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Psicología|Jueves, 29 de abril de 2004
SOBRE LA MEMORIA
COLECTIVA, LA “MEMORIA ARRASADA” Y SUS EFECTOS EN LA SALUD MENTAL

Aquella ropa de los domingos, esos juguetes que fueron míos

La relación entre memoria e identidad vale –destaca el autor de esta nota– tanto para las personas como para los pueblos. En las catástrofes, en las inundaciones, los hombres se aferran al recuerdo y a los objetos que lo corporizan. Pero puede haber “una manipulación social del recuerdo y el olvido”.

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Por José Töpf *

Este escrito nació de la intención de imaginar qué sucede con la identidad de las personas y de los pueblos cuando su memoria es arrasada. Lo convocó un hecho grave y conmovedor, hace un año en Santa Fe. Decenas de miles de personas súbitamente perdieron su hábitat, su vecindario, sus ropas, sus cosas. Sus recuerdos. Aquella ropa de los domingos. Aquel rosario guardado no sé dónde, que fue de alguien que nunca conocí, pero que me importa conservar. Aquellas fotografías, aquellos juguetes viejos pero que fueron los míos, el mate y la bombilla. La pequeña grande historia de cada cual. La que nos permite ser y seguir siendo. Cuando mi historia es arrasada, yo ya no soy el mismo. Tampoco sé bien quién soy.
En ese mismo entonces, casi en simultáneo y con más horror, el milenario pueblo de Irak vio arrasados sus templos, sus recuerdos antiquísimos, sus hábitos cotidianos, hasta sus rencillas ancestrales. Desde siempre, cuando se quiso quebrar la voluntad de persistir en su ser, sea de un hombre o de un pueblo, se arrasó su casa y su tierra, se prohibió su lengua y su dios, se castigaron sus ideas, se quemaron sus cuadernos, se destruyeron sus recuerdos. Así es como a una persona se la convierte en no-persona. Y a un pueblo en un no-pueblo.
Por eso también es que, para no sucumbir, uno guarda, aun a riesgo de su vida, los objetos prohibidos, intenta rescatar las cosas que el agua se lleva o que el fuego devora. Salvando algo de lo que fue su mundo, intenta salvarse a sí mismo.
Para recrear algo de ese mundo, las personas solemos volvernos reiterativas en el relato de la catástrofe, en la enumeración de las múltiples cosas que ya no se tienen, ávidos y obsesos en recuperarlas, o en recuperar algo que pueda llenar el vacío de lo que no está; y nada es suficiente para suplirlo porque no es sólo la cosa, es algo íntimo que se fue con cada cosa.
De ahí que el anhelo mayor sea el de volver a la casa o a la tierra, al espacio conocido. Y el consuelo mayor es el reencuentro con aquellos que han sido testigos de nuestras vidas y compañeros de catástrofe. En sus miradas, amigas u hostiles, reencontramos nuestro mundo, nuestro pasado. Volvemos a ser, poco a poco, nosotros mismos.
El llanto o la maldición compartidos fortalecen la convicción de que somos quienes somos, de que estamos cuerdos, de que no estamos solos, porque tenemos un mismo dolor, una misma furia y un mismo consuelo. Porque volvemos a pertenecer a nuestra familia, a nuestro vecindario, a nuestra comunidad. Nuestra existencia vuelve a apoyarse en la existencia de los otros. De allí saldrá la fuerza para recuperarnos. A lo largo de nuestras vidas somos testigos reiterados y efímeros de que esto es así.
Por ello la importancia del recordar, y del recordar con otros. Nos devuelve lo esencial de nuestra condición humana y de nuestra salud mental, que es la posibilidad de dolerse, la posibilidad de la ira, del llanto –dijimos– y entonces, luego, también, la posibilidad del alivio, de imaginar un futuro, seguir viviendo; la posibilidad de seguir amando y trabajando. Sigmund Freud escribió: “¿Qué es estar mentalmente sano? Tener capacidad de amar y de trabajar” (citado por Gay, P.: Freud, una vida de nuestro tiempo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1989).
De allí la importancia de lo que llamamos resignificar: poder hallar nuevos matices, nuevas relaciones entre los sucesos, y entre ellos y nuestro pasado, nuestro futuro y presente.
Y la importancia del olvidar, contracara necesaria del recuerdo. A veces necesitamos olvidar para poder centrarnos en cosas más inmediatas; otras, para poder seguir viviendo. Pero en cada olvido, personal o colectivo, con la cosa olvidada desaparece de nuestra conciencia una parte de nosotros mismos. Entonces el olvido, que tal vez sea el más piadoso recurso de nuestras mentes, se vuelve también el más nefasto.
Pero, ¿cuando el recuerdo es dolor que no cesa, cuando es herida que no cierra? ¿Cuando el furor de lo recordado obtura las puertas al llanto, al duelo y a la despedida? Para no enloquecer, se nos hace imperioso el bálsamo del olvido. Pero, a la vez, el olvido nos mutila. Para seguir siendo, necesitamos seguir recordando. A veces las personas y los pueblos nos debatimos entre el dolor lacerante del recuerdo y la mutilación del olvido.
Para no sucumbir al dolor y para no alienarse en el olvido, el sostén del recuerdo necesita ser colectivo. La comunidad debe convertirse en el custodio de los recuerdos atroces, para proteger la salud de su gente y para ser custodio de la identidad colectiva ultrajada. Más precisamente es función del Estado, en representación del colectivo social, recordar el dolor, sostener la dignidad de la memoria, imponer la justicia, para que cada cual pueda descansar de su dolor y de su furia personal sin enloquecer y sin mutilarse. Sólo así se puede imaginar un futuro. Sólo así se podrá seguir viviendo. Seguir amando y trabajando, habíamos dicho. Ahora ya no estamos hablando de la memoria arrasada por las aguas, sino de la memoria arrasada por el fuego de los hombres. Expresamente arrasada, para que la identidad de cada cual y la identidad de una nación no tengan en qué sostenerse.
Sucede también que la identidad de una persona, y la de un pueblo, existirá mientras haya alguien que haya sido testigo de su existencia. Alguien que pueda dar testimonio. Cuando nadie quede de quienes nos han conocido, o de quienes conocieron a quienes nos conocieron, cuando nadie nos recuerde, entonces dejaremos de existir. Porque somos en tanto somos recordados. Luigi Pirandello escribió: “Si ya no estás para pensarme, no existo” (Kaos, Ed. Aguilar, Barcelona).
Por ello, la lucha por la perduración de la vida de hombres o pueblos es también la lucha por la memoria. Así se entiende mejor por qué hay quienes tanto interés muestran en sostener la confusión, en acrecentar el olvido. O en la construcción de memorias ficticias. “Implantación de recuerdos”, se llama técnicamente: lograr que alguien recuerde lo que nunca sucedió o que no sucedió de esa manera. Una razón más –y muy inquietante– para sostener la necesidad de la memoria social. En este punto, el recordar y el olvidar dejan de ser tema de posibilidades personales para ser tema de la identidad colectiva, de la historia y de la ética.
Si recordar, resignificar, olvidar, son hechos naturales de la condición humana –que nos permiten construirnos y deconstruirnos continuamente en nuestras diversas circunstancias–, entonces la manipulación social del recuerdo y del olvido, la distorsión ex profeso, es un ataque a nuestra condición de persona. Es un modo de alienación colectiva, y por cierto un modo de construir ideología que nos confunda. Estas son cosas que nos han sucedido. Así quedaron sepultados en la tierra y en la memoria nuestros pueblos indígenas, nuestro pueblo negro, nuestras peonadas vencidas, nuestros niños hambreados, nuestros combatientes masacrados. Los múltiples genocidios con que nuestra historia comenzó y que larvadamente continúan. Memoria arrasada, historia arrasada, subjetividad arrasada.
El modo de construcción de esta subjetividad en el seno de una cultura, o sea en el seno de significaciones múltiples, nos lleva a pensar que la memoria, así como es un hecho subjetivo y también interpersonal, es además intergeneracional. El recuerdo de nuestros antepasados o, mejor dicho, la representación socialmente construida de nuestros antepasados, las condiciones y valores que les asignamos, esto nos construye y sostiene. También nos gobierna. Determina nuestro modo de ser en el mundo. Así, también, el modo como imaginamos –personal y colectivamente– el futuro de quienes nos continúan, determina nuestra percepción de nosotros mismos, de nuestro proyecto vital y, por lo tanto, nuevamente, nuestro modo presente de estar en el mundo.
Cuando el dato se fuga de los noticieros y de nuestras conciencias, queda en el recuerdo de nuestra experiencia. Por muchos más años. Hasta puede que por generaciones. Desde ese trasfondo de la mente seguirá siendo eficaz para el amor o el odio, para la esperanza o la desesperanza, para saber que vivir tiene sentido. Desde ese trasfondo seguirá construyendo el modo de ser de la gente y el modo de ser de las comunidades.
Ya no se trata de identidad personal y de identidad social sino de la construcción y de la destrucción de una estirpe, de un sentimiento de continuidad, que hace esencialmente al sentimiento de identidad de cada cual.
Misterioso sentimiento éste, como es misteriosa la memoria. Se basa tanto en el consenso colectivo como en el sentir y el saber personal. Se basa en hechos que incluso pueden no ser ciertos, siempre que lo sean para la convicción de quien los recuerda. Y, sin embargo, da sentido y coherencia a nuestras vidas. Al decir de Jorge Luis Borges, “estamos construidos de materia inefable, de quimeras y de sueños”. Pero esta construcción no soporta ser destruida.
Decía Spinoza, en su Etica: “La razón de ser de todo ser es seguir siendo”. Seguir siendo lo que se es. Arrasar la Memoria es entonces arrasar lo que somos, destruirnos. Cuando un cataclismo de la naturaleza o un cataclismo social borra las apoyaturas cotidianas de la memoria personal o de la memoria social, cuando trastrueca los recuerdos y construye olvidos, es cuando –transitoria o definitivamente– se deja de ser lo que se es. Entonces, todo quiebre es posible.
Pero la condición humana, sobre cuya fragilidad aquí hablamos, también alberga una enorme fortaleza. Es la extraordinaria capacidad de transformar y de transformarse, de extender la mano al semejante caído y de recuperarse una y millones de veces. La extraordinaria tenacidad humana de perdurar en su ser.

* Psicólogo. Profesor titular consulto en la UBA. El texto publicado forma parte del trabajo “Memoria colectiva y salud mental”.

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