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Placer|Lunes, 3 de junio de 2002
HABITOS

Escapar

“Coraje, huyamos”, sintetizaba el título de una película. “Soldado que huye sirve para otra batalla”, dice un refrán. No siempre escapar es bueno, pero no todas las veces es malo. Como reza también una voz popular, el miedo no es zonzo.

Por María Moreno
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“Soldado que huye sirve para otra batalla.” Conocí demasiado tarde esa frase reivindicativa de aquello que ninguna ortodoxia considera una virtud: la cobardía. Estúpido consenso ya que, al menos en las guerras del siglo XIX y XX, en que no se dominaba el arte de la muerte a distancia, era precisamente el número de cobardes en un bando determinado el que garantizaba el triunfo. El general Mansilla lo explica mejor: el triunfo en una batalla se sustenta en gran medida en la cantidad de guerreros que conocen el arte de no poner el cuerpo ya sea disparándose a sí mismos en una parte no vital, como disparando –corriendo– con tal de que no les disparen, agachándose hasta quedar como impresos en las paredes de la trinchera o fingiéndose cadáver metiéndose debajo de uno verdadero. Es apresurado asociar la huida a la cobardía.
El desertor es aquel que pasa de correr riesgos a causa de las acciones de los contrarios a correr riesgos a causa de las acciones de los del mismo bando. Eso lo saben bien los hippies que fueron objetores de conciencia ante la guerra de Vietnam, los héroes de la gauchesca criolla y Lyton Strachey, gay victoriano que, juzgado por desertor, contestó a la pregunta “¿Qué haría si un nazi tratara de violar a su hermana?” con un firme: “Trataría de interponerme”. Toda gente que huye con los pies, a caballo, con proclamas o con patchuli. El huyente no es cobarde, al contrario, ya que la huida suele enfrentarlo a más peligros que la batalla. Ya sé que es extraño que escriba como una ex recluta pero es que para mí el otro es de antemano un enemigo. Se me dirá que soy fóbica. Eso es y no es cierto. La mayoría de los fóbicos quiere vencer a su fobia, yo quiero vencer al otro reivindicando la gloria de no llegar siquiera a conocerlo: es decir, rajándole. Ya en la temprana infancia tuve problemas: me negué a conocer a mi madre. Cada vez que ella me alzaba yo tenía convulsiones. Con el tiempo aprendí el truco de esconder la cabeza en su pecho, no para mamar sino para no verle la cara. De mi padre me daban miedo los dientes, los bigotes y los anteojos y pronto desplacé ese miedo a cualquier persona que tuviera en el rostro cualquiera de esos elementos. Se cuenta que aprendí a caminar no para alcanzar a la gente que –todo el mundo daba por sentado– yo amaba ni para tomar con mis manos objetos que –todo el mundo daba por sentado– yo deseaba sino para inaugurar el camino de la huida. En culotes y musculosa me levanté del cochecito y ya fuera porque la velocidad regulaba mi equilibrio, por pánico o locura precoz, lo cierto es que atravesé con mis botitas de badana blanca primero el patio, luego la zona de los corrales, más tarde la tranquera y por último el camino polvoriento de una estancia en Santiago del Estero. Un alambrado me sentó de culo. Primera lección: las huidas pueden ser impedidas.
Durante mi primer día de colegio no comprendí por qué los otros niños lloraban gritando mamá. A la salida la maestra ordenó que nos pusiéramos en fila de acuerdo con la dirección de nuestras casas. Aún recuerdo la frase que creí salvadora: “De este lado los que van para Córdoba y de éste los que van para Paraguay”. Me puse en la fila de los que iban para laavenida Córdoba pensando que era libre: jamás volvería a ver a mis padres. Fue la primera vez que vislumbré el placer de la huida: taquicardia, alegría soberana, idea de horizontes infinitos. Mi madre estaba en la puerta. Al verla, mientras los otros niños corrían a abrazar a sus madres con una mezcla de alegría y alivio, yo me puse a llorar. Desde entonces gocé de la satisfacción de meterme bajo frazadas, salir por puertas traseras, agachándome entre filas de autos o embarcándome, como los exiliados unitarios, en dirección a Montevideo. Es cierto que asistí a mi propia boda y al parto de mi hijo pero en ambos casos estaba muy dopada.
Si el otro me inspira miedo de a uno, ni hablar del miedo que me inspira en conjunto bajo la forma de mesa redonda, conferencia, seminarios, fiesta de copete, pericón, asamblea, teatro de participación o camping.
El placer radica primero en que me parece que puedo (asistir), luego en que no pude. El displacer se sitúa exactamente entre los dos polos: cuando creo que voy a poder. Desasosiego, vómitos, caminatas peripatéticas, llanto verborrágico en el oído de la persona destinada a inventar una excusa: “Está descompuesta, muy, muy descompuesta”, “tiene un pariente muy grave”, “tuvo un accidente”. Una vez un amigo me esperaba en Barcelona porque yo debía leer una ponencia en un congreso que él organizaba. Llegué a convencer a otro amigo de que lo llamara para decirle que yo había muerto.
Es tan cierto que la huida consiste a veces en callarse como que en cada huida hay beneficios accesorios. Una vez aprendí mucho de una abogada que daba instrucciones a un grupo de trabajadoras del sexo sobre cómo evitar ser detenidas en la calle sólo porque no me atreví a decirle que yo no pertenecía al gremio. Otra vez obtuve un reportaje inconseguible porque me desmayé antes de hacer la primera pregunta. Es cierto que he llegado a tener distintos tipos de relaciones con muchas personas pero era porque estaba huyendo de otras.
En una situación íntima un hombre me preguntó “¿te fuiste?” y yo contesté “ojalá” y eso que –no es que esté mandándome la parte– ya había alcanzado el orgasmo (aunque desgraciadamente no la puerta).
¿Cómo que huir no es un placer? ¿Y que lo que describo más bien tiene que ver con el sufrimiento? Contemplen mi expresión cuando la hora de la conferencia ha pasado, cuando la excusa ha sido dada (por otro), cuando abro un vino y me tomo un barbitúrico mientras siento en el pecho el retiro lento y acariciador de la congoja, los ojos ya secos. Con el tiempo el cuerpo me empezó a ayudar para no tener necesidad de dar excusas: se desmaya estrepitosamente, entra en coma, irrumpe en inexplicables hemorragias. Pero como el cuerpo es zonzo se equivoca y actúa cuando no tengo ninguna necesidad de huir. Ahora me desmayo sola y sin ningún episodio temible a la vista, doy vuelta los ojos y me muerdo la lengua ante testigos sin que esa preciosa escena me sirva para nada porque precisamente ese día no tengo que dar una clase ni defender una postura en un debate. En esas ocasiones me miro en el espejo y yo misma me pregunto “¿en serio?”. Me imagino muriéndome mientras se espera mi presencia en un programa de televisión. El periodista imposta la voz y anuncia mi fallecimiento. Como siempre no habré ido pero, al menos, habré alcanzado la sinceridad. ¡Ah, qué placer!

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