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Psicología|Jueves, 28 de febrero de 2013
Acerca del “mal de ser dos”

Martirmonios, matricomios, matrimoños

Por Leonardo Leibson *

Una mujer, cercana a la cuarentena, cuenta que ya no sabe qué hacer con la relación con su marido, un vínculo que tiene más de quince años, varios hijos y un sólido patrimonio construido en común. La tensión entre ambos se ha vuelto crónica y creciente, aunque también es notable, y le llama la atención a ella misma, cómo por períodos todo parece tan natural, casi que se olvidan las peleas, las agresiones, el malestar que alcanza niveles cada vez más intensos. Cuenta que está con él desde la adolescencia: lo conoció en un momento crítico de su vida, encontrarse con él fue sentir que encontraba un salvador, alguien que la recogía del fango y la llevaba por un camino seguro y con horizontes claros. Termina confesándose que siente pánico de perder ese vínculo, a pesar de que se da cuenta cuánto la lastima. Le da pánico pensar en moverse por la vida sin eso. Dice: “Yo sé funcionar así, no de otra manera”. Prefiere el horror y no el vacío.

El “mal de ser dos” es un nombre que puede caberles a ciertas relaciones “matrimoniales”, llamando así no sólo al vínculo refrendado por una autoridad civil o religiosa, sino a una manera de ligarse dos personas, de un sexo y el otro (no necesariamente, por supuesto, hombre y mujer en sentido “clásico”, pero sí un sexo y otro).

Un aporte subversivo del psicoanálisis es que no podemos definir a un sexo ni al otro ni tampoco encontrar una manera de formular un encuentro entre ambos que sea armonioso, correcto y adecuado. Que haya no relación entre los sexos no es un hecho de la naturaleza, más bien parece estar en contra de lo que la naturaleza dicta para el resto del reino animal y vegetal. Sin embargo, es innegable que hay encuentros entre uno y otro sexo. En esos encuentros se conjugan y se perturban el deseo, el amor, el goce, en todas sus variantes infinitas y a la vez restringidas. Restringidas por el hecho de que hay lenguaje y hay cuerpos y no podemos ir más allá de uno ni de los otros.

Otra mujer confesaba que se había dado cuenta de algo fundamental: el matrimonio era una institución tan complicada que siempre hacían falta al menos tres personas para soportarlo. Diciendo esto, justificaba risueñamente su imperiosa necesidad de mantener relaciones con personas que no fueran su marido, así como el hecho de permanecer... fielmente junto a ese marido.

Aunque resulte algo esquemático, podemos decir que si el amor es de a dos (aunque no del todo), el deseo es de a tres (al menos) y lo que goza siempre evoca al Uno (que no es unidad sino pura marca de diferencia). Lacan afirma que el amor participa de lo cómico, así como el deseo se plantea en términos trágicos.

Por alguna extraña razón, pareja y matrimonio se proyectan como una tierra prometida. De ahí el imperativo de llegar allí a cualquier precio y así terminar con el vagabundeo por el desierto de la soledad o las relaciones ocasionales que la redoblan. Lo curioso es que, no bien se transpone el límite y se ingresa finalmente en el vínculo fabuloso, las promesas de felicidad eterna quedan súbitamente postergadas por problemas de toda índole que brotan de la manera más sorpresiva. La figura de un Moisés, el que no pudo ingresar a la Tierra Prometida en castigo por haber dudado, en su momento, de una zarza parlante y ardiente, ¿nos dice algo? Nos dice, tal vez, que aquello que nos guió hasta allí queda afuera. Más aún, tiene interdicto el ingreso. Sólo podrá atisbar desde el límite los campos plenos de promesas de felicidad y prosperidad. Y morir allí dejando como legado una tumba vacía y unos textos fundamentales.

¿De dónde proviene la promesa del amor en la pareja? Y ¿qué es lo queda afuera? Más aún: ¿qué es lo que debe quedar afuera para que la promesa se convierta en otra cosa (aunque no necesariamente en realidad)?

Un hombre, acercándose a la cincuentena, se queja amargamente una y otra vez de lo que debe soportar por tener la esposa que tiene. ¡Cómo quisiera separarse!, pero siempre algo lo detiene: los hijos, las cuestiones patrimoniales, los temores a la soledad y a las críticas sociales, etcétera. Un buen día, exclama que no soporta más ese martirmonio... ante lo cual se sorprende y puede reírse de lo que está diciendo, e incluso eso lo lleva a interrogar su lugar al lado de esa esposa que se ha vuelto para él una suerte de dominatrix doméstica y en pantuflas. Otro hombre, en una situación bastante similar, se queja de estar metido en un matricomio. También podría decirse algo de los matrimoños, maneras de atarse y enredarse de a dos. El humor ingresa en lo cómico, atraviesa lo trágico, indica enigmáticamente modos de la satisfacción que quedan ignorados en el lamento perpetuo.

* Texto extractado del trabajo “El mal de ser dos. Tragicomedia en acto”, que aparecerá en Imago-Agenda.

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