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Mitologías|Lunes, 2 de junio de 2008

El color de la piel

Los rubios que nunca llegan a enterarse de cómo otros, morenos, tienen problemas que a ellos se les allanan. El eco de la canción de Leonera, de Pablo Trapero, y la extraordinaria resonancia de una declaración de Daniel Barenboim.

Por Silvia Kremenchutzky *

A inicios de 1983 nos mudamos de barrio, fuimos de Belgrano a Congreso. Mis hijas tenían entonces casi 8 años la mayor y 5 la más pequeña. Iban a la escuela pública; la mudanza implicaba un cambio de escuela y, como ahora, las vacantes escaseaban.

Con la idea de tramitar el “pase”, me entrevisto con la directora, le cuento la situación y le pido orientación sobre las escuelas de mi futuro barrio. Estaba preocupada porque las clases empezarían en pocos días más.

“Efectivamente es difícil conseguir una vacante, pero usted no va a tener problema señora”, me dijo. Y agregó: “Le recomiendo que el día de la inscripción lleve a las nenas. No va a tener problema”, repitió.

A pesar de dedicarme en ese entonces a la investigación educativa, no capté de inmediato la frase de la directora, especialmente lo que dejaba sin decir, lo que invitaba a suponer.

Se trataba –me di cuenta después– de mostrar a mis hijas, se trataba de que se viera el color de su piel.

Hoy, a 25 años de esta anécdota, la discriminación sigue vigente, en la escuela, en este país y en la mayor parte de los países de este maltratado planeta. Y si bien hay mucho camino por recorrer en el proceso de democratización de nuestras instituciones, lejos estamos de culpabilizar a la escuela. Los boliches bailables son un triste e indignante paradigma de lo que significa dejar fuera a los jóvenes por el color de su piel, su peso o su vestimenta.

El mito, configurado como significación compartida socialmente, se presenta con tal grado de familiaridad que aparece como indiscutible. En este punto se emparienta con el prejuicio.

Si se consulta el Mapa de la Discriminación del Inadi (Instituto Nacional contra la Discriminación, la xenofobia y el racismo), los resultados de un estudio reciente para la ciudad de Buenos Aires muestran que los grupos especialmente afectados son en primer lugar los inmigrantes bolivianos, en segundo lugar los pobres en general, en tercer lugar los gays, lesbianas y travestis, en cuarto lugar los inmigrantes peruanos, en quinto los discapacitados y en sexto los inmigrantes paraguayos.

El mito se asienta en la naturalización del diferente, pero torna esta diferencia en jerarquía. El diferente es entonces inferior. La historia muestra que el par discriminador-discriminado está mediado por una relación de poder. El diferente es inferior siendo minoritario en términos de poder. Negros, amarillos, judíos, musulmanes, armenios, tienen mucho que decir sobre un discurso mitológico que los ha denigrado o los denigra, ya sea por el color de la piel (negra, mestiza, amarilla), por los rasgos físicos (narigón, retacón, morocho, petiso, gordo) o por una generalización del estereotipo (¿estereo-mito?) que se asocia a su etnia o su nacionalidad.

Los musulmanes, después del atentado a las Torres Gemelas del 11 de septiembre en Nueva York, son visualizados como cómplices. Ya lo eran para el discurso dominante; faltaba la prueba.

Así, al color –y al dolor– de la piel se le agrega el “color de la conducta”. Se dirá entonces que los paraguayos son borrachos o ladrones, que los judíos son usureros, los bolivianos pendencieros, los gallegos ignorantes, los santiagueños perezosos... e infinidad de etcéteras que podrían convertir en interminable este listado.

“Yo no digo que vivo en la villa –me comentaba días atrás un joven cartonero de Ciudad Oculta–. Apenas lo decís la gente cree que sos un chorro.”

La secuencia de asociaciones entre jóvenes, pobreza, delincuencia, drogadicción, alcoholismo, parece tener hoy más fuerza que nunca. Mientras se agita el fantasma de la inseguridad, toma cuerpo la profecía autocumplida. Si cuando un joven –un pobre, un “paragua”, un “bolita”, un cartonero, un limpiador de parabrisas– nos mira, nosotros vemos un chorro y le devolvemos esta percepción, nuestra mirada alimenta su autoimagen y afianza su identidad en este rol.

Los inmigrantes, los que no encuentran vacante en la escuela, los que no son rubios ni tienen la piel blanca, ni sacan las mejores notas, los que se quedan afuera en los boliches, son pobres. El común denominador es la pobreza. El mito no entiende la pobreza como un producido social, sino como proveniente del orden natural.

¿Cómo se produce este mecanismo, no exento de crueldad, aunque sea inconsciente, que lleva a la discriminación de un semejante? ¿Cómo se produce la interacción entre el sujeto discriminador y el contexto discriminador para que se instituya como colectivo?

No se trata de acciones aisladas ni excepcionales. Recordemos la famosa frase de Primo Levi: “Los monstruos existen pero son demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos: los que son realmente peligrosos son los hombres comunes”.

Y para estos hombres comunes expulsar al diferente puede representar un verdadero placer. El ejercicio de la violencia discriminadora aparece justificado en la defensa de los valores y estilos de vida de los que más tienen. Hay amparo social para esta violencia.

* Socióloga. Directora de Crisol proyectos Sociales.

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