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Espectáculos|Jueves, 19 de mayo de 2005
NOVENA JORNADA EN LA COMPETENCIA
OFICIAL DE LA EDICION 2005 DE CANNES

El festival que volvió a las fuentes

En el día de programación más errática hasta el momento, se presentaron films de Rodríguez, To y los hermanos Larrieu.

Por Luciano Monteagudo
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Los únicos habitantes de Sin City son mujeres fatales y hombres monstruosos.
A diferencia de la cuestionada edición del año pasado, en la que el director artístico del festival, Thierry Frémaux, probó componer una competencia oficial deliberadamente heterogénea, que fusionaba cine de autor con cine popular y la animación con el documental, en un cóctel que resultó demasiado híbrido, este año Cannes volvió a las fuentes y convocó a muchos de los grandes nombres forjados aquí en la Croisette: Cronenberg, Wenders, Jarmusch, Haneke, Lars Von Trier, Gus Van Sant, Hou Hsiao-hsien, Hong-sang Soo, Amos Gitai, los hermanos Dardenne. La nueva reunión de “les abonnés”, como llama irónicamente la prensa francesa a esta elite del cine contemporáneo, es tan poderosa y ha elevado tanto el nivel de la competencia que una segunda línea del concurso oficial, claramente marcada por ese eclecticismo que fue tan discutido el año anterior, pasa si no inadvertida al menos sin mayores cuestionamientos por parte de la prensa acreditada y los festivaliers.
La jornada de ayer fue, en este sentido, la más errática desde que el festival comenzó hace nueve días y estuvo marcada por el regreso de la pulp fiction al Palais des Festivals. Con el desembarco de la troupe de Sin City, versión del famoso comic book de Frank Miller dirigido a cuatro manos por el propio Miller y el tex-mex Robert El Mariachi Rodríguez, Cannes se aseguró, en primer lugar, una multitudinaria sesión de fotos de caras famosas: Michael Madsen, Benicio del Toro, Clive Owen, Jessica Alba y hasta un irreconocible Mickey Rourke, que posaron interminablemente para las cámaras y convocaron multitudes en la ceremonia de ingreso al Palais. Pero Sin City no está en el festival solamente para convocar figuras, sino también como una manera de ratificar esa tendencia a incorporar el cine de género a la competencia, en este caso el film noir. Claro, no se trata de un film noir cualquiera. El comic creado por Frank Miller en 1991 es sumamente estilizado y plantea una ciudad permanentemente nocturna, viciada hasta sus cimientos por la corrupción y habitada únicamente por hombres monstruosos y violentos y mujeres fatales y voluptuosas. Y lo singular de la película de Rodríguez es que, con la ayuda de técnicas digitales, logró ceñirse de una manera asombrosa a la estética de Miller, al punto de que parecería que la tinta china del comic se hubiera puesto verdaderamente en movimiento.
Esto no quiere decir que Sin City sea necesariamente una buena película. Una vez que cede el asombro ante la prodigiosa recreación de la contrastada estética de Miller –ese blanco y negro que no admite zonas grises y donde el único color que asoma suele ser el rojo-sangre–, esta Ciudad del Pecado deja ver sus debilidades narrativas y sus excesos, que no son sólo de violencia y misoginia (que ya eran propios del material original), sino también de metraje. Tres historias se van enredando cíclicamente entre sí hasta formar casi una sola, pero para entonces han transcurrido más de dos horas y la película –adornada incluso por una figura particularmente ligera, como Bruce Willis (que esta vez no vino a pasear a la Croisette)– pesa más que todos los rascacielos de la ciudad juntos.
Sin City no está sola en su defensa del cine de género en la competencia. Hace unos días, Election, del hongkonés Johnnie To, pasó sin mayores consecuencias por el Palais, a pesar de ser uno de los autores más reconocidos del cine popular asiático. Algún sector de la crítica, conocedor de su obra (que tuvo una retrospectiva en el Bafici 2001), destacó el carácter subversivo que tiene el film, en la medida en que describe puntillosamente y en un estilo casi realista –algo raro en el extravagante To– la manera en que las mafias chinas, llamadas Tríadas, establecen sus jerarquías de poder, como si fueran políticos de una democracia cualquiera aunque de una manera un poco (bastante) más violenta. Pero a pesar de esas consideraciones, sin duda muy válidas, no puede dejar de reconocerse que el film de To se vuelve reiterativo y pierde progresión dramática, lo que haría muy improbable que encontrara defensores en el jurado oficial, a diferencia de lo que sucedió el año pasado, cuando Quentin Tarantino impuso su voluntad de otorgarle el Grand Prix al melo-thriller coreano Old Boy, de Park Chan-wook.
La que sí parece estar completamente sola en el concurso oficial es la desconcertante Peindre ou Faire l’Amour (Pintar o hacer el amor), tercera producción francesa en competencia, después de Lemming, de Dominik Moll, y de Caché, del austríaco Michael Haneke, protagonizada por Daniel Auteuil y Juliette Binoche. La película codirigida por los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu parece casi una broma del festival, tan inconsistente es su materia argumental y tan lavado su estilo. Un matrimonio integrado por Monsieur Auteuil (¡encore!) y Sabine Azema, que lleva una vida gris y holgada (nunca se explica de dónde saca tanto dinero esa gente para ser de una vulgar clase media), decide mudarse a una magnífica casona en medio del campo, en una localidad apartada, donde conocen a otro matrimonio, en el cual el marido (Sergi Lopez) es ciego. Sucede que el ciego ve mucho más allá de lo que Auteuil y Azema sospechan y descubre en ellos algo que ellos mismos ignoraban: una naturaleza swinger. Que se reduce meramente a eso: a que ambas parejas comienzan a intercambiarse (cuando ya transcurrió más de la mitad de la película) y a conformar un curioso mariage a quatre. Eso es todo. Si había algo más en el film de los Larrieu, a la sala colmada del Grand Théâtre Lumière le pasó inadvertido, porque al encenderse las luces la platea se dividió entre las risas burlonas y los abucheos.

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