoco una preocupación. Al fin y al cabo, Mark la quiere tal como ella es: no sólo con sus kilos de más, sino también con su inveterada costumbre de meterse tontamente en problemas y hablar siempre de más.
Salida de la pluma de la periodista británica Helen Fielding, que supo convertir una columna semanal en un best seller, Bridget Jones no tardó en pasar al cine, de la mano de la productora Working Title, la misma que le dio al cine inglés dos de las comedias más taquilleras de los últimos años, Cuatro bodas y un funeral y Un lugar llamado Notting Hill. La película obtuvo una publicidad adicional con la polémica mediática que se armó alrededor de la elección de la texana Renée Zellweger para encarnar a la londinense Bridget Jones, un debate que ya fue largamente superado no sólo por el éxito de la primera película, sino porque si hay algo que el cine industrial ha conseguido es globalizar y homogeneizar su identidad, al punto de que ahora todas las películas dirigidas a esa entelequia llamada “gran público” parecen iguales (igualmente mediocres, se diría), no importa si salen de los estudios de Hollywood o de Pine- wood, del otro lado del mundo.
Gran parte del éxito de la película inicial –y Zellweger fue la primera en reconocerlo– fue la cantidad de mujeres de treintaypico que se identificaron no sólo con la seguidilla de desventuras amorosas de Bridget, sino muy especialmente con sus angustiantes problemas de peso (problemas que la actriz, por cierto, no tiene: emulando a Robert De Niro, sube y baja a voluntad, según las necesidades del personaje). Ahora, en Al borde de la razón, la autoestima de Bridget está bastante más alta, por lo que la película se concentra más bien en sus celos. No puede creer que finalmente haya conseguido novio y está convencida –y sus amigos hacen todo lo posible para que así sea– de que la primera abogada de piernas largas que pase por delante de Mark se lo quitará de un plumazo.
Concebida a la manera de los viejos folletines de Corín Tellado (pero con canciones interpretadas por Sting y Robbie Williams, entre muchos otros), la nueva Bridget Jones es un canto al lugar común y el conformismo. Todo el tiempo, una y otro se pasan proclamando su amor, pero parecería que lo único que le preocupa a Bridget (cuya pasión va en sentido inversamente proporcional a la cantidad de mohínes que le regala a la cámara) es que Mark la lleve al altar de la iglesia, vestida de blanco. Un viaje a Tailandia, donde todas las mujeres de Bangkok son señaladas como drogadictas y prostitutas, y un inesperado encuentro con una abogada lesbiana se ocupan de ratificar la “normalidad” a la que aspira Bridget: gordita (por qué no, como tantas) y casada como Dios manda.

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