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Psicología|Jueves, 25 de septiembre de 2008
Acerca de “el yo y la ilusión psicológica”

El sujeto descentrado

“No somos dueños de nuestras motivaciones y obramos en función de designios ignorados”, advierte el autor, y sostiene que “éste es uno de los puntos más resistidos del psicoanálisis, por cuanto se inscribe contra toda evidencia inmediata y pone en cuestión las motivaciones yoicoconciencialistas de raíz ilusoria”.

Por Roberto Harari *
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Una noción que ya forma parte de un conocimiento relativamente extendido trata de lo denominado por Freud como las tres injurias narcísicas, las tres “ofensas” infligidas al orgullo y a la vanidad de los hombres. Las mismas son ubicadas, a su criterio, en una serie, en la cual el psicoanálisis ocupa el tercer lugar cronológico. Este es uno de los argumentos más sólidos para sostener que la temática del sujeto descentrado es no sólo lacaniana, sino freudiana en su origen y desde su origen.

Pues bien, la primera injuria alude a un descubrimiento: nuestro planeta no es el centro del sistema solar. En efecto, cuando la concepción geocéntrica fue desplazada por la heliocéntrica –por vía del astrónomo polaco Nicolás Copérnico–, la Tierra pasó a ser tan sólo un planeta más entre tantos otros. Ya tenemos aquí una figura decisiva del descentramiento, debida al mero orbitar de nuestro cuerpo sólido celeste alrededor del Sol.

Una segunda herida, aún generadora de muchas discusiones y polémicas –en particular, respecto de ciertos arraigados dogmas religiosos– se desprende del aporte de Charles Darwin. Así, en función de las demostraciones del célebre naturalista inglés, no habría una discontinuidad absoluta entre el reino animal y el –vamos a llamarlo así, transitoriamente– humano. ¿Por qué “vamos a llamarlo así”? Porque Lacan, en muchos tramos de su enseñanza, ironiza con congruencia sobre lo “humano” vinculándolo con la etimología de humus, esto es, con un producto resultante de la desintegración de la materia orgánica, apto para la fertilización de los suelos. Por otro lado subraya, junto con otros pensadores –por ejemplo, Michel Foucault–, lo siguiente: el concepto de hombre es un invento relativamente reciente, por cuanto no cuenta con más de doscientos, doscientos cincuenta años. Hasta Darwin, entonces, se postulaba la existencia de una discontinuidad rígida y estricta entre lo situado en términos del reino animal, por un lado, y de la especie humana, por el otro. Entonces, merced al autor de El origen de las especies pudo sostenerse con fundamento nuestro parentesco con los antropoides. Por lo tanto, no somos seres especiales ni tampoco constituimos un reino aparte; se plantea, pues, la vigencia de un lazo indiscutible entre la conformación biológica del homo sapiens y la del mencionado reino animal. Segunda injuria narcísica, por ende.

Mentamos ya la herida planetaria, luego la zoológica y, en tercer lugar, incluimos la generada por el psicoanálisis, por cuanto nuestra disciplina conmociona el centramiento en el yo. Para ser más precisos: aludimos al yo, con su consiguiente ilusión psicológica. Su formulación implica, en definitiva y dicho de manera muy amplia, lo siguiente: no somos dueños de nuestras motivaciones, y obramos en función de designios ignorados. Además, al confrontarnos con los efectos de nuestros procederes, por lo general erramos el tiro en cuanto a la captación de sus fuerzas impelentes, a las que situamos en términos de una tibia indulgencia y de una sospechosa autotolerancia –rayana con la más prístina impunidad– hacia nosotros mismos.

Sin lugar a dudas, éste es uno de los puntos más resistidos y combatidos entre los vehiculizados por el psicoanálisis, por cuanto se inscribe contra toda evidencia inmediata, poniendo en cuestión las motivaciones yoicoconciencialistas de raíz ilusoria. Permítasenos al respecto realizar una breve digresión, para encarar esta cuestión de manera sesgada: puede afirmarse, como surge de la específica producción, del número y nivel de practicantes, de las respectivas instituciones, de las estadísticas en juego, de los reportajes críticos e inclusive de distintos “libros negros” circulantes, que la Argentina es, junto con Francia, uno de los países donde el predicamento, la inserción de nuestra disciplina y la mencionada producción de calidad alcanzan los máximos niveles mundiales. Los debates y pronósticos tendientes a vaticinar su decadencia, cuando no su muerte, en función de la presunta desconfianza que inspira y del descrédito interesadamente atribuido, aparecen y desaparecen de manera invariable, según es de constar, en los tantísimos años de dedicación al psicoanálisis por parte del autor de estas líneas. Ahora bien, lo referido hace en realidad no al psicoanálisis como tal, sino a las resistencias suscitadas por éste debido a la injuria narcísica implicada en, y por, sus fundamentos basales.

Proponemos entonces, como una suerte de aforismo respecto del psicoanálisis, el siguiente: su única chance de existir implica la presencia, al mismo tiempo, de esta lucha contra quienes intentan desvirtuarlo y darlo por terminado, “mostrando” que sus días están contados. Hoy día, uno de los rostros de dicha resistencia pretende tomarlo como una práctica nacida en la Viena de fines del siglo XIX; por consiguiente, propia de una época ya superada –el seductor argumento temporal insiste–, muy distante de las exigencias de la vida contemporánea, de sus problemáticas dominantes, de sus urgencias, y así siguiendo. Nuestro aporte al respecto, si bien parcial, insuficiente, pero en coincidencia plena con valiosos historiadores del psicoanálisis preocupados por la temática, consiste en señalar un origen diferencial como motor de dicha repulsa. No se trata en ésta, como a veces se sostiene con extendida ingenuidad, del énfasis puesto por Freud en la sexualidad, en un contexto de neto perfil victoriano donde la misma era censurada de modo terminante. Desde ya, algo es cierto al respecto: el abordaje freudiano enseña cómo la actividad sexual no es algo propio y exclusivo de la adultez ni de la adolescencia, porque da cuenta de la existencia de la sexualidad infantil. Sin duda semejante afirmación, en ese momento –¿tan sólo?– resultaba escandalosa, pues venía a demonizar a los niños cándidos, encarnación de la pureza, del candor y de la inocencia. Además, según la conceptualización freudiana, la noción de sexualidad no puede ser limitada al coito heterosexual, ni el fin exclusivo de ella radica en la procreación. Por cierto, se creyó que estas postulaciones abrirían el camino a un supuesto libertinaje perverso, al legitimar la valía de cualquier tipo de prácticas sexuales, por cuanto parecería situar a todas ellas en un pie de igualdad entre sí. Además, se adjudica a Freud la afirmación conforme con la cual el sexo determinaría todo el acontecer general de los humanos. Entonces, según el ¿juicio? de sus detractores, para el psicoanálisis todo sería sexual. En realidad, la afirmación de Freud implica, en primer término, todo lo contrario de cualquier pansexualismo, de una causalidad sexual única, porque su consideración del conflicto, en tanto dinámica psíquica insoslayable, indica de por sí la existencia de fuerzas encontradas, contrapuestas. Así, al postularse lo sexual –no reductible a lo genital, lo cual es valedero para cualquier sapiens– se requiere dar cuenta, a la par, de aquello no sexual que, de manera conflictiva, se le opone de modo inexorable.

Insistamos: la recusación suscitada desde siempre por el psicoanálisis no se funda en la noción de sexualidad, sino en la tercera injuria narcísica transportada por la noción de inconsciente, absolutamente singular y específica, y propia del desarrollo freudiano. Es ella la generadora de ese repudio, con dosis de virulencia más o menos crecientes o decrecientes según las épocas, mas siempre vigente. De reportarnos a nuestra actualidad, podemos ubicarlo en función de las llamadas nuevas terapias modernas, o alternativas, o de las neurociencias, o de la psicofarmacología, o de las terapias cognitivoconductistas o comportamentalistas, las que pretenden dejar de lado el psicoanálisis y, con él, lo inconsciente y el campo del sujeto. Con un pequeño problema en su accionar: estas “terapéuticas” fracasan en sus intentos de yugulación consolidada de los síntomas, más allá de sus pretendidos efectos inmediatos, los cuales no logran perdurabilidad alguna.

Ahora bien: muchos autores se han planteado la pregunta acerca de cuál es la novedad aportada por esta noción de inconsciente. ¿Por qué se autorizan a plantear esta cuestión, desde dónde la formulan? Bien, es fácil comprobar que “inconsciente” circula como vocablo desde hace siglos. ¿Acaso no hay filósofos, autores muy importantes, pensadores, incluso biólogos, por no aludir a físicos, teólogos, narradores y poetas, que la han articulado antes, y más de una vez?

A nuestro entender, se juega en esa presunción otra delimitación epistemológica crucial: la de la diferencia entre palabra y concepto. En efecto, valerse de un término localizable en distintos discursos, disciplinas, contextos y prácticas no implica que en todos ellos y en todas las ocasiones quiera o pueda o deba denotar lo mismo. Por ejemplo, en la filosofía romántica alemana encontramos construcciones donde se desgranan elaboraciones referidas a una filosofía de lo inconsciente. Lo propio sucede con filósofos como Nietzsche o Schopenhauer. En ese sentido, el propio Freud reconoció cuánto temía leer a aquél con minuciosidad porque podía llegar a mimetizarse con sus planteos, pues éstos parecían ser semejantes a los suyos. Habiendo de todos modos transitado sus páginas, las derivaciones freudianas, como podremos apreciar, lo condujeron por caminos muy diversos a los recorridos por el autor de Así hablaba Zaratustra.

El Otro en mí

Hay una necesidad conceptual y clínica de diferenciar identidad de identificación. Y ello tomando en cuenta, ahora, lo específico de la cura psicoanalítica caracterizable en términos de desidentificación. Lacan puntualiza en uno de sus seminarios finales qué entiende el psicoanálisis por identificación: el modo según el cual algo en principio externo se torna interno. Dicho en esos términos, parece un planteo simple; de hecho, señala la presencia del Otro en mí, por vía de esa dinámica psíquica donde viene a delatarse su incidencia –la del Otro– en mi constitución. Ahora bien, este mecanismo constitutivo debe ser distinguido con nitidez de la imitación voluntaria, de la mímesis deliberada, de un “Voy a ser como...”, por cuanto la identificación se produce según una modalidad definidamente inesperada e inevitable; inconsciente, es claro. En efecto, alguien puede creer que elige con la mayor libertad una gran cantidad de opciones en su vida, cuando en verdad lo hace llevado por identificaciones automatizadas e incuestionables. Y éstas tan sólo comienzan a generar interrogantes movilizadores, sea en el curso del análisis, sea cuando el sujeto, por motivos varios, entra en crisis respecto de ellas. El análisis puede entonces ayudarlo a tomar un camino capaz de apartarlo de una identificación sintónica (con un valor de mandato hasta entonces acrítico).

Por supuesto, hay identificaciones, por así llamarlas, muelles. Aludimos con ello a quienes obran al modo de un autómata, siendo así “felices”. Cuando esto ocurre, nada podemos ni debemos decir; se trata, en efecto, de un suceder que no pone en cuestión al sujeto. Por ejemplo, de cierto hablante se dice: “¡Pero si es casi un clon del padre!”. Claro, si se cometiese la torpeza de formularle este comentario al interesado, preguntándole además si se anoticia de ello, lo más probable es que no tenga la menor percatación. Por otra parte, es claro, puede resultarle ofensivo el comentario. Ese parecido puede incluir incontables trazos: por ejemplo, el tono de voz o la manera de caminar, tanto como elecciones vocacionales o los más diversos gustos u “opciones”, donde algunos biologistas temerarios creen poder señalar la presencia determinante de los genes. Sin embargo, para el psicoanálisis todo ello no es sino el fruto de identificaciones tempranas. ¿Cuál sería el inconveniente del acaecer de este fenómeno? Bien, el precio radica en la fuerte limitación generada por los tan restringidos márgenes de libertad resultantes. Márgenes cuyo alcance es mitigado por el sostén del amor eterno al padre. Ahora bien, dicho amor estagnado e incólume pareciese, por cierto, brindar estímulo y consuelo, erigiéndose en un –gravoso, sí– freno al desamparo.

En su texto Psicología de las masas y análisis del yo Freud estudia el acaecimiento de determinados fenómenos psíquicos en el seno de aquéllas. Pormenoriza, entonces, que las masas se caracterizan por la homogeneidad entre sus componentes, quienes se reportan, uno a uno, al líder. Y éste, como único elemento ubicado por fuera del conjunto, otorga coherencia al mismo, aglutinando a sus integrantes al tomar posición en el lugar del ideal. Con esa notable puntuación, Freud anticipó la psicología de masas del fascismo, cuya indagatoria fue luego continuada por Wilhelm Reich. Investiga, entonces, qué dinámica sucede entre la masa y el líder, de qué modo aquélla lo incorpora, y distingue, a partir de ello, la vigencia de tres tipos de identificaciones.

La llamada primera identificación se postula como previa a toda relación con el objeto; remite a una suerte de “incorporación” directa del padre. Se trata de un planteo que contraría desde el vamos la formulación, brevemente evocada, según la cual la identificación supone o implica tornar interno algo previamente posicionado en lo externo. O sea: corresponde situar esta primera identificación como anterior a todo contacto empírico y “afectivo”. Esa identificación inicial le abre paso a la segunda, designada como identificación con el trazo. Más específicamente: con el trazo único. Dicho trazo puede representar a la persona entera con quien se identifica el sujeto, al modo trópico de la sinécdoque. Para retomar el ejemplo recién incluido, podría tratarse del tono de voz o del ritmo al hablar –lento o precipitado–, del modo de juguetear compulsivamente con el cabello –al punto de considerarlo un acto sintomático de características incoercibles–, de una tos compulsiva surgida al finalizar cada emisión vocálica, o –para retomar el ejemplo de Lacan– puede llegar a implicar el bigotito de Hitler. En suma, un solo trazo representa en sí la asimilación global, la cual deja de ser entonces absoluta y masiva. Lacan rebautiza ese trazo único freudiano nominándolo trazo unario. Lo hace en consonancia con su planteo conducente a diferenciar lo unario de lo binario. Como puede colegirse con fundamentos ciertos, se trata de un capítulo muy vasto en el terreno de lo identificatorio; para nuestro propósito, podemos retener que es el modo según el cual cada quien introyecta trazos relacionales, modalidades vitales o creencias, a más de rasgos o de particularidades faciales y posturales.

En tercer lugar, Freud considera la conocida como identificación por contagio o por infección, llamada también histérica o del pensionado, en función del ejemplo aportado al respecto. Se refiere en él a una muchacha que recibe en un pensionado una carta de su novio secreto y manifiesta su mal de amores, por decirlo así, mediante un ataque histérico; acto seguido, ocurre otro tanto con amigas que han presenciado la situación, conociendo los antecedentes de ésta. Freud consigna lo siguiente: se trata de la acción impelente del deseo de encontrarse en el lugar de quien recibiese el correo. En efecto, si bien las noticias de la misiva no pareciesen ser muy auspiciosas, la pensionada del ataque inicial cuenta con un enamorado capaz de remitirle un mensaje de tono amoroso, aunque, como decíamos, haya suscitado sus celos. A más de ello satisface también, mediante el padecimiento implicado por el ataque, la necesidad de castigo ante la relación “inconveniente” –tiene “mal de amores”–, lo cual consolida otro punto identificatorio entre la muchacha de la carta y sus compañeras “infectadas”. En este caso no se prioriza un trazo necesariamente positivo, valorizado o fecundo, lo cual enseña que la identificación puede producirse incluso sobre la base de aquello negativo o temido del objeto en cuestión. Sería algo así como si la identificación diera pábulo, de manera conjunta, a la siguiente constelación: “Ahí tienes tanto lo que querías, como lo que te tienes merecido por alentar semejante pretensión”.

Como hemos ya desgranado, con Lacan cabe aseverar, por su parte, que las identificaciones son constitutivas tanto del sujeto como del yo: simbólicas las del primero, imaginarias las del segundo. El psicoanálisis, es claro, apunta a cuestionarlas en la cura con vistas a generar cierto distanciamiento a su respecto y, por esa vía, reducir o anular el servilismo voluntario y automático así implicado. Esto mismo había sido señalado, en el plano de las multitudes y de las sociedades, por el difundido principio de Le Bon. Es en ese plano donde Freud sitúa la cuestión de las masas artificiales, donde operarían, según su planteo, la nostalgia de la autoridad paterna, la añoranza por el “mandamás”, lo cual, a su vez, reenvía al intento de desresponsabilizarse, tanto en la escena pública como en la clínica. Sí, por cuanto existen formaciones de masa de dos –tal cual puede suceder en una cura analítica mal conducida–, no requiriéndose ninguna muchedumbre para la generación de dicho efecto “antiherético”.

* Fragmentos de El sujeto descentrado. Una presentación del psicoanálisis, que distribuye en estos días editorial Lumen.

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