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Placer|Lunes, 21 de junio de 2004
PASATIEMPOS

Enroscarse

Conversar, en realidad, es mucho más que sencillamente hablar. Puede obedecer reglas para elegir temas, seguir una etiqueta de formas y ser más o menos moderno, pero, en el fondo, lo que importa es llevar adelante cualquier charla como quien ejerce un arte.

Por Soledad Vallejos
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Hay que empezar por reconocer que no cualquiera se da maña para hacer malabares con palabras, tiempos y gestos con la suficiente maestría como para no terminar enredándose. O, por lo menos, para decir lo que hay que decir (y como hay que decirlo) en el tiempo de que se dispone, sin repetir, sin soplar y sin olvidarse de nada. O mejor: condimentando todo de manera tal que ese sabor especiado y único termine por parecer de lo más natural. O también: narrando (y no meramente contando) lo más banal con la elegancia (de gestos, de palabras) de quien es capaz de convertirlo en una pieza maestra. El arte de las conversaciones sobre todo y sobre nada para aparentar que se dice un todo concluyente sin decir, en realidad, nada de nada es precisamente eso: un arte. Y lo mismo debe decirse de saber decir algo para dar por sentado lo contrario (no confundir con la simple ironía), o de hablar por pasar el rato pero ejerciendo toda la etiqueta necesaria. Hablando se entiende la gente, hablando se han armado revoluciones e inventado filosofías enteras, hablando, vamos, se construyó y destruyó la sociedad cortés, algo que rápidamente nos pone sobreaviso delatando el poder de las máscaras: porque si algo puede decirse de las charlas es que, ante todo, son artificios. Y qué bonitos pueden escucharse.
En las charlas, pocas cosas pueden llegar a resultar tan aburridas como la verdad lisa y llana, cronológica, lineal, prolijita y con todos los pelos en su lugar. Pero agrandar la verdad, escribió Lucio V. Mansilla alguna vez, no es estrictamente mentir. Será, en todo caso, ensalzar por aquí algún paisaje desabrido para que la escucha se vuelva radiante, condimentar por allá una frase para volverla más filosa, saturar un poquitito los colores para que no se pierdan ciertos detalles. El asunto no es menor: la moral nada tiene que ver con una charla digna de antología porque lo que realmente cuentan son las estrategias. Mansilla –maestro de maestros en alargar los caminos perdiéndose por senderos laterales que necesariamente no conducían a nada–, por caso, tampoco tenía demasiados escrúpulos para explicar esa incontinencia básicamente porque para no ceñirse a la verdad desnuda y digredir con propiedad creía preciso respetar sólo un principio: no dejar tema con cabeza. “No hay tema malo –respondió con malicia cuando José Manuel Eizaguirre sugirió una crítica a la (in)capacidad oratoria de algunos legisladores–. Lo malo suelen ser los modos de tratar los temas. Y lo peor suele ser no tener energía para contenerse, que es lo que a mí me sucede con usted, con todo el mundo.” La gracia, entonces, son los modos.
Borges y Bioy Casares deshacían los aburrimientos de la hora de la siesta en conversaciones que jamás despertaron la simpatía de Silvina Ocampo, y gracias a las que llegaron a nuestras bibliotecas los cuentos de Bustos Domecq. Colette, cuando todavía no se había convertido en la Gran Vieja Honorable de Francia pero unos años después de haber sido la provincianita escandalosa (algunas sociedades no toleran demasiado bien que una jovencita lleve al cuello un collar de perro que la identifique como propiedad de su amante, en especial si su amante es mujer) que aterrizó en París, se enredaba en conversaciones eternas con efebos que la adoraban, o bien con Jean Cocteau, pero prefería, en verdad, ser la que hablaba. Y si hablaba como escribía, pues lo bien que hacía.
Quiere la fantasía popular que las chicas hablen más (tiempo), peor (de los y especialmente las demás) y más tendido que los chicos. Se han escrito, al respecto, demasiadas páginas soberanamente aburridas como para ponernos aquí a desmitificarlas, y tampoco alcanza el espacio para hacer un inventario de todos los temas que pueden caber en cualquier charla y que los publicistas de jabón en polvo y detergente ignoran (la lista es sencilla: cualquier cosa que se imaginen, excepto las técnicas para sacar manchas de tuco). Si lo que importa realmente del arte de conversar son los modos, pues precisamente eso es lo que viene precediendo ese imaginario de mujercitas que charlan como cotorras: chicas que –hace mucho tiempo– notaron que los señores esperaban ciertas cosas de ellas y elaboraron, estrategas brillantes como eran, algunas técnicas de lo más sencillas para ir obteniendo poder sin que lo pareciera. Bajo el humilde seudónimo de “Una Dama” –se sabe que las damas de verdad hablarán todo lo que quieran, pero no escriben–, Doris Langley Moore levantaba las banderas de la simulación verbal para reírse de la pacata tilinguería de los años 20 y revelar, de paso, algunos trucos que no por obvios persistían en su efectividad (que ellas pudieran desmontar la fantasía no significaba que ellos también lo hicieran). Era crucial para ejercer de muchacha seductora, explicaba, “evitar el abandono verbal; la conversación femenina debería estar absolutamente libre de cualquier elemento chocante. (...) Evita siempre las palabras y frases que en sí mismas evoquen imágenes desagradables y no participes en largas discusiones sobre temas morbosos o sórdidos”. Doris, además, recomendaba pertrecharse de “coraje moral” para poner en vereda al galán que pretendiera cortejar a su festejada contándoles chistes verdes, aunque es de sospechar que no se tratara tanto de evitar sonrojos como de hacer notar que la guarangada poco sutil es un recurso de quien se ha quedado sin charla.
En cualquier caso, bien vale recurrir (otra vez) a Mansilla, que precavidamente nos dejó una suerte de tabla de equivalencias para modular charlas de acuerdo con los objetivos de la ocasión. “Mi secretario –explicó–, que es como si dijéramos yo mismo, tiene un oído muy sutil y explica la velocidad del sonido del modo siguiente: El ruido es una palabra insignificante que llega al oído a razón de 340 metros por segundo. La lisonja corre con una velocidad de 1500 metros. La adulación, más rápida aún, recorre 1800 metros. La verdad apenas recorre 2 metros por segundo. La calumnia es como la electricidad, instantánea.” Ya saben.

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