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Psicología|Jueves, 3 de enero de 2013
Muerte, ausencia y valentía en los juegos de niños

No hay infancia sin secretos

¿Por qué a muchos chicos se les ocurre jugar con la temática de la muerte?, pregunta el autor y, en el camino de buscar respuestas, advierte sobre la importancia de que un niño pueda jugar a las escondidas, ya que “no hay infancia sin secretos”; y señala que, cuando no se puede jugar con la muerte, ella “se presentifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la inestabilidad psicomotriz”.

Por Esteban Levin *
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Sin título, por Joan Miró.

Mario, de cuatro años, juega: “¿Dale que nos morimos? Jugamos a luchar, nos matamos y seguimos peleando”. Juan Manuel, también de cuatro años, juega durante mucho tiempo, con un barco, a matar piratas, tiburones y dinosaurios que lo amenazan en el medio del mar. Alejandro, de cinco años, juega: “Somos este poder: Vos me matás y yo te mato. Tenemos cinco vidas, así que podemos seguir viviendo”. Clara, de seis años, propone: “Nos hacemos los dormidos como si estuviéramos muertos y cuando viene mi mamá la asustamos”. Nos llama la atención la repetición de una escena que, en diferentes momentos de la infancia, realizan los niños: jugar a la muerte; hacer de cuenta que uno está muerto, matar a otro, hacerse el dormido como si estuviera muerto, jugar con muñecos a una lucha mortal o, simplemente, jugar a matar y ser matado por otro, lo que siempre implica, para seguir jugando, revivir. ¿Por qué a muchos niños se les ocurre jugar con la temática de la muerte? Y, también, ¿qué ocurre cuando el dramatismo de la escena hace que el niño ya no pueda seguir jugando o que ni siquiera intente hacerlo?

Cuando un niño juega a la muerte, hay un enigma en juego: “yo me muero”, “me mataste”, “estoy muerto”, “ahora te mato”; en estas escenas se juega siempre a ser otro. La muerte es lo otro que no se sabe ni se entiende, lo informe e irrepresentable. El niño, inteligentemente, juega a no ser él para “estar muerto” y así intentar saber algo de ella. Morir jugando, “de mentira”, lo introduce en el límite de su propio-impropio cuerpo, en la diferencia entre lo que siente y lo que actúa. El niño ejerce la libertad de morir de mentira para encontrar en ese juego alguna versión verdadera de lo imposible.

Jugar la muerte es proyectarla hacia afuera, simbolizarla como acto singular donde lo imposible se posibilita como ficción y representación. Al hacerlo, el niño experimenta lo que podríamos denominar una doble muerte: la muerte de la vida –hace de cuenta de que muere– y la muerte de la muerte –hace de cuenta que revive–. En estos juegos el niño transita en una dialéctica en suspenso: suspendido entre la vida y lo mortal. Entre el movimiento y lo inmóvil, los niños juegan en el intersticio. Jugar a la muerte es romper la certeza que ella conlleva e introducir la duda en su fecunda veracidad. Es pensarla, perder el miedo y resignificarla con imágenes, fantasías que procuran representarla en la ficción.

También, el hecho de jugar a experimentar la muerte establece una pausa, un silencio para vivenciarla y, al revivir, huir de ella y disimular el horror, el peligro inasible de ese acontecimiento. En el horizonte humano, ser sensible a lo mortal no es algo que esté dado: hay que conquistarlo; imaginariamente, anudarlo a lo real para soportarlo y simbolizarlo.

Cuando un niño no puede jugar a su propia muerte, porque no puede hacer de cuenta que está muerto o porque se inhibe e inmoviliza por el espanto, no sólo no puede pensar en ella sino que está impedido de tomar distancia y separarse de lo mortal: al no representar la muerte, ella se presentifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la inestabilidad psicomotriz o la organicidad.

Hacer de cuenta que está muerto implica jugar la propia ausencia: jugar a no estar, a saber qué pasa cuando él no está presente. De esta manera, la muerte se torna posible simbólicamente, lo cual abre una brecha a la vida. El niño no planifica jugar a estar muerto; es un juego que se va dando en la intimidad azarosa del “como si”, del “dale que yo era”, del “hacer de cuenta que”, donde la muerte, inefable, pierde el espanto del anonimato para significarse en la experiencia infantil originaria. De este modo, valientemente, enfrenta lo que –no por lo que ello signifique, sino por no poder ponerle un límite– le resulta terrible. Al jugarla, la muerte se metamorfosea en un personaje que el pequeño juega despreocupado, desapareciendo de sí y del otro.

No olvidemos que jugar a esconderse es desaparecer por algunos instantes, mientras lo permita la escena. Cuando un niño está muy angustiado o triste –sin siquiera hablar o dibujar–, le cuesta jugar a desaparecer; sigue estando donde está sin poder ocultarse, esconderse de esa verdad encarnada que le impide representar.

Las escondidas

Alejandro es un niño con una enfermedad neurometabólica muy severa. Durante años tuvo diferentes diagnósticos, por ejemplo autismo y TGD no especificado, pero cuando –luego de haber estado varias veces al borde de la muerte– el cuadro neurometabólico se estabilizó, su evolución fue muy buena. Actualmente, a los 11 años, cursa una escuela especial.

Después de un largo período de tratamiento, Alejandro propone jugar a las escondidas. Intenta hacerlo, pero no se esconde: yo después de contar hasta 15 salgo a buscarlo y está en la sala, a lo sumo en la cocina o el balcón, sin esconderse. Me mira, sonríe y dice: “Otra vez, juguemos”. Vuelvo a contar y al salir a buscarlo está ahí, otra vez sin escondite. No puede esconderse y esperar, no puede soportar la ausencia del otro. Intenta jugar pero no lo consigue, no logra esconderse, generar el intrépido secreto de estar y no estar al mismo tiempo. Y cuando le toca contar a él, se da vuelta, espía, no puede esperar a que yo busque un escondite, por lo cual el juego se detiene. Vuelvo a comenzar y otra vez se frena. No puede dejar de mirar, no termina de esconderse ni deja que el otro se esconda. ¿Cómo salir de este atolladero, cómo generar otra escena?

Volvemos a intentarlo: cuento hasta 15, Alejandro no se esconde pero, esta vez, hago de cuenta de que no lo veo, como si fuera transparente. Empiezo a correr de un salón a otro, buscándolo: “¿Dónde estás, Ale? No te veo, Ale, no te encuentro”. Entonces, Alejandro comienza a seguirme. Yo corro, él corre detrás de mí, pasa a querer atraparme. De buscarlo, paso a ser buscado por él. Entro en un pasillo, me escondo detrás de una puerta, Alejandro no me ve: “Esteban, ¿dónde estás? Esteban, Esteban. No te veo, Esteban, ¿estás escondido?”.

Tras la puerta emito un leve silbido que lo va orientando hasta que me encuentra. “Uy, me encontraste. Te diste cuenta del escondite, lo descubriste.” Ale me mira, sonríe y dice: “Sí”. Y yo: “Ahora me toca contar a mí”. Ale sale corriendo, se esconde tras la puerta del baño y espera escondido a que lo encuentre. En cuanto lo encuentro, se pone a contar, me ve, corro, me persigue, me escondo, me llama y me busca, lo oriento con el silbido hasta que vuelve a encontrarme en la escena.

En las siguientes sesiones el tiempo de espera se ensancha, se torna más soportable y la dialéctica ausencia-presencia juega su juego. Al cabo de un cierto tiempo, podemos jugar a la escondida, a escondernos uno del otro; jugamos a tener un secreto. ¿Qué es jugar a las escondidas, sino construir una experiencia donde el secreto vive con relación a los otros?

No hay infancia sin secretos. Los secretos no se pueden escanear ni están prefijados en un gen, en una sinapsis o en una neurona. Pero hacen falta los genes, las neuronas y las sinapsis para que una experiencia sea plástica y produzca huellas, a nivel neurológico como a nivel simbólico. Al jugar, al vivir esa experiencia escénica, el niño produce afectos que lo involucran en el nivel corporal, neuronal, como en el nivel psíquico, simbólico. Los chicos, sin darse cuenta, construyen el sueño de los alquimistas de los siglos XIV y XV, cuya consigna fundamental era “fijar lo errante y desatar lo fijo”. Los niños, al jugar, fijan la incertidumbre de la errante experiencia infantil y desbloquean, desanudan la fijeza de lo que no alcanzan a comprender, de aquello que les resulta displacentero e irrepresentable del mundo de los grandes. En ese interjuego constituyen lo singular, lo más propio de su imagen corporal, sin la cual no podrían jugar.

La experiencia infantil de jugar a estar muertos no implica necesariamente violencia, sino una cierta agresividad necesaria para salir de sí y encontrarse del otro lado. Acceder al otro lado irreal, ficcional, es entrar en la libertad condicionada que el escenario simbólico le permite. Libertad condicionada por el límite: los niños (como todos) son seres limitados; si están en un lugar es a condición de no estar en otro; si miran adelante no pueden ver lo que está detrás; si juegan es de mentira, es como si fuera de verdad. Esa es la condición. Para jugar hay legalidades, límites y prohibiciones que determinan pérdidas y renuncias. Jugar a volar, a conducir un automóvil, a ser mamá, papá o un superhéroe, implica reconocer que uno no puede volar, ni ser mamá ni papá ni superhéroe. El límite es lo que posibilita la representación de uno, de otro y de los otros. Sin el límite, no se puede jugar.

Por eso nos preocupa tanto, en el ámbito clínico y educativo, cuando un niño no puede o tiene muchas dificultades en construir su experiencia infantil jugando. La posibilidad de jugar excluye al niño de lo ilimitado del universo imaginario y de lo siniestro de lo real. Sólo se juega en el borde de un límite simbólico, ya que jugar es representar y entrar en la dialéctica de lo presente y lo ausente.

Para un niño, jugar a morir es metamorfosear el hecho de la muerte como tal y transformarlo en otra cosa, en otra escena donde lo mortal pierde su peso arrollador. La muerte se torna simbólica e invisible al jugar con ella. De este modo el sujeto-niño construye una versión posible de aquello que lo preocupa, lo aqueja o para lo que no encuentra respuesta.

La niñez se instituye en la experiencia que acontece al niño. El hace de esa experiencia un espejo que le permite reconocerse mientras que, al mismo tiempo, se desconoce en aquello que juega. Inquietante paradoja que nos permite comprender la infancia en las mismas escenas que la estructuran.

Finalmente: el jugar no es nunca un hecho trivial; es creíble, aun cuando sea disparatado. El juego no es inocente: más bien es la caída de la inocencia, ya que el niño juega lo irrepresentable, el placer, el dolor, la tragedia, el sufrimiento, y los hace posibles en la ficción.

* Texto extractado de un artículo que aparecerá en el próximo número de la revista Imago-Agenda.

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