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Espectáculos|Sábado, 10 de agosto de 2002
ROVNER Y BARNEY FINN REPONEN HOY “LEJANA TIERRA MIA”

“El teatro detiene el tiempo”

La obra de Andamio 90 indaga en las particularidades de la relación entre padre e hijo, utilizando la pintura como una alegoría.

Por Hilda Cabrera
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Oscar Barney Finn y Eduardo Rovner, responsables de la puesta.
“¿Nunca te preguntaste qué hace el viejo pintando figuritas como un imbécil?, le dice el padre al hijo mientras trabajan juntos en la realización de un mural. “No son figuritas”, le responde el joven. Pero el mayor insiste, deseoso de encontrarle un sentido a su tarea. “Te gusta”, le responde el hijo, descomprimiendo el diálogo. Esta forma sencilla y cotidiana de formular inquietudes existenciales se constituye en eje de Lejana tierra mía, obra de Eduardo Rovner de comienzos de los ‘90 (etapa a la que pertenecen Volvió una noche, Compañía y Cuarteto) que se podrá ver a partir de hoy en el Teatro Andamio 90, de Paraná 660. La dirige Oscar Barney Finn (también guionista y director de cine y ciclos de televisión, y profesor de la UBA), quien estrenó esta pieza en 2001 en provincias, llevándola de gira por el país.
Presentada por primera vez en 1992 en el Teatro Regio, conducida entonces por Jorge Petraglia, Lejana... retrata en este montaje (en el que se introdujeron cambios, entre otros la sustitución del actor Salo Pasik, que viajó a Italia, por Osvaldo Santoro) los varios niveles de comunicación entre un padre y su hijo, y la influencia que ejerce sobre ellos el trabajo que intentan llevar a cabo. Interesa qué les sucede a estos personajes ante una pintura que resume –según apuntan Rovner y Barney Finn, en diálogo con Página/12– “el presente y el pasado, los deseos y los sueños”. “Esta obra surgió en mí después de comprobar que en la relación padre/hijo los sueños pueden ser intercambiados”, observa el autor. “En general uno identifica lo nuevo, o la necesidad de modificar algo, con la juventud. Piensa que son los jóvenes los que toman esas riendas. Lo mismo pasa cuando se habla de búsquedas de caminos o del planteo de propuestas revolucionarias. Después uno se da cuenta de que no es siempre así: que por razones culturales o políticas, es en la juventud donde arraiga con más fuerza el individualismo. Estas posturas están en la obra, pero con la aspiración de producir un cambio de roles. Padre e hijo pelean aquí por concretar sus sueños y defender el trabajo.”
En ese contrapunto, la pieza despliega un humor a veces áspero, como si se tratara de un recurso para disimular afectos. “En algún momento, el padre parece haber tomado una decisión que el hijo quiere evitar. Es notorio que no saben cómo decirlo. ¿Qué es lo que persiguen o de qué escapan?”, se pregunta Barney Finn, para quien los diez años transcurridos desde la escritura de la obra, y la experiencia que él mismo acumuló durante la gira por el interior, le han permitido elaborar un subtexto en el que resuenan situaciones más actuales. En principio, la planteada en la obra supone un misterio, que –dice– “no es necesario explicar sino dejarse seducir por él, como aconsejaba el surrealista René Magritte”. De ahí también su decisión de mostrar a estos personajes “en un taller de pintura, como si éste fuera un lugar mítico o un repositorio de imposibles”. Para imprimirle credibilidad a ese espacio, convertido en “laboratorio de sueños y realidades”, condujo a los actores Osvaldo Santoro (el padre) y Paulo Brunetti (el hijo) al taller de un artista plástico amigo, Pepe Cáceres: “Allí tuvieron acceso a las razones del empleo de determinada luz y color, y a los significados de algunas pinturas que se acercan a lo que pretenden estos personajes: las de Andy Warhol, Paul Gauguin o Marc Chagall.”
“Cuando escribí esta obra les pedí permiso a mis hijos”, cuenta Rovner. “Les pregunté si creían que era capaz de escribir sobre la relación padre/ hijo. Esto no parecía ser un drama para ellos, pero a mí me inspiraba temor. A veces pienso en las cosas que uno hace para que sus hijos lo quieran, y cuánto puede cambiar sólo por ellos.” Con esa predisposición se entiende que haya aceptado las modificaciones hechas por Finn. “Uno nunca sabe qué va a suceder con la obra propia”, puntualiza el autor, quesigue disfrutando del éxito de Volvió una noche, cuya última puesta se realizó en Nueva York (dirigida por Alejandro Samek e interpretada por Lilian Olhagaray). Esta obra se vio ya en más de diez países, e integra la programación 2003 del Teatro Nacional Antonin Dvorák, de la República Checa.
Las variantes introducidas son consecuencia de una visión totalizadora: “Hoy nos está faltando sentido de pertenencia, y dirigir una obra de autor nacional me permite paliar esa falta”, sostiene Barney Finn, quien centró su mirada en ese pueblo que pintan padre e hijo. “Quizá sea, como el de Chagall, un pueblo que se lleva bordado en el corazón –dice–, o un paisaje como el que plasmó Millet (el francés Jean–François Millet, autor de El Angelus) dos años antes de morir. Ese paisaje era el del camino que lo llevaba a la casa de su infancia.” El director propuso además otra música, diferente a la sugerida en el texto (en el original es “Le boeuf sur le toit”, de Darius Milhaud, y “Lejana tierra mía”, cantada por Gardel). “Lo esencial es la confianza del autor, de lo contrario no se puede tocar nada”, resume. Durante la tournée tuvo que adaptarse a distintos espacios, encargándose de la escenografía, las luces y la banda sonora (tareas que también cumple en Andamio 90): “Cuando llegamos a Puerto Deseado, que conocía bien porque allí filmé Momentos robados (estrenada en 1996, con la española Assumpta Serna), me ofrecieron un cine teatro que no me pareció adecuado”, recuerda. “Pregunté entonces por una iglesia, y ahí fuimos. Finalmente, ofrecimos la obra en la parroquia.”
“Uno de los aspectos más apasionantes del teatro es el de permitirnos detener el tiempo, recrear un universo, llegar a prever situaciones y resistir a las dificultades”, concuerdan Rovner y Barney Finn. Creen que lo importante es “no detenerse”, aunque haya que dejar los proyectos más ambiciosos para más adelante. “En mi caso –apunta el director, cuyo ciclo “Encuentros” se transmitirá nuevamente por TV–, sé que el teatro no suple mi necesidad de hacer cine, pero en este momento me acerca más a lo que deseo. Hoy los productores de cine quieren figuras que estén trabajando en televisión, gente a la que en su mayoría no les gusta indagar y hasta ignora cosas esenciales. La prueba la tenemos cuando tratan de llevar a los clásicos antiguos o contemporáneos al teatro.”

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