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Espectáculos|Lunes, 13 de junio de 2005
ENTREVISTA AL POETA ARTURO CARRERA

“La mía es una generación fracturada por la dictadura”

El autor habla de todo lo que rodeó a Escrito con un nictógrafo, su primer libro, que acaba de ser reeditado con cd de luxe que incluye la palabra de Alejandra Pizarnik.

Por Silvina Friera
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Arturo Carrera podría ser definido como un auténtico fetichista de la escritura.
En un bar del Bajo, Arturo Carrera recuerda que en 1966, cuando tenía 18 años, llegó a Buenos Aires desde su Coronel Pringles natal junto con César Aira. Lo primero que hizo fue buscar en la guía telefónica el número de Alejandra Pizarnik, le compró unos cigarrillos Gitanes y una tortuga que movía las patas y la cabeza, y le tocó el timbre de la calle Montes de Oca al 600, donde la poeta vivía con su madre (ver aparte). Pronto se hicieron amigos y ella presentó Escrito con un nictógrafo, el primer poemario que publicó Carrera en 1972. A 33 años de esa edición, la editorial Interzona acaba de reeditar este libro de páginas negras y letras blancas –con algunas estrofas tachadas–, que ahora incluye un cd de luxe con Pizarnik leyendo un fragmento. “Miro este libro con el rabillo del ojo, como hay que mirar a los seres que no son muy reales. Cuando Juan Ramón Jiménez estaba en Cuba dijo que vio a las sirenas en el mar, pero cuando se morían. Las cosas hay que verlas cuando desaparecen, cuando se pierden”, explica el poeta en la entrevista con Página/12.
Aunque es de noche en Buenos Aires –acaso el mejor momento para entrevistar a un “fetichista de la escritura” como Carrera–, la ciudad no parece tan oscura como la página negra del nictógrafo en la que asoman los primeros versos: “El escriba ha desaparecido/ señalo el sitio vacío/ donde los muertos se divierten/”. Carrera pide una cerveza y comienza a trazar un balance de su obra, mirando con el rabillo del ojo casi toda su producción, a la que siente como un ejercicio de escritura. El poeta, que en los años 80 fue ungido por Severo Sarduy como heredero de la tradición barroca en la poesía latinoamericana, no reniega de su experiencia con el neobarroco, aunque admite que hace tiempo que tomó una prudente distancia respecto de ese movimiento. Lo cierto es que, más allá de las etiquetas, la obra de Carrera ejerce una influencia ineludible en los jóvenes poetas que escriben, publican o en aquellos que se acercan a sus talleres literarios para comprender cómo es la escritura en bruto de un poema, que para el poeta se asemeja al “vómito de un gato”.
–¿Qué lugar ocupa Escrito con un nictógrafo respecto del conjunto de su obra?
–Lo estoy mirando como si desapareciera, pero al mismo tiempo reconozco en esa escritura los antecedentes de toda mi obra, básicamente esa escritura de la noche –lo que quiere decir nictógrafo– que vuelve a recuperarse en mi nuevo libro Noche y día (Losada), que está dividido en dos partes: un carpe noctem y un carpe diem, dos pequeños tratados, el nocturno y el diurno, que en realidad es un continuo porque para mí es la búsqueda de las dos caras de la misma moneda, que es el poema mismo, el tiempo en su dimensión absoluta. En este libro hay todo una fetichización de la escritura, resuelto con un procedimiento de escritura que es la utilización de ese nictógrafo, el aparato que Lewis Carrol usaba para escribir en la oscuridad, la famosa “caja de hacer textos”.
–¿Lo escribió verdaderamente en la oscuridad?
–Sí, yo estaba tan mal en ese momento que escribía en la oscuridad. Me despertaba y escribía pequeños fragmentos que iba acumulando en un cuaderno. Trataba de que fuera una escritura “a ciegas”, después al otro día captaba esos fragmentos escritos y los pulía... estaba un poco loco en esa época. La muerte de mi abuela me había afectado mucho, era el último personaje de mi familia, por eso el nictógrafo es como un punto de clivaje en el plano del amor, o en el plano de la escritura elemental del parentesco.
–¿Y cómo era su posición estética por entonces?
–En ese momento mi posición de escritor era como la de un pequeño historiador. En la actualidad eso existe bajo otro aspecto, quizá como un etnógrafo, alguien que trabaja desde otra perspectiva. Un joven poeta ycrítico, Edgardo Roble, dijo que en mis primeros libros había una poética del acontecimiento, tomando la filosofía de Deleuze.
–¿Qué conserva de aquellos años ’70 en los que empezó a escribir?
–Mis fetichismos y mi procedimiento de escritura, que quizás no es la obsesión de la escritura sobre la página negra, o nocturna, pero sí todo este mundo de artificio que tiene la poesía, y todo este mundo estético que aún la poesía sostiene y retiene.
–¿El fetichismo es una condición necesaria de la poesía?
–Yo me refiero al fetichismo un poco maltratando el término freudiano, lo que sucedía era que ese nictógrafo se había constituido como un objeto fetiche, era como tener algo para fraccionar, para poder escribir. Ahí está muy marcado el tema de la página, la tinta, la luz, la oscuridad, la muerte, la vida, términos muy contrastados y contrastantes.
–¿Qué representaba para usted el recurso visual de tachar estrofas?
–Es como una representación de la pérdida, de la abolición, en un punto eso también está como recuerdo o marca traída de la lectura de ese famoso libro de Mallarmé, donde él escribe en páginas que son papelitos que guarda en una caja té.
–¿Por qué etapa atraviesa hoy su escritura poética?
–Me cuesta mucho ponerme una etiqueta. Yo pasé por distintas etapas... quizás estoy empezando a escribir porque tengo la sensación de que lo anterior fue un ejercicio de escritura.
–No le creo, ¿más de 30 años practicando?
–No es humildad ni falsa modestia (risas). Hay algo de ejercicio de la escritura. No por nada, toda la primera parte de Potlatch la hice con mis primeras lecturas, y el fetiche estaba puesto sobre esos libros de lectura, pero desde el punto de vista de la escritura. Me gusta mucho relatar lo que pasa con las letras, cómo se escriben, cómo se dice en los tratados de caligrafía que son las letras, cómo se producen las relaciones entre las letras según los calígrafos. Me gusta hurgar en la historia de la escritura.
–¿Qué balance hace de su experiencia con el neobarroco?
–Fue una invención bastante interesante de Néstor Perlongher, pero no hay un seguimiento de esa estética, excepto en dos libros fundamentales para mí, La partera canta y Mi padre. Después dejé el neobarroco, quizá reapropiándome de mis procedimientos poéticos del comienzo. De todas maneras para nada niego el neobarroco, me parece uno de los movimientos más interesantes, incluso todavía está en vigencia, aunque por momentos se me aparece como inexistente, pero creo que eso mismo es la marca del neobarroco, no es un estilo que pueda definirse en relación con su negatividad, sino que absorbe las distintas mutaciones de un gusto de época, así se lo define ahora, y algunos estudiosos dicen que es “un aire del tiempo”.
–¿Cómo se vincula esa escritura inicial en los ’70 con la politización de la época?
–Hay un gesto político que, en mi caso, se nota en la no escritura. Yo dejo de escribir y publicar en el ’75 y mis libros recién reaparecen en el ’82; prácticamente durante toda la dictadura no volví a publicar. Fue un retiro absoluto con relación al peligro que corríamos en esa época.
–¿De qué manera se filtró la situación política en sus poemas?
–Los últimos poemas del libro Oro (1975) los armé en función de las poéticas precolombinas, haciendo una parodia de escritura. Hay descripciones de la situación política, lo que está pasando con las desapariciones, con el tema de la muerte precolombina, que representaría de un modo intenso la gestación de un aparato represor que desembocaría en la dictadura militar. Después aparece un derroche, como un potlatch en mis dos libros que son muy barrocos, y me parece que esa carnavalización de la lengua, en una actitud bajtiniana, está encubriendo todo ese horror.
–¿Siente que forma parte de una generación?
–Sí, evidentemente, pero es una generación muy fracturada, muy rota por la dictadura militar, por lo que significó para nosotros la adopción de cualquier posición frente a la vida y a la escritura misma. Me apoyé en la pintura, me sentí más cómodo entre los pintores. Cuentan que Antonin Artaud cruzaba la calle con Breton y Eric Satie y Artaud se abrazó a Satie para cruzarla, y cuando llegaron al otro lado de la vereda, Breton, que era muy tiránico, le preguntó por qué se había agarrado de Satie. Y Artaud le contestó: “Me siento más cómodo con la música”.
–¿En qué se parecen la poesía y la pintura?
–Hay una famosa frase del poeta latino Horacio que dice: ut pictura poesis, “la pintura es la poesía”. En realidad yo creo que hay una intelección de las formas en todo poema de la misma manera que hay una intelección de las formas en la pintura, y esa intelección de las formas, mirar los cuadros y conocer las técnicas de los pintores, me sirvió muchísimo para la escritura de mi obra.

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