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Psicología|Jueves, 30 de octubre de 2008
Aciertos y dificultades para el trabajo en común

Grupos desagrupados

La autora sostiene que “los sucesos inaugurados en diciembre de 2001 dieron vuelta el modelo vertical en grupos e instituciones”, donde “el modelo dominador-dominado fue puesto en cuestión”. Pero el riesgo se presenta cuando “el ídolo no es el jefe ni los otros, sino el propio yo”.

Por Liliana Amaya *
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¿Cuál es el rasgo particular inherente a nuestra cultura que hace complicado el trabajo en equipo? ¿Es el individualismo arraigado en el núcleo de nuestra identidad? Sin descartar esa posibilidad, pensar en factores múltiples interconectados nos permite acercarnos a una explicación razonable.

El trabajo y la vida en grupo requieren de la confianza entre sus miembros. Es a partir de esta base como se puede acceder a otro nivel, necesario para el trabajo en común: el descentramiento de sí mismo. El proceso de descentramiento de sí mismo compromete la fianza hacia los demás. Abandonar el egocentrismo en un grupo requiere seguridad en sí mismo, una experiencia práctica en actividades en grupo y confianza hacia los otros participantes. Las rupturas asentadas en la desconfianza interrumpen la necesaria continuidad para el conocimiento mutuo, la reciprocidad y la modificación de los errores pasados. Digamos que lo que se necesita es tiempo para la interiorización de los otros y placer por el mismo proceso del hacer en común.

La experiencia en nuestra sociedad indica que los períodos de confianza entre los participantes no tienen la continuidad básica como para que las actividades en grupo se sostengan sin quiebres. Las discontinuidades alteran la vida de los grupos en secuencias cuyos tramos dividen ideas, pensamientos, modos de hacer, opiniones; en fin, personalidades.

Los sucesos inaugurados en diciembre de 2001 en Buenos Aires dieron vuelta parte del modelo vertical en relación a las relaciones interpersonales. Este cambio se reflejó en los grupos y las instituciones. Las formas democráticas se impusieron como la moda y el poder se trasladó a los participantes, desconfiados de las relaciones asimétricas. Todo integrante desarrolló el derecho de plantear lo que se le ocurre en el momento en que lo siente oportuno. El modelo dominador-dominado quedó cuestionado.

La ola expansiva que produjo el movimiento contra el sometimiento a los viejos jefes dio el toque de gracia a instituciones que venían en franca bancarrota. Algunos sindicatos, partidos políticos y empresas se vieron obligados a adoptar modelos democráticos de funcionamiento. Estos modelos democráticos no se fijaron ni son permanentes, pero se imponen en momentos críticos.

Diez años después de la ruptura del modelo vertical, los integrantes de los grupos se encuentran en una mutación en la dinámica grupal: de grupos apoyados en una sólida conducción a grupos que eligen como forma de funcionamiento el vínculo horizontal entre los participantes.

De ahí que, en los últimos años, se expandiera la idea de que, si estaba aniquilada la expectativa en los antiguos caciques, las personas pudieran valorar su trabajo en común, confiar unos en los otros y poder valorar sus propios recursos en acción.

A medida que los equipos de trabajo pudieron despegarse del modelo autoritario y ponerse a trabajar en cadena horizontal, las cosas fueron cambiando. El transcurso mostró que se puede trabajar sin mandos visibles, impulsados por las distintas iniciativas de sus miembros y con una ligazón importante durante el tiempo que dura el lanzamiento del proyecto inicial. El grupo autogestivo dio lugar a la iniciativa individual y un lugar para cada uno. Una vez rota la cadena de mandos, los integrantes de los equipos se sintieron más felices, pero la dificultad apareció en el cumplimiento de la planificación previa.

Se sabe que iniciar algo no es lo mismo que mantenerlo. Algo parecido sucede con las relaciones matrimoniales: casarse no es lo mismo que sostener la relación. Nuestros grupos mostraron iniciativa, creatividad y una importante energía. El entusiasmo permitió la planificación de proyectos, discusión de ideas y puesta en acción de los primeros pasos. Pero, si observamos bien, veremos que esa fuerza se concentró en el principio. Cuando el grupo debe adaptarse a situaciones nuevas, con temas como inclusiones, incorporaciones, crecimiento y expansión, aparecen los problemas. Vuelve a surgir esa desconfianza basal, generando expulsiones, autoexpulsiones, fracturas, alianzas diádicas, coaliciones y un estallido final.

Al no poder resolverse la situación vivida como dilemática, el movimiento suele ser romper el primer grupo y formar otro, donde el entusiasmo inicial, “por haberse sacado de encima los problemas que producían los otros”, provee oxígeno para seguir. El abastecimiento de energía para funcionar en el nuevo grupo surge del recuerdo permanente del odio hacia el grupo pasado.

Los grupos asentados en la hostilidad pasada no se sustentan en la experiencia, sino en emociones primitivas. El alimento con que creen que vivirán será el veneno con que mueren. Cuando lo que une a las personas es el espanto, los resultados suelen repetir la tragedia.

Entonces suceden algunas de estas cosas: a) el grupo estalla y se rompe, empezando un nuevo vínculo con cimiento democrático; b) el grupo estalla y se rompe, pero repitiendo la vieja forma autoritaria, mala pero conocida; c) el grupo no se rompe, pero se abandonan las formas democráticas para volverse a imponer, paulatinamente, las viejas formas de conducción.

Los vínculos democráticos que se forjaron en los últimos años tienen un destino aún poco claro. La batalla contra el autoritarismo, contra los Estados burocráticos dentro del grupo y el quietismo paralizante no puede transformarse en algo tangible si el tiempo de las nuevas formas de relación se pierde. El mito del recomienzo hace creer a quienes lo practican que “ahora todo va a ser mejor”. La esperanza en un nuevo origen hace perder las enseñanzas adquiridas y muestra que nuestros grupos padecen fallas cuando de aprender de la experiencia se trata. Sin elaboración, ni evaluación, no hay aprendizaje.

“El grupo soy yo”

El poder arrancado a los jefes en los últimos años se trasladó a los participantes, dando paso al poder de múltiples jefes individuales en un intenso movimiento horizontal. En nuestra experiencia del trabajo en grupos, el valor de los hombres ha estado de continuo por encima del valor de la tarea, y la liberación del peso de conducciones autoritarias no ha mejorado los resultados del trabajo en equipo.

Si algo se logró en la vida de los grupos fue darse el gusto de que cada uno haga lo que le da la gana. Este placer alucinógeno comparte más puntos en común con la anarquía que con la autogestión, ya que las dificultades por el respeto a las reglas establecidas muestran que el obstáculo para trabajar operativa y placenteramente en los grupos sigue incólume, a pesar de haber cambiado el modo de relación.

Los grupos sin jefes visibles alardean de su democracia interna, pero suelen ocultar el desorden con que trabajan y su bajo rendimiento. El “aquí no hay jefes” es una frase limitada que disimula metas inconclusas y fines olvidados en el camino.

Suele decirse que las sociedades acostumbradas a la relación dominador-dominado tienen problemas a la hora de trabajar en equipo. Para lograr ese trabajo es necesario establecer un lazo amoroso, no sólo con los participantes, sino también con la tarea.

En nuestra sociedad está instalado el miedo a dedicarse centralmente a la tarea, como si esta dedicación pudiese descuidar el control de los otros integrantes y con ello favorecer que algunos quisieran instalarse como cabezas dentro del grupo y arruinar la vida democrática conseguida. De ahí que una gran cantidad de energía se utiliza en el control vigilante de unos con otros.

La experiencia indica que las prácticas de corrupción, pactos elaborados de espaldas al grupo, alianzas secretas y pequeños golpes de Estado están al acecho en la idiosincrasia argentina. Frente a un miembro par sospechado, los integrantes de un equipo prefieren un jefe autoritario. Una vez puesto un superior en el lugar de la jerarquía, vendrá la etapa de ambivalente amor/odio sobre él, pero esta elección será sentida menos peligrosa que aquel posible amenazante.

Gran parte de la energía que las culturas eficientes encaminan hacia la meta, en nuestro caso se consume en vigilar actos, pensamientos e ideas de cada uno. Finalmente, el factor individuo pesa más que el objetivo en común.

El nivel de descentramiento alcanzado en nuestros grupos ha conducido a la gestación de múltiples centralizaciones individuales. Estas iluminan una nueva vertiente a tener en cuenta en la dinámica grupal, el amor a sí mismo. El ídolo ahora no es el jefe ni los otros, sino el propio yo.

Este afecto hacia la propia persona se expresa en los grupos en su cara normal y en su faceta patológica. En la normal, el integrante desea ser el centro de atención y espera apoyo a sus propuestas, mientras reconoce su interdependencia con los demás y puede expresar su agradecimiento por compartir experiencias. En la patológica, el miembro exige ser el centro de atención, pero no acepta la interdependencia ni puede mostrar gratitud.

Un grupo de trabajo, cuando está constituido por personalidades intolerantes a las reglas, insensibles a los acuerdos, divididos en coaliciones de unos contra otros, evitando las evaluaciones conjuntas, obtiene en su labor pobres resultados, que dejan como aprendizaje la conclusión errada de que el trabajo en grupo no sirve.

La cultura caudillesca, generadora de grupos pasivos, es antagónica con el trabajo en equipo, pero la cultura narcisista también lo es.

La confianza mutua, la buena convivencia, el trabajo placentero, la posibilidad del reemplazo sano de uno por otro y la continencia emocional que otorga un grupo son difíciles de lograr en comunidades habituadas a ser dirigidas discrecionalmente por caudillos, intolerantes al intercambio respetuoso entre sus miembros, sujetas a penosos procesos de discordia por la competencia velada.

Trabajar en grupo requiere que los integrantes, lejos del narcisismo patológico, tengan una cosmovisión positiva del trabajo compartido, valoren el fin por el cual están unidos y puedan actuar con madurez, nobleza y desarrollada empatía.

* Fragmento del libro Grupos desagrupados (Lugar Editorial).

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