Imprimir|Regresar a la nota
Placer|Lunes, 11 de agosto de 2003
GASTRONOMIA

El chef aventurero

Anthony Bourdain, prestigioso chef francés, escribió un libro en el que relata, con notables virtudes narrativas, un largo viaje por lugares exóticos del mundo en busca de la comida perfecta.

Por Soledad Vallejos
/fotos/20030811/notas/NA18FO01.JPG
Hacía un frío memorable. Tal vez fuera porque faltaban algunas horas para el amanecer, porque unas cuadras más allá el mar se empeñaba en no mostrarse exageradamente dócil, o porque no hay demasiado calor humano en un mercado de Tokio a las 4 de la madrugada. Allí estaba él, con el entusiasmo de una quinceañera antes de la primera cita, viendo cómo un grupo de hombres se las arreglaba para serruchar con maestría un atún de 200 kilos. Sólo el “o’toro”, esa carne tierna, traslúcida y levemente mantecosa que iban a rescatar de entre las vértebras era lo que importaba. Para eso era que él había volado directamente desde Nueva York hasta Japón: para probar in situ, lo más fresco posible, lo mejor condimentado posible, algunos gramos de esa carne que suele venderse a 12 mil dólares el kilo.
Anthony Bourdain, el hombre detrás de los textos de Viajes de un chef (Ed. Del Nuevo Extremo), creía estar a punto de lograr el único propósito con el que había convencido a Food Network (una señal de cable de The New York Times) y a una editorial neoyorquina de pagarle cuantos viajes se le ocurrieran por todo el mundo: tenía que encontrar la comida perfecta. Y la perfección, es de esperarse, solamente podría sobrevenir a costa de viajar en plena noche a lomo de camello en un desierto de las afueras de Marruecos (sólo para comer un cordero entero tal como lo asan los bereberes y poder, perdido entre la arena y el silencio de las estrellas, fumar hachís), desayunar en churunguitos montados sobre balsas en un río de Vietnam, participar desde el principio en las ceremonias pueblerinas que convierten a un cerdo en una cantidad increíble de delicias acompañadas por vinos en un rincón de Portugal, salir de tapas por tugurios de San Sebastián, ahogarse en vodka en un cabaret de la mafia rusa, reivindicar el arte de cocineros tradicionalistas ingleses empecinados en no ceder ante las modas de mini-platos a base de ingredientes magros hasta la palidez, perderse en regiones aterradoramente dominadas por todo tipo de mafias en Camboya buscando un casino imposible de encontrar... “Peinaría el mundo en busca de la mezcla perfecta entre comida y contexto”, porque ésa es, en el fondo, la meta de todo sibarita: que todo encaje. Que el sabor de un plato sea tan perfumado como las especies complotadas en convertir a un par de ingredientes en el acompañamiento perfecto de un mediodía de brisa en el medio de la nada. Que el color de un vino combine perfectamente con la risa de alguien y la música de fondo de un bar de mala muerte en un barrio ídem.
Y tal vez convenga aclararlo: para chef prestigioso (es chef ejecutivo de Brasserie Les Halles, un restaurante muy chic y caro de Nueva York, estrella de un canal de cocina), Bourdain escribe asombrosamente bien (de hecho, además de un par de novelitas entre policiales y gastronómicas, este es su segundo libro de no ficción; en el primero, Confesiones de un chef, supo demostrar cuán turbio puede ser el negocio de la alta cocina, y aún así sobrevivió a la furia de sus pares), acierta con increíble puntería a la hora de decidir dónde zambullirse y, sobre todo, muy consecuente con la búsqueda. A fin de cuentas, él “quería magia”, y no es fácil responder la pregunta del millón: “¿cuándo es mágica la comida?”. Perderse entre las páginas de Viajes... es como adentrarse en un laberinto de distintos niveles, todos sensuales, curiosos, embriagadores y absorbentes. Es un libro de viajes contados por un cocinero dispuesto a probarlo todo con tal de que resulte desafiante para su paladar, siempre y cuando prometa acercarlo un paso más al éxtasis. Es un ramillete de instantáneas de un hombre con infancia francesa y juventud norteamericana enamorándose a cada paso de las calles de Vietnam y cayendo en la cuenta de que Estados Unidos puede ser un país horroroso. Es, también, el borrador de un tratado de cocina que, de tanto en tanto, da pistas para experimentos. Una serie de experiencias en primera persona cargadas de humor negro, humor del otro, detalles banales, confesiones más o menos osadas para un personaje tan público. Es la bitácora de alguien que se siente obligado a ser honesto y es capaz de darlo todo por un segundo de una sensación inasible e irrepetible (en medio del desierto, cenando con los bereberes: “fue sin duda el mejor testículo que me he llevado nunca a la boca. También el primero, debería añadir inmediatamente. Gocé con cada bocado. Estaba delicioso. Indescriptible. Lo haré en un instante de insania”). Y aun cuando todo eso no fuera realmente honesto, qué más daría, el efecto es lo que importa. Hay un vértigo delicioso al asomarse al laberinto. Será, tal vez, ese efecto poco usual, el cosquilleo de tener enfrente el testimonio de alguien que puede perder la cabeza (literalmente, lo que casi le termina por pasar en Camboya) persiguiendo lo imposible de retener, y rescatando a cada instante esa relación íntima entre el cuerpo y todo lo que lo provoque, que lo haga reaccionar. Filosofía interesante, la de Bourdain: “Obtener placer de la comida siempre ha estado asociado al pecado.
Comida y sexo han estado íntimamente relacionados en la ética judeo-cristiana, desde el mismísimo principio y la manzana. Si no te gusta el sexo, si no te gustan la música o el cine, hay muchas posibilidades de que, además, no estés comiendo bien. Están estrechamente relacionados. Leo muchos libros de personas que escriben sobre comidas, y siempre estoy pensando: ‘esta persona escribe sobre comida como si nunca hubiera tenido buen sexo en su vida’. Creo que son intercambiables: si no podés sentir placer con uno, probablemente no puedas sentir placer en el otro”.
¿Cómo terminó la escena del pescado en el mercado de Tokio? El y los pescadores se sentaron sobre el piso, usaron ese atún inmenso (“ese atún en particular –me aseguraron– era un par entre pares”) como mesa. Se abocaron al o’toro, “a sabiendas de que nunca probaría un atún tan rico ni fresco”.
“¿Qué es el amor? El amor es comer setecientos gramos de pescado crudo a las cuatro y media de la mañana.”

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.