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Espectáculos|Viernes, 7 de junio de 2002
DESDE HOY, RETORNA “POTESTAD”, DE EDUARDO PAVLOVSKY, EN EL PAYRO

La larga confesión de un represor

La obra, una áspera lectura de la tortura en la Argentina, se presenta en el marco de un ciclo que conmemora los 50 años de esa sala.

Por Hilda Cabrera
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Pavlovsky estrenó “Potestad” en el Teatro Viejo Palermo en 1985, y desde entonces recorrió el mundo.
Un nuevo montaje se suma hoy a la celebración de los cincuenta años de permanencia del Teatro Payró, sala fundada en 1952 bajo la denominación de Teatro de Los Independientes, entonces liderado por el actor y director Onofre Lovero. En ese espacio de San Martín 766, conducido después por el equipo que dirigió el fallecido Jaime Kogan, y en los últimos años por uno de los hijos, Diego, y la mujer de Kogan, la actriz y directora Felisa Yeni, se podrá ver a partir de esta noche, a las 23, y en los viernes siguientes, un nuevo montaje de Potestad, obra de 1985 de Eduardo Pavlovsky, interpretada por este artista y Susy Evans. Representada en los teatros del mundo, Potestad encara, como El señor Galíndez y El señor Laforgue, “el problema de la represión y de la tortura, observados desde la óptica del represor”, según palabras de Pavlovsky.
Tal como el autor lo ha enunciado en reportajes y en sus libros, la obra atravesó diversas etapas. Su primer director fue el actor Norman Briski, quien, de regreso de su exilio, concretó una puesta en 1985 en el Teatro Viejo Palermo. El monólogo, de un realismo exasperado, que exige además la presencia de un segundo personaje silencioso en escena, duraba entonces 35 minutos, treinta menos que el tiempo actual. Los actores que secundaron a Pavlovsky (en aquella y otras salas) fueron Mandy Suárez, luego Luis Campos y más tarde Tito Drago. La versión que mejor conocen los espectadores es la que nació en Brasil, durante una invitación formulada al autor e intérprete por organizaciones de Derechos Humanos para intervenir en un encuentro de psicodrama. Acompañado por su mujer, la actriz Susy Evans, llegó a la conclusión de que otro sería el resultado si el personaje que escucha el parlamento del protagonista fuera una mujer. La idea era imaginar al hombre loco, pero no internarlo: “El psiquiatra le pide a la mujer que lo escuche una vez por día. El secreto del personaje estaba en hablarle a una mujer”, puntualiza el autor en su libro La ética del cuerpo, publicado por Atuel en 2001).
Así modificada, la estrena en La Gran Aldea. La obra moviliza al público local y a los visitantes extranjeros que se interesan por sus trabajos. Continúa hasta que en 1987 se retira el percusionista Eduardo Veros (“Un lujo que nunca olvidaré”, según palabras del autor). Ingresa entonces uno de sus hijos, el músico y actor Martín Pavlovsky, quien aporta además un tema musical propio. Martín debió reemplazar a Evans en dos ocasiones, una en La Gran Aldea y otra en París, donde Potestad recibió el premio Molière 1987.
Pavlovsky mencionó en varias ocasiones lo beneficiosa que fue para su autoestima la buena recepción que tuvo esta obra en el exterior. Después de la difusión que alcanzó con El señor Galíndez (obra estrenada durante la temporada 1974 en el amenazado Payró, donde también alcanzó a presentar Telarañas, la pieza detonante de su forzado exilio), creyó no ser reconocido. Potestad fue invitada a Berlín y al Festival de Cádiz de 1986, al de las Américas, de Montreal, en 1987, obteniendo dos premios. También al de las Artes de Nueva York (1988) y al Primer Festival de México de 1989. Integró el “Festival Pavlovsky” realizado en Los Angeles en 1987, en el teatro Stages, a instancias del director Paul Verdier. Y no sólo esta obra: otras creaciones suyas eran esperadas en los festivales del mundo, algunas interpretadas por actores tan famosos como Jean Louis Trintignant.
Respecto de Potestad, no quedan dudas: la obra se pega al espectador y multiplica su imaginario con sólo dos personajes. Uno es el del Hombre, un médico apropiador de una hija de desaparecidos. El otro es Tita, la mujer que lo escucha en silencio y apenas lo mira. Ambos son personajes de una patología colectiva, considerada inédita por el propio autor, tal como lo expresa en el prólogo a la obra, transcripto en el primer volumen de Teatro Completo (Atuel, 1997).Individuos generados por “esa falla ética que contó con tantos cómplices” y convirtió a los hijos de desaparecidos en un botín de guerra.

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