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Psicología|Jueves, 21 de marzo de 2002
LA “MEDICALIZACION” DE LOS ANCIANOS EN LA SOCIEDAD ACTUAL

Ningún doctor escuchó llorar al viejo

Un examen de la tendencia de la sociedad actual –y de la profesión médica– a no escuchar el sufrimiento y el deseo de los viejos y a ofrecerles, en cambio, algunas pastillas "para alargar la vida".

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Por Susana Wortman *

Michel Foucault, al historiar la medicina, afirma que en otro momento lo que se le exigía era dar a la sociedad hombres fuertes, capaces de trabajar; el acento estaba puesto en asegurar la constancia de la fuerza laboral. En la actualidad la medicina, a través del consumo, se relaciona con la economía: la salud es un producto que puede ser fabricado por laboratorios y médicos, y consumido por los enfermos posibles y reales. El mismo autor observa que la educación actúa sobre el nivel de vida en una proporción dos veces y media mayor que el consumo médico: para favorecer una vida más larga, es preferible un mayor nivel de educación antes que un mayor consumo médico. Se ha demostrado que el nivel de consumo médico y el nivel de salud no guardan una relación directa.
Pero la sociedad actual incita al consumo de sustitutos y el mercado farmacéutico ofrece recuperar el bienestar perdido, el sueño, la memoria, la energía, detener el “envejecimiento”. A veces estas sustancias son elogiadas por profesionales universitarios en programas televisivos; de esa manera se legitima un fetiche y se instala la “farmacofilia”.
La biomedicalización del envejecimiento implica la interpretación social del envejecimiento como un problema médico, y desde esta interpretación propicia prácticas y políticas. Este modelo, hegemónico en la medicina, está sostenido por un sistema de creencias que abarca a la familia y amigos del sujeto envejeciente. Hay una convicción muy fuerte en cuanto a que el consumo de servicios y tecnología médica cada vez más costosos puede solucionar los problemas de esta etapa de la vida. Claro que este modelo no contempla los problemas ambientales, sociales y económicos implicados en la etiología de las enfermedades.
También se observa una acentuada incapacidad de la población para soportar el sufrimiento, lo cual ejerce presión sobre el médico para resolver el problema con medicamentos. Es frecuente que los viejos no tengan conciencia de los factores emocionales que intervienen en sus síntomas físicos, lo cual hace alianza con el profesional, que en muchos casos no dispone de tiempo para escuchar lo que les pasa y termina rápidamente la consulta extendiendo de la receta.
La medicalización conduce a que los individuos pierdan la capacidad de asumir su condición y de hacer frente por sí mismos a ciertos acontecimientos, como en el caso de los duelos normales, donde, cuando se opta por medicarlos, se confunde tristeza con depresión.
Haydée Andrés (“Uso racional de psicofármacos en psicogeriatría”, Revista Argentina de Geriatría y Gerontología, Nº 15, 1995)advierte que, con frecuencia, expresiones normales de salud son significadas por los profesionales como síntomas de enfermedad. Muchas veces, cuando un viejo llora, se lo rotula con “incontinencia”, “labilidad emocional” y aun como “demente”. Es alarmante la rigidez con que llega a aplicarse el modelo médico, sin dar lugar a una escucha que no debiera ser exclusiva de los psicoterapeutas. Siguiendo la concepción según la cual la enfermedad es “algo”, un mal del cual el paciente es víctima y del que ha de ser liberado, el médico y el paciente establecen una relación que se organiza alrededor de ese algo que uno padece y sobre el que otro actúa pero que, esencialmente, sería ajeno a ambos.
Es importante que el médico pueda aceptar la oferta de síntomas que le hace el paciente sin excluir prejuiciosamente ningún canal de expresión -somático, mental, familiar o social– e incluyéndose a sí mismo en el campo dinámico que se configura. Muchas veces el viejo llega al médico en busca de apoyo, viéndolo como la única posibilidad de contención, cuando no pudo superar su aislamiento o la familia y las redes comunitarias respondieron con la indiferencia o la marginación. Entablará así con “su” médico una relación de dependencia, se ubicará como objeto de sobreprotección. Si el médico acepta esta condición –o la impone– secreará una relación asimétrica, con las decisiones exclusivamente del lado del profesional, catalizando así el proceso de medicalización.
Cummings y Henry (citados por L. Salvarezza en Psicogeriatría. Teoría y Clínica, Paidós, 1996) desarrollaron la “teoría del desapego”, según la cual los individuos que envejecen se van apartando progresivamente de toda clase de interacción social y consideran que este fenómeno es normal, universal, inevitable e intrínseco. Esta teoría sigue sustentando consciente e inconscientemente, la conducta hacia los viejos por parte de muchos profesionales, familiares y amigos, que consideran el progresivo apartamiento de sus actividades como un normal paso de preparación para la muerte. De esta teoría surge la idea que los viejos son asexuados, y en caso que manifiesten deseo sexual se lo toma como anormal.
Este prejuicio está muy arraigado en los profesionales como en la sociedad en general, y es vinculable con el “viejismo”, concepto introducido en nuestro medio por Leopoldo Salvarezza: el sujeto que envejece se enfrenta con una discriminación, una desvalorización social producto de un modelo cultural que define la vejez como una etapa de decadencia física y mental. Este prejuicio hace que la vejez sea considerada como algo ajeno a nosotros, impidiendo prepararnos para enfrentar el propio envejecimiento.
Aquellos médicos que estén advertidos de estas cuestiones podrán tomar en cuenta aspectos como la sexualidad del viejo, sus gustos alimentarios, sus hábitos, su actividad física, sus intereses; antes de recetar un psicofármaco para combatir el insomnio, averiguarán como es el día del viejo, en qué utiliza su tiempo, si hace algo que le da placer, si tiene amigos, cómo es su entorno familiar.
La elaboración intrapsíquica de las transformaciones de la vejez depende de la capacidad para modificar sus aspiraciones; se pone en funcionamiento un trabajo de duelo. Pero otra respuesta posible es la retracción narcisista: el sujeto se aísla, rechazando toda posibilidad de investidura, lo cual facilita la aparición de síntomas somáticos. Según Fishbein (“Los procesos somáticos en la vejez”, en El envejecimiento. Psiquis, poder y tiempo, Eudeba, 2001), “la regresión narcisista a la que lleva la injuria del decaimiento energético toma al cuerpo como objeto, redoblando la preocupación por el mismo”. El cuerpo es objeto de atención y de miradas, pero estas miradas tienen que ver con la enfermedad, no con el erotismo: “Se constituye en un cuerpo de necesidades impostergables antes que en la sede del deseo”.
Cuando, en cambio, este repliegue sobre sí mismo tome características de reminiscencia, se favorecerá un adecuado proceso de envejecimiento. Según Graciela Zarebski (Hacia un buen envejecer, Emecé, 1999), se trata de “un trabajo de enlazar pasado, presente y futuro, de reescribir la propia historia, resignificándola a partir de un presente que, a fuer de menos trabajos, productivos y reproductivos, y de menor energía física para realizarlos, resulta favorecido en tanto es trabajo psíquico y cuyo producto es la renovación incesante del campo representacional”. Aceptar la vejez requiere conservar la alianza con la generación pasada, a la vez que ceder a favor de la nueva.
Para concluir, resulta evidente que la falta de sostén familiar, el aislamiento, la falta de un proyecto de vida y la carencia de redes sociales contribuyen a reforzar la medicalización de la vejez.

* Psicóloga. Coordinadora de Talleres para Adultos Mayores del Programa de Extensión Universitaria de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Texto extractado del trabajo “Aspectos psicológicos del envejecimiento”.

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