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Placer|Lunes, 22 de septiembre de 2003
COSTUMBRES

Para la foto

Más allá de quienes se dedican a ella por profesión o amor al arte, la fotografía forma parte de la vida cotidiana desde hace mucho tiempo. Desde la multa fotográfica a la foto carnet, pasando por la foto de cumpleaños, las imágenes fijas nos acompañan.

Por Soledad Vallejos
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¿Qué es ese impulso (incontenible, en el fondo rutinario, siempre nuevo, un impulso) que puede terminar arrojándonos al abismo de las imágenes estáticas? Si asomarse a una foto es recuperar el aliento de un gesto que puede no haber durado más de un segundo y, sin embargo, se ha hecho eterno en la placidez de su quietud, curiosear en escenas inmóviles también puede ser bastante más que simplemente desglosar los colores del fondo, las luces que se escapan por una esquina, los reflejos en los ojos, los detalles que a simple vista jamás veríamos por la pereza con que se desliza la mirada acostumbrada. Puede haber tantas maneras de disfrutar, reinventar, descubrir, exhibir, revelar lo que hay en una fotografía como deseos de encontrar algo. Se ven, se miran fotos para cobrar multas a los automovilistas; para sentir ese gustito casi arqueológico de asombrarse con las transformaciones urbanas; para lograr que las reuniones familiares se vuelvan más y más densas cuando se quiere ilustrar a algún integrante reciente sobre cómo se veían todos los que conoce cuando iban al jardín y no eran responsables de la ropa que llevaban; para volver a tener una edad irrecuperable; para organizar competencias de horrores en tamaño foto carnet. Pero mientras ella, esa imagen, sigue siendo la misma, la materialidad de luces y sombras que alguna vez, en algún momento, existió en la mirada de quien ha sabido capturarla (el instante atesorado por siempre, que tanto embelesaba a Barthes), el que la contempla, en el acto mismo del contacto, empieza a transformarse, y lo hace con la paciencia sabia y contundente de lo irremediable: ese cambio, sea cual sea, no es tan visible, pero ahí está.
Durante años, desarrollar cierta manía por las fotos le permitió a Niní Marshall, esa mujer sabia en su delirio creativo, mantener una vida paralela: de entrecasa (cuando no era la madre que sometía al oído del público más crítico, su hija Angelita, el material que había escrito y reescrito con un perfeccionismo notable), se ponía en la piel de doña Jovita (la vieja solterona del patriciado argentino que hablaba de la visita de la infanta española en los festejos del Centenario como si acabara de llegar de verla por Avenida de Mayo) para ir labrando un álbum de recuerdos que aún hoy se conserva. Niní andaba siempre a la pesca de alguna de esas postales de estudio en que los y las protagonistas soportaban más peso en ropa y sombreros de los que un cuerpo humano puede concebir. Se encargaba de conseguir algunas, de recolectar las que habían caído en manos de amigos. Las pegaba sobre hojas amarillentas, las acompañaba con flores secas, tarjetitas de visita, dedicatorias improbables de próceres más viejos que Matusalem, versitos ídem de Florentino Ameghino y bigotes dibujados de prepo en rostros dignos de chicas Botticelli. El Museo de la Ciudad, desde hace algunos años a esta parte, ha sabido desarrollar un arte cuidadoso y delirante de la contemplación fotográfica. Trabajos de estudio con familias completas disfrazadas en los roles del momento para que el fogonazo del flash los encontrara a todos y a todas son, como en el caso de Niní pero con el margen de respeto histórico que exigen las circunstancias, el fermento perfecto para epígrafes que rescatan, en la chanza, la dimensión que rodeó a ese ritual tan solemne: la cotidianidad. Abrir una caja olvidada en un rincón puede ser el detonante perfecto del éxtasis antropológico si de golpe y porrazo empiezan a desparramarse rostros conocidos de cuando eran, en realidad, desconocidos: los padres de uno en su juventud (ni hablar de la sensación de triunfo si el trofeo se remonta a épocas aún anteriores), las vacaciones en blanco y negro de vaya una a saber quién en dónde y cuándo, amistades que se han ido perdiendo con el correr del tiempo y otras de las que nadie se acuerda, fiestas rituales horrendas con modas no menos ídem, caritas anacrónicas intentando sonreír debajo de sombrerotes media sombra, sombras grises que la torpeza de un pincel novato dejó en colores sin tener en cuenta los contornos. Como las hermanas de Marge en “Los Simpsons”, todavía hay familias (enteras) que se empeñan en disfrutar los hallazgos, digamos, de años no tan lejanos, a la manera moderna en los ‘70: desplegando una pantalla en medio del living, o aprovechando una pared recién pintada, ubicando el proyector, luchando con el cambiador que se niega a cambiar el slide. Las hay, las hay, y, la verdad, eso también es encantador, casi tanto como saber que hay gente capaz de exhibir en plena biblioteca retratos de hace más de 70 años sin tener idea de quién son los retratados. Porque sobre manías, convengamos, no hay nada escrito.
¿Qué será lo que hay en esas fotos que hipnotiza? Tiene que haber algo más que las ganas de comprobar cuán diferentes pueden ser las cosas con el tiempo, más que recordar algo, más, inclusive, que informarse sobre determinada cuestión. Será, quién sabe, el vértigo de asomarse a los otros con la incertidumbre del que podría llegar a encontrarse allí, en esa foto, en el momento menos esperado, con el rostro más insospechado, hasta en otra vida. Quién sabe. Quizá no sea más que curiosidad. Y puro voyeurismo, claro.

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