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Psicología|Jueves, 4 de agosto de 2011
Legado del pintor Lucian Freud, fallecido el 20 de julio pasado

Cuerpos pintados por Freud

Los autores examinan la obra del pintor Lucian Freud –nieto del fundador del psicoanálisis–, que falleció hace pocos días. Consideran su posible vínculo con experiencias del pintor adolescente, en relación con su abuelo enfermo, y comentan la relación del artista con sus modelos vivos: “Debo tener predilección por la gente inusual o de proporciones extrañas”, escribió Lucian.

Por María Cristina Melgar, Raquel Rascovsky de Salvarezza, Eugenio López de Gomara, Estela Allam, Patricia O’Donnell, Ricardo H. Ortega y Silvia Waisgluz de Falke *
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Big Sue, por Lucian Freud.

El 25 de junio de 1938, Lucian Freud visitó a su abuelo en Londres: lo encontró rodeado de sus queridas antigüedades griegas y egipcias, corrigiendo Moisés y el monoteísmo. El 23 de septiembre del año siguiente, Sigmund Freud murió. Lucian tenía 17 años. Por una operación debida al cáncer que padecía, su abuelo “tenía una especie de agujero en la mejilla, como una manzana magullada: supongo que por eso no le hicieron ninguna máscara de muerte: quedé perturbado”, contó Lucian. Peter Conrad (“The Naked and the Living”, The Observer Review. Guardian Unlimited, 9 de junio de 2002) sugiere que “para reparar esta delicada omisión, desde entonces, Lucian ha estado haciendo máscaras de muerte”. La perturbación que le provocó el encuentro con lo real del rostro destruido por la enfermedad y la imposibilidad de reconstruirlo en una máscara para reparar la destrucción de la carne probablemente despertaron el deseo de profundizar en lo que hay de desconocido del cuerpo, de la sexualidad y de la muerte.

Lucian Freud tuvo un marcado interés por las máscaras egipcias, como lo revela el aprecio por el libro Geschicte Aegypten regalado por el que sería su mecenas, Peter Watson, en 1939. Es muy comprensible y esclarecedor relacionar la devoción por el libro y los descubrimientos estéticos estimulados por la observación de las máscaras con Moisés y el monoteísmo. Para Lucian Freud, las máscaras permiten ver aquello que no se percibe directamente, son una intensificación de la realidad y una forma estética de no acceder a sus mistificaciones. La exploración artística de las máscaras le hizo pensar que la pintura del cuerpo transmite más los misterios del cuerpo que el mismo cuerpo desnudo: “Parte del gusto de trabajar con modelos desnudos es que yo puedo ver más”.

El punto sórdido

En octubre de 1988, Lucian Freud asiste al histórico festival Edge 88 en Clerkenwell, donde encuentra al primer modelo que le servirá de estímulo disparador para sus obras de desnudos con cuerpos monumentales. Lo descubre en la Anthony D’Offay Gallery cuando “pasó caminando al lado de la cola donde yo esperaba. Observé sus piernas y sus pies; llevaba zuecos”.

El personaje que atrae la atención de Freud es Leigh Bowery, un australiano que medía un metro ochenta y ocho centímetros y pesaba más de cien kilos; realizaba escandalosas transformaciones corporales de “diva freak”, vistiendo en forma extravagante. Travestido se ganó el título de rey de la noche londinense. No era exactamente un modelo profesional, para Freud “era pura pose”. Tenía algo atractivo, raro, bizarro, no definido, que sedujo al pintor. Bowery se exhibía en una vidriera, recostado en una chaise-longue, cambiando cada día sus ropas y maquillajes, todos insólitos. Los espejos donde se reflejaba estaban usados de tal manera que sólo se veía a sí mismo mientras el público lo observaba. Lucian Freud, después de ver la actuación de este artista como transformista, reposando en esa autoobservación narcisista, fascinado le pidió que posara para él. Así lo hizo durante cinco años, cinco días a la semana, y confesó años después: “Fue un verdadero suplicio, pensé que me pintaría desnudo y empecé a quitarme la ropa”. Sorprendentemente, cuando posaba despojándose de su insólita indumentaria cotidiana, renunciaba a su aire obsceno.

Lucian Freud debe haber encontrado en este cuadro vivo el espectáculo de la carne y el grotesco, junto con las visiones especulares del reflejo. Bowery declaró en el Australian Herald: “Al igual que yo, Freud se interesa por el punto débil, sórdido, el lado oculto de las cosas”.

El encuentro con este extraño personaje de alguna manera llevó a Freud a introducir importantes cambios en su pintura. El modelo despertó nuevas fantasías artísticas. Encontró en este modelo el atractivo de aquellos opulentos dioses arcaicos que nos hacen imaginar la función sobre la sexualidad y el deseo que ha tenido la estética de la carnalidad en la historia de la cultura. No es difícil ver en las búsquedas de Lucian Freud la mirada diferente sobre el objeto de la sexualidad que llevó a Sigmund Freud a desarrollar la conquista del inconsciente.

Así, el encuentro con Bowery generó cambios en la obra de Lucian Freud. Por un lado, frente a las dimensiones voluminosas del modelo, amplió sus cuadros, lo cual le permitió una mayor libertad espacial. Por otro lado, incrementó notablemente el espesor de la materia, como si la capa de carne favoreciera la tendencia a empastar la obra, dándole densidad y volumen. Todo refuerza el aspecto tridimensional y el atractivo escultórico de su pintura, en la que la transparencia del objeto queda incluida en una técnica donde el contraste se hace visible.

En una de sus interpretaciones, Bowery representó una mascarada tradicional típica de la Commedia dell’arte: el hombre gordo dando a luz. Es hombre, pero es mujer, configurando una situación ambigua y alimentando esa posibilidad omnipotente de ser todo. Completud creada por su narcisismo transformista. Un modelo que hizo de la pose un arte y un pintor que dio representación artística a la “pura pose” llevan a pensar los caminos por donde el artista puede penetrar en los misterios de la imaginación estética.

Bowery se afeitaba completamente para sus transfiguraciones. Con esta absoluta desnudez y gran tamaño parece el genio mágico que surge de la lámpara de Aladino en el espacio expandido de la pintura, una figura fantasmática despojada de cualquier maquillaje. Su piel, según Freud, impresionaba como muy femenina, casi infantil. Esta piel agregó un nuevo paso en la pintura de Lucian Freud, que ahora amplía la noción pictórica de que no hay un límite, un tegumento que divida lo visible de lo invisible; la carne, debajo de la piel, se puede ver. El cuerpo monumental revela en lo escultórico y no tapa lo traslúcido. Lucian Freud sigue investigando lo real del cuerpo en un más allá de la realidad manifiesta. Los contrastes y antagonismos del mundo externo se hacen visibles. Con Leigh Bowery rompe el prejuicio de que lo monumental escultórico dificulte ver la interioridad.

Los ojos a las heridas

Sue Tilley será sucesora de Bowery y modelo principal de Lucian Freud en los años ’90. Amiga íntima, confidente y biógrafa de Leigh Bowery, adquirió fama como objeto de culto al transformarse, desde 1994, en Big Sue, la opulenta modelo del pintor.

Sue trabajó con Bowery como cajera en su legendario night club, una conocida discoteca londinense, inmortalizada en el musical Taboo, donde Boy George rindió tributo a Bowery y en el que aparecía representada Big Sue. Fue Bowery quien le presentó a Lucian Freud. Sue comentó alguna vez que probablemente Freud la eligió por considerar que su valor como modelo era equivalente a su peso. La vida de Sue fue la de una mujer inteligente y exitosa y esto debe haber sido un atractivo para Freud, que vio en la modelo algo más que la monumentalidad.

Sue comenzó a posar un año después de conocer al pintor; el primer encuentro se había producido cuando ella acababa de regresar de un viaje a la India y su bronceado excesivo provocó rechazo en Freud, quien decidió esperar que el color desapareciera. Este hecho muestra la atracción y el respeto del artista por la piel al natural, entendiendo como natural lo biológico, lo real, lo animal, lo que todavía no ha entrado en la cultura. Sue tenía algunos tatuajes: un grupo de estrellas en su hombro derecho y un lirio en su brazo izquierdo: Freud los cubría con pintura color piel antes de ponerse a trabajar. Ella comentó que no era que a él no le gustaran sino que sus colores lo perturbaban: “Tener carne verde y carne rosa no es algo natural”. Carne verde y carne rosa no se corresponderían para el pintor con esa crudeza de lo natural.

Cada tela le llevaba cerca de nueve meses en ser terminada. Sue posaba sábados y domingos y todo el tiempo que su trabajo le dejaba libre.

Llegaba sin aliento al final de las escaleras, como una mole corpulenta, con una especie de aura, y luego posaba desplomada en el sofá. Esta era su posición preferida. Ella intentaba acomodarse donde pudiera dormir sin que Freud lo percibiese, y esto podría haber favorecido el clima creativo onírico intersubjetivo de las sesiones de pintura.

Después de trabajar con ella durante un breve período, Freud admitió: “Debo tener predilección por la gente inusual o de proporciones extrañas, con quien no quiero recrearme en exceso; aunque al principio estaba muy atento a todo lo que podía hacer con sus dimensiones, como increíbles cráteres y otras cosas nunca vistas, después se me iban los ojos a las heridas e irritaciones que provocaban el peso y el calor”.

La atracción por las heridas e irritaciones del cuerpo de Sue recuerdan que en la obra de Sigmund Freud hubo dos momentos a partir de los cuales reflexionamos el concepto de la estética de la belleza y del horror. El primero es anterior a 1920: considera entonces que la belleza es el impacto del triunfo del erotismo sobre la sexualidad reprimida (así en El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen, 1906). En la teoría de la sublimación y la represión, lo bello quedará asociado a la revitalización de las pulsiones y al deseo por los primeros objetos de amor. Es a partir del artículo “Lo siniestro” (1919) y con la introducción de la pulsión de muerte (Más allá del principio del placer, 1920) cuando el psicoanálisis presenta la estética de lo horrible. Si bien Sigmund Freud dice que la estética prefiere ocuparse de las variedades del sentimiento ante lo bello, extiende la experiencia de lo ominoso a los distintos ámbitos de la creatividad artística y literaria y se refiere al placer que hay en el displacer de lo siniestro. Abre así en su obra cuestiones relativas a lo que sería actualmente el campo de lo negativo y el campo de lo traumático en el estudio psicoanalítico del arte.

El erotismo, el pliegue

Tarde en el estudio (Evening in Studio, 1993) es el primer cuadro en el que Lucian Freud pintó a Big Sue. En él se destacan dos figuras femeninas: Big Sue enorme, acostada, y Nicola Bateman Bowery (esposa de Bowery), delgada, sentada bordando.

Nicola, arriba y a la izquierda, evoca las pinturas que representaban bordadoras o tejedoras que transmitían ese clima de placidez. Big Sue, abajo, desplomada sobre el piso, abandonada al peso de su carnalidad, dormida, ocupa toda la línea horizontal.

En el sector derecho hay una cama en la que yace un perro. Debajo del cuerpo del animal y de un paño oscuro que cubre la cama, el colchón muestra un pliegue. La mirada queda atrapada por la invaginación de la materia que hay en el pliegue y en la cisura que subyace a él. Los pliegues no son un elemento meramente decorativo en el cuadro, sino que hacen reflexionar sobre la fuerza del psiquismo para moldear, sacudir y transformar los contenidos formales.

Sostiene Gilles Deleuze que el universo tiene un poder esencial de reproducción y repliegue continuo al infinito y que en ese repliegue subyacen la esencia y la multiplicidad de lo viviente. Según nuestra percepción del cuadro, los pliegues de la cama son casi imperceptibles, poco llamativos, como sucede con aquello que la pintura trata de ocultar y que, por ello, atrapa la mirada. Es el punto enigmático en el que el espectador ingresa con su propia creatividad.

Consideramos que los pliegues en el cuadro de Lucian Freud revelan el compromiso erotómano: el pacto erótico que se establece con la primera mirada entre pintor y modelo desplegado luego en la multiplicidad de las ficciones estéticas de la pintura. Pacto erótico que el psiquiatra Clérambault hizo notar en la erotomanía, en la psicosis y que puede extenderse a toda fantasía inicial de encuentro en la intersubjetividad creativa (Melgar, M. C., Rascovsky de Salvarezza, R.; Allam, E.; O’Donnell, P.; Waisgluz de Falke, S.; Ortega, R., H.: “Lo Nuevo. Del psicoanálisis contemporáneo al arte actual”. XXVI Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis, Lima, Perú, 2006).

En Tarde en el estudio, la mujer que borda, como Penélope, teje y reteje el paso del tiempo, de los acontecimientos de la vida, de la cultura y de la feminidad. Tiene entre sus manos un bordado, como aquellos bordados de tiempos arcaicos con los que las diosas primarias de la vida y la muerte elaboraban la misteriosa relación entre la fascinación de la belleza, la huella de su temporalidad y lo siniestro de la muerte. Quizá Lucian Freud muestra a dos de las tres mujeres de los tiempos del amor y de la sexualidad en la vida del hombre, de las que habla Sigmund Freud en “El tema de la elección de un cofrecillo” (1913). El cuadro nos parece entonces una metáfora estética de la complejidad erótica de la creación, que oscila entre lo más brutal y natural de la sexualidad y lo más sublimado de toda expectativa erótica.

* Psicoanalistas, miembros de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Texto extractado de Lo nuevo. Lucian Freud. Una reflexión psicoanalítica sobre lo enigmático del cuerpo y del mundo.

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