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Psicología|Jueves, 7 de marzo de 2002
EL CAMPO DE CONCENTRACION, IMPERIO DE LA PULSION DE MUERTE, “FENOMENO DE NUESTRO TIEMPO”

Días en que el hombre es una cosa para el hombre

Un ensayo sobre el campo de concentración que, a partir de testimonios de autores como Primo Levi, Semprún, Bettelheim, examina “el fenómeno segregativo propio de nuestro tiempo” y rastrea su presencia en los padecimientos cotidianos.

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Por Carlos A. Guzzetti

Algunas razones fundadas en mi práctica me han llevado a interesarme en la cuestión del campo de concentración. Cotidianamente me encuentro en la consulta –y me consta que muchos colegas también– con historias subjetivas que son el resultado de experiencias segregativas muy tempranas, constituyentes del núcleo traumático de padecimientos muy diversos. Por otra parte, la lectura de Lacan nos ha advertido: el campo de concentración es la coagulación institucional más cabal del fenómeno segregativo propio de nuestro tiempo, imperio de la pulsión de muerte.
Los diversos dispositivos segregativos tienen en común que todos ellos conllevan una operación de desubjetivación. El campo de concentración opera un virtual aplastamiento de la subjetividad. El término es brutal, sin duda y nos evoca infinidad de imágenes crueles. “Como una cucaracha”, por ejemplo, lo que nos remite al escenario anticipatorio de la vivencia (Erlebnis) concentracionaria que Kafka propone en La metamorfosis. El infeliz Gregorio Samsa se despierta una mañana convertido en cucaracha, lo que genera en el microuniverso de su familia la reacción de apartamiento y clausura que lo convierte definitivamente en un insecto repulsivo. En rigor de verdad cabría preguntarse si no es exactamente al revés: la metamorfosis no es la causa sino el efecto de esa segregación.
“En la colonia penitenciaria”, Kafka ofrece una nueva versión de la operación segregativa, esta vez en el plano institucional. El condenado a muerte sufre el suplicio de que su condena sea escrita en su carne por una maquinaria altamente sofisticada, hasta la aniquilación física.
Si es posible consumar este aplastamiento del sujeto es porque “nuestra personalidad es frágil, está mucho más en peligro que nuestra vida”. Así lo afirma Primo Levi, testigo de la vida y de la muerte en los campos nazis. La obra de Levi comienza con su liberación de Auschwitz-Monovitz por las fuerzas aliadas. Escribe y publica casi de inmediato Si esto es un hombre, su primer relato testimonial.
Al ser apresado había declarado su condición de “ciudadano italiano de raza judía” porque equivocadamente creyó que era preferible a ser internado como político. Este es el primer movimiento de la operación desubjetivante. Lo que indica el lugar a ocupar, es decir, del lado de adentro de los alambres electrificados, es un rasgo singular –judío, gitano, comunista, contrario a los intereses soviéticos o delincuente subversivo–. La reducción del sujeto a ese rasgo diferencial constituye el paso inicial en la puesta en marcha del dispositivo segregativo.
Ya en el interior, se impone una lógica implacable: cada uno será despojado de todo lo que posee. Esto constituye el segundo movimiento de la operación, y Levi lo señala así: “Pero pensad cuánto valor, cuánto significado se encierra aun en las más pequeñas de nuestras costumbres cotidianas, en los cien objetos nuestros que el más humilde mendigo posee: un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida. Estas cosas son parte de nosotros, casi como miembros de nuestro cuerpo; y es impensable que nos veamos privados de ellas, en nuestro mundo, sin que inmediatamente encontremos otras que las sustituyan, otros objetos que son nuestros porque custodian y suscitan nuestros recuerdos”.
El proceso de desposesión de los objetos personales culmina con la reducción de los individuos a un número, tatuado dolorosamente en el antebrazo. “Nos quitarán hasta el nombre; y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca”.
La mirada siniestra de los guardianes, doctores y verdugos sobre las filas de hombres y mujeres desnudos hasta el hueso, despojados de su propia imagen, del reconocimiento en el semejante, sin el menor espacio de intimidad, produce una descomposición del plano imaginario.
Jorge Semprún, quien también construyó su obra literaria a partir de la experiencia del campo, hace de esa mirada uno de sus ejes. La relación con los otros sólo era posible allí donde lograba escaparse a la omnipresentemirada del Mal absoluto. Mirada de Medusa, paralizante y mortífera. En efecto, las letrinas de Buchenwald, que por su hedor repelían a los guardias, eran el principal centro de actividad social, comercial y política del campo, uno de los pocos lugares donde había alguna esperanza. Allí se recitaba poesía, se establecían amistades y se acompañaba al amigo en el momento de la muerte.
En el mundo así delimitado no hay ningún por qué. No hay siquiera a quien formularle la pregunta. El Otro es anónimo. En todo el testimonio de Levi una sola vez relata haberse cruzado con un oficial de las SS, y esto ya cuando el campo estaba siendo abandonado bajo el fuego ruso. ¿Cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?, se pregunta Levi. ¿Cómo es posible ejercer la violencia sin el menor atisbo de emoción? El torturador, en este estado de cosas, ni siquiera goza sádicamente, es sólo un instrumento mecánico de la operación de liquidación de los sujetos. Como en Kafka, la tortura y la aniquilación son obra de una maquinaria anónima.
¿Cómo y por qué algunos sobrevivieron y otros no? Bruno Bettelheim acuñó la noción de “culpa del sobreviviente”, a la vez satisfacción superyoica y defensa. La “identificación con el agresor” que Sandor Ferenczi localizó en la reacción culpable del niño ante la violencia traumática del adulto, es perfectamente aplicable a este caso. Semprún no recoge el guante. Ninguna culpa, entre otras cosas porque no existe siquiera la certeza de haber sobrevivido; y cita a Levi: “En lo que a supervivencia se refiere no hay una regla general, excepto la de llegar al campo en buen estado de salud y saber alemán. Al margen de esto, el resto depende de la suerte”.
En esto creo que radica lo esencial de la operación de aplastamiento subjetivo. Cuando la propia lógica concentracionaria se ha hecho real, cuando todo el universo simbólico ha colapsado en el interior del alambrado, cuando ya no hay semejantes en los que reconocerse, cuando el campo es la naturaleza de las cosas, la vida o la muerte dependen tan sólo de la suerte. Incluso de la suerte que hayan corrido en cada uno las diversas estrategias para sobreponerse a lo traumático. Bettelheim y Levi se suicidaron, tras largos años de trabajo.
Cuando Semprún, con 22 años, ingresó a Buchenwald, declaró como profesión la de estudiante. Un prisionero alemán ya antiguo, que completaba los formularios, decidió inscribirlo como albañil especializado, lo que podía ser de interés para las autoridades del campo y permitirle mejores condiciones de supervivencia. Los estudiantes eran enviados a trabajos de minería, de los cuales pocos regresaban. Este recuerdo, resignificado cuatro décadas después, tiene el valor del reconocimiento de un deseo humano en el prójimo, sostén simbólico esencial. Esa clase de encuentros, decisivos para la vida, era allí cuestión de puro azar.
El aplastamiento subjetivo, entonces, se consuma en el proceso de desanudamiento de lo simbólico, lo imaginario y lo real.
El campo no siempre está del otro lado del alambrado. El universo concentracionario es la rúbrica de nuestro tiempo y nuestra práctica clínica, teórica e institucional no está al abrigo de sus efectos. La clínica nos acerca cotidianamente a situaciones subjetivas que evocan fuertemente los testimonios de los sobrevivientes. Acuden en busca de nuestra ayuda hundidos y salvados. Quienes han sucumbido a situaciones vitales intolerables suelen ser traídos a nuestra consulta o llevados al hospital psiquiátrico, cuando no al servicio de traumatología. Ellos son los náufragos, los que no han logrado sobreponerse a traumatismos repetidos, agudos o insidiosos a lo largo de la vida, particularmente en la infancia. Muchas veces el recurso terapéutico les ofrece más de lo mismo. La internación en el hospicio reproduce en mayor escala el ámbito concentracionario. Algunos enfoques psicoterapéuticos contribuyen con lo suyo. Y puede reproducirse la situación traumática en el consultorio, independientemente de la perspectiva teórica que se suscriba. Los salvados suelen llegar solos a la consulta. Han logrado rescatar algunos recursos subjetivos a los que se aferran con todas sus fuerzas. De allí la enorme resistencia a abandonar el sufrimiento neurótico.
Ahora bien, el psicoanálisis ha puesto sobre el tapete el valor fundante de las experiencias infantiles, siempre sexuales, prematuras y por ende traumáticas. Ferenczi situó en el origen del traumatismo infantil la confusión de lenguas entre los adultos y el niño. La lengua infantil de la ternura es confundida con la lengua de la pasión del adulto, quien toma al infante como su objeto sexual. Allí donde el Otro primordial no acude a la cita con su amparo, sus palabras, su reconocimiento y su amor, esa condición de objeto sexual coagula la subjetividad. El hombre ya no es lobo del hombre sino objeto del hombre. Cito nuevamente a Levi: “Es no humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre”.
Pero el campo de concentración nos confronta con otra evidencia. Es posible a cualquier altura de la vida, de cualquier sujeto, desampararlo de tal modo de reducirlo a una sombra de humanidad. Y la lógica concentracionaria no es exclusiva de los campos.
Las instituciones sociales llevan en su seno el germen de la segregación, de la reducción de los sujetos a sus rasgos diferenciales. Quizás sea preciso advertir contra cierto humanismo ingenuo que calificaría a las atrocidades de los campos como inhumanas. La condición humana incluye estos fenómenos sociales de desencadenamiento de la pulsión de muerte.

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