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Espectáculos|Lunes, 3 de junio de 2002

Buenos Aires homenajea a un prócer de Santiago

Carlos Carabajal, “el padre de la chacarera”, será homenajeado mañana por su familia –unos 250 músicos, según Peteco– con un recital en el Teatro Astral en que actuarán sus hermanos, hijos, nietos y sobrinos.

Por Fernando D´addario
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Carlos Carabajal es parte central del tronco de una familia única, llena de música y músicos.
El Padre de la Chacarera, también conocido como Carlos Carabajal, pide disculpas porque a las 16.30, la hora en que se realiza la entrevista con Página/12 en un bar de San Telmo, luce un poco apagado. “Es que si estuviera en Santiago, estaría durmiendo desde las 2 hasta las 6 de la tarde, y en Buenos Aires tengo que andar de aquí para allá.” Hay un motivo que justifica ese vértigo antinatural para un santiagueño de ley: mañana martes su propia familia le rendirá un homenaje en el teatro Astral (Corrientes 1639, a partir de las 20.30). No se trata de cualquier familia. Los Carabajal, según los cómputos del especialista Peteco, son alrededor de 250, que administran musicalmente el honor del apellido. A diferencia de otras dinastías provinciales de triste fama, ellos constituyen un árbol genealógico alimentado a base de chacareras, con patios de tierra, empanadas, locro y vino tinto. “Vamos a llevar el patio de tierra al teatro de Buenos Aires” anuncia Carlos, ajeno a un posible slogan publicitario. Es que, realmente, será así.
En el Astral estarán Peteco (hijo), Cuti (hermano), Roberto (sobrino), Graciela (hija), Roxana (nieta), Camilo (nieto), Homero (nieto) y Demi (hijo), entre otros Carabajal. También subirán al escenario invitados extrafamiliares: Raly Barrionuevo, Dúo Coplanacu, Koki y Pajarín Saavedra, por citar solo algunos. La dimensión del homenaje guarda, en este caso, estricta equidistancia con la importancia del homenajeado. Carlos Carabajal, además de haber compuesto canciones emblemáticas del folklore argentino, como “Entre a mi pago sin golpear” y “Puente carretero”, es, a los 72 años, algo así como el padrino de todos, el guía espiritual que introduce a los más chicos en el universo de la chacarera, el que lima asperezas y contagia espíritu de cuerpo. Los nietos ya cantan sus temas, y en los generosos almuerzos familiares golpean los tenedores contra la mesa remedando el típico ritmo del género.
Si el destino, el talento o una extraña conjunción de variables no le hubiesen ofrecido a Carlos la posibilidad de ser un referente, su historia se parecería a la de tantos provincianos que en la década del ‘50 llegaron a Buenos Aires con la guitarra como única esperanza. Sólo que Carlos, a diferencia de otros que nunca volvieron, esperó a tener un nombre, un poco de dinero y una familia musical encaminada, para pegar la vuelta. Eso fue en 1974. Desde entonces disfruta de su condición de prócer santiagueño, más allá de las críticas veladas de algunos comprovincianos, también artistas, que se quejan del eclipse que provoca, varios kilómetros a la redonda, el apellido Carabajal.
“Gané dinero, pero también pasé muchas necesidades. Ayudo a todos los que puedo, pero si una grabadora no quiere contratar a un músico, no puedo hacer nada”, señala, antes de recorrer sus años de juventud en Buenos Aires: “Hice de todo para ganarme la vida. Trabajé en una fábrica de galletitas, hombreé reses en un frigorífico, cargué bolsas en el puerto, fui albañil. A la noche me iba a las peñas, a tocar. Armaba conjuntos e iba a los sellos discográficos para ver si podía tener alguna posibilidad. Pero en esa época estaban de moda Los Chalchaleros y Los Fronterizos, y en las compañías discográficas me pedían que cantara como salteño. Y yo no podía cantar como salteño”. Por entonces, ya había patentado su estilo interpretativo inconfundible, ese rasguido indescifrable para quienes abordan superficialmente el ritual de la chacarera: “El rasguido depende de la mano, y la mano no se puede explicar”, se resguarda el hombre.
–Entre tantas ocupaciones, ¿en qué circunstancias se hacía tiempo para componer?
–En los colectivos, cuando venía desde Lanús, por ejemplo. Me sentaba y tenía tiempo de sobra para pensar. Así me salían las canciones. Venía recorriendo los barrios y yo pensaba solo en Santiago del Estero. Toda la nostalgia la traducía en canciones. Con algunas me fue bien. “A la sombra de mi mama”, por ejemplo, fue grabada por Leo Dan y vendió más de tresmillones de discos en distintos países. Yo juntaba plata para hacerme la casita. Hubo una época en que me pagaron una muy buena cantidad. Me acuerdo porque hice el cálculo y me alcanzaba para comprar 35 Ford Falcon. Podía haberme puesto una empresa de remises, pero preferí seguir tocando la guitarra. Cuando vi que mi familia ya estaba encaminada en Buenos Aires, me separé de todos y me volví a Santiago. Y me di cuenta de que ya era famoso allá. Tuve una suerte tremenda. Puse una peña en un club e iban todos. Me dieron vivienda, y hasta cuando iba a la comisaría me dejaban poner en libertad a los presos.
–Recién nombraba la canción “A la sombra de mi mama”, dedicado su madre, María Luisa Paz, que es también una leyenda. ¿Qué puede contar de ella?
–Cuando mi mama cumplió 50 años, en 1951, mi hermano mayor, Héctor, quiso hacerle una fiesta, y para eso reunió a los mejores músicos de la zona. Salió tan linda la cosa que al año siguiente se repitió. Y al otro ya fue más gente, hasta que la casa no alcanzó. Y eso que en el fondo entran como 300 personas. Pero empezaron a ir mil, dos mil. Iban de otras provincias, llegaban el viernes, se instalaban en una carpita y no se volvían hasta el lunes o martes. Y terminó siendo una fiesta para 5 mil personas. Dos cuadras llenas de gente, con puestos de comida, porque las miles de empanadas y las ollas de locro que se hacen en mi casa no alcanzan para todos. Hasta cuando la mama murió, cinco días antes de su cumpleaños, el encuentro se hizo igual, como un homenaje.
–¿Es cierto que su padre no quería que usted fuese músico?
–Sí. En esa época, en Santiago, los músicos tenían fama de borrachos. Entonces él, para que yo no siguiera sus pasos musicales, cada vez que se iba a trabajar, desafinaba las cuerdas de la guitarra, así yo no podía tocar. Y yo, como no sabía afinarla, encontré el sonido naturalmente. Descubrí que el sonido del tren, el Central Argentino que iba a Tucumán, estaba en mí. A partir de esa nota y de ese sonido empecé a afinar la guitarra. Hoy en día sigo así, porque me acostumbré.

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