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Psicología|Jueves, 1 de agosto de 2002
MEDIANTE EL EXAMEN DE UN VOCABLO, LA SEMIOTICA HACE UN APORTE AL PSICOANALISIS

La pálida, delicada, leve palabra “padecimiento”

Un examen riguroso del término “padecimiento” –en sus diferencias con otros como “sufrimiento” o “dolor”– hace posible, desde una nueva consideración de los “compadeceres” hasta un esbozo de historia del padecer, en su relación con “el surgimiento de la idea de individuo”.

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Por Noé Jitrik *

El atractivo de “padecimiento” reside en la imprecisión del término, en su palidez semántica; ese algo, se sabe, suele estar ligado a otro algo, el sufrimiento, que, a su vez, puede tener que ver con el dolor aunque, también se sabe, se ha registrado la existencia de padecimiento sin sufrimiento ni dolor visible, lo cual no le quita al padecimiento presencia ni prestancia.
Sea como fuere, esas dos nociones, sufrimiento y dolor, acaso porque son experiencias, son más fuertes que “padecimiento”; pareciera que una vez que se las nombra son irrecusables, invasoras y totalizantes, y lo que su enunciación convoca se impone por sobre cualquier otro modo o tipo de experiencia, aun los más excelsos: cuando hay sufrimiento y dolor se produce un blanco parecido a un absoluto, haya o no, psicoanalíticamente hablando, placer o goce; con el padecimiento, en cambio, se convive.
Así, el padecimiento parece transaccional, liviano, está siempre a punto de desaparecer, en alguna medida puede ser un mero hecho de lenguaje. Se dice o se presume: “Si es padecimiento no es tan grave, no hay que preocuparse”, como en cambio hay que hacerlo si hay dolor, que requiere alivio aunque, en cierta esfera, incluso racional, como lo señalaba Descartes –en una afirmación que convierte su discurso en protopsicoanalítico–, se desee que el dolor y la aflicción continúen.
Se diría, por lo tanto, que la palabra “padecimiento” es delicada; un punto más alto, apenas, de una sensación simple y corriente, de lo que nos atreveríamos a llamar lo normal: decir que se padece indica y no indica al mismo tiempo. Entre un extremo y otro, lo que es se diluye; en ese punto se produce el empalidecimiento al que aludí.
Optaremos por entender el padecimiento como un concentrado semiótico, lo que implica, de entrada, una operación de conversión: el padecimiento dejará de ser la “expresión” de un estado físico o psicológico o moral, para convertirse, después de ser construido, en desafío, en objeto de discernimiento y reflexión.
Y otro cambio más, correlativo: no trataremos de hablar “del” padecimiento, cuyas múltiples causas lo hacen inabordable e inaprehensible para nosotros, sino de la palabra “padecimiento”, que encarna el constructo con el que nos manejaremos y en la cual las operaciones semióticas pueden llevarnos a un lugar más seguro que la inevitable cuantificación y clasificación que supone el hecho de un padecer obviamente difundido y con el que convivimos. Una sola palabra para lo que no tiene palabras para decirse pero que necesita de esa palabra para decirlo.
Esa palabra es el sustantivo de un verbo, padecer, miembro de una familia cuyo sema común es el pathos y a la que pertenece la pasión, sentimiento que, por un lado, es encuentro de movimientos, turbulencias y base de acciones y, por el otro, está marcado por la pasividad, palabra que pertenece igualmente a la familia.
Ya Descartes, en Les passions de l’âme (1649), distinguía entre la pasión, como aquello que viniendo de afuera el alma soporta, y la acción, como lo que hace el cuerpo, y creía que se trataba de dos movimientos de un mismo impulso, hacia adentro, desde afuera, alma y cuerpo. Es cierto que la pasión, sobre todo por sus desbordes, tiene que ver con una energía pero, para entender su forma, hay que imaginarla más bien como un lugar –el hígado para los clásicos, hepatos–, en el que radica; además, el hecho de que la pasión “se siente” supone reflexividad, se es arrastrado por la pasión, como suele aceptarse corrientemente, sin que eso sea por fuerza un padecer.
Esta vertiente semántica predomina en la idea del padecimiento que, situado en el lado opuesto al de la acción, sobreviene, como se dijo, cuando un elemento externo, un agente, deposita en algo o alguien una fuerza, situación que consolida lo que tiene de pasividad. Descartes, como se ve, también en esto tenía razón. Y si lo que ese choque produce es reconocible y merece el nombre de padecimiento es porque esa fuerza posee una duración, su acción no se extingue en el instante en que se produce; la duración no sólo connota el padecimiento sino que es una condición para que ese término se aplique a lo que se experimenta.
Pero estamos bien lejos de una acepción unívoca del padecimiento. En diversos campos se emplea el término, en apariencia con propiedad; en medicina, por ejemplo, y en el ámbito físico corporal, es sinónimo de enfermedad aunque refiere lo que la enfermedad produce, no la enfermedad misma; pero, como el sufrimiento que implica también puede y suele ser moral y psicológico, también se apela a la imagen del padecimiento en terrenos religiosos, psicoanalíticos, sociológicos y aun políticos, desde lo individual hasta lo social más amplio, desde el malestar y los apremios de la conciencia hasta el hambre y la opresión. En todos estos usos, la palabra carece de connotación positiva y es muy difícil cambiar esta situación, a menos que se lo considere como escala para llegar a un plano superior, el éxtasis místico o la verdad artística; aun así, no podría decirse que el sacudimiento que precede al goce sexual, que puede ser doloroso o que puede dar lugar a una metáfora de dolor, sea un padecimiento, así como lo es, tanto semántica como experiencialmente, la tortura, la incisión, la amenaza, la enfermedad.
“Te compadezco”
En el orden de la lengua y sus compromisos, la noción de padecimiento se altera, como ocurre en otras ocasiones, al entrar en combinación con prefijos; la condensación más notoria da “com-padecer”, que tiene una triple dimensión: originariamente comprende una idea de solidaridad, “padecer junto con”, cuya fórmula propondría una imagen de fusión, pero su alcance es limitado, en realidad no hay fusión, y da lugar, en segunda instancia, a un simple sentir pesar o pena por lo que le ocurre a otro; “te compadezco” marca el acercamiento posible y la distancia inevitable, de todos modos en el orden de la subjetividad; esa distancia, en tercer lugar, crece y se objetiviza en un uso metafórico, por la vía de la reflexividad, para proponer una instancia que podríamos designar como “acordativa”, fuertemente estilística pero algo arcaizante, en una serie integrada por “concordar”, “igualar”, “equilibrar”, de lo cual sería ejemplo esta sentencia: “Aquella afirmación se compadece con el hecho que pretende sostener”.
Estas inflexiones están determinadas por los usos pero lo más importante ha de ser señalar que los prefijos transforman de tal modo que pueden hacer cambiar una dirección semántica: así, si padecer traza una línea hacia adentro, com-padecer establece una relación con un elemento externo, en una línea hacia afuera: quien compadece padece por el padecimiento de otro, no por el suyo propio.
En principio, entonces, compadecer impone una distancia radical, produce un efecto de puente roto que se manifiesta, terminológicamente, en el hecho de que la correlación evidente en el orden de los verbos –padecer y compadecer– no se manifiesta en el de los sustantivos: padecimiento no ha dado lugar a compadecimiento, sino a compasión, palabra que, tal vez por su autonomía semántica, es anexada, se separa del padecer para adquirir un estatuto ideológicamente distintivo. Esa separación indica, al menos, una jerarquía distributiva de índole verbal: el padecimiento, de existencia visible, es, como lo hemos dicho, mudo o tartamudo, o, en todo caso, es hablado aunque se basta a sí mismo, mientras que el compadecer no existe si no se manifiesta mediante algún lenguaje, el verbal ante todo pero también el gestual; está en el orden de la expresión. En todo caso, entre padecer y compadecer se tiende un espacio de posibilidad en el que seinstala una gestualidad tanto sincera como hipócrita, un amor que lo da todo, fundamentalmente lo que no se tiene, y una beneficencia que se reserva el todo o el poco que puede dar en la apariencia de una entrega.
Padecimiento y burguesía
Se habla, por cierto y no obstante, del padecimiento, se lo menciona, se lo considera, se lo examina, a veces se lo tiene en cuenta como presente, para asumirlo o soslayarlo, o como posible, para evitar que se produzca o para producirlo. ¿Siempre ha sido así? ¿Siempre se ha tenido conciencia de este objeto o concepto o sensación? Hacerse estas preguntas trae a la escena semiótica una historicidad que habría que tener en cuenta. Casi podría afirmarse que la Antigüedad bien puede haberlo ignorado, aunque haya podido experimentarlo en todas sus formas: Edipo está desgarrado y lacerado por sus conflictos, pero no puede decirse que Sófocles lo presente como padeciéndolos, de lo cual podríamos concluir, algo apresuradamente, que el padecimiento no es trágico. Y, correlativamente, podría decirse que la idea de padecimiento surge cuando no sólo se ha sentido dolor sino que se ha tenido conciencia de que el dolor sentido era excesivo o injusto o preludio de algo aún peor.
Y eso puede haber sido reciente, hace menos de una media docena de siglos; filosóficamente, puede haber tenido que ver con el surgimiento de la idea de individuo y, socialmente, con la de ciudadanía y derechos; en suma, con el apuntar de la burguesía. Así, llevando las cosas al teatro, podría decirse que los personajes románticos padecen, primero, sus propias incertidumbres y contradicciones, después el malentendido social y, por fin, las múltiples agresiones de una sociedad injusta e ininteligible. Casi podría decirse que el gran hallazgo freudiano resulta de la percepción del padecimiento humano a partir de la instalación romántica del padecimiento en el horizonte epistemológico del último tercio del siglo XIX. Pero tal percepción fue, quizás, de la forma peculiar que poseía en el plano general de la estructura psíquica y, por ello, como si se anticipara a un gesto semiótico muy posterior, lo construyó presuponiendo, al mismo tiempo, que el objeto construido podía cambiar de forma, lo cual, a su vez, implicaba reconocer su radical historicidad.
Eso quiere decir dos cosas. En primer lugar, que cada forma de padecimiento, sea epocal, sea local o individual, está determinada, inciden en ella factores externos al malestar que la origina; y, en segundo término, que bien podría trazarse una historia del padecimiento y de sus formas: una cosa es padecer un desdén de amor en el siglo XVIII y otra, bien diferente, una exclusión laboral en el XXI.
El reconocimiento de un padecimiento, o su atribución, aun autoatribución, convoca de varios modos. Por supuesto, la primera respuesta puede ser ignorarlo, lo que no por ello lo elimina. La segunda puede ser tratar de aliviarlo, para lo cual es condición preliminar admitirlo y comprenderlo. En este caso existen varias posibilidades: la compasiva, de cuyos límites ya se dijo algo y de la cual son ejemplos institucionalizados la caridad – “dar algo de lo que se tiene”– y el misionalismo religioso. Otra posibilidad es la terapéutica en todos sus órdenes, médico, psicoanalítico, amistoso; y la transferencial, tal como la presenta el perturbador relato de Chejov titulado, precisamente, “El loco”. La tercera respuesta, por fin, consistiría en agravarlo mediante conductas. Esto último configura un capítulo importante de los avatares del padecimiento, el llamado sadismo.
Pero el sadismo no es la única conducta agravante: la indiferencia, tanto individual como política, es un poderoso agente del agravamiento de un padecer, así como lo son los variados mecanismos de retracción que suelen actuar: por temor a un involucramiento o a la proyección del padecer como puesta en evidencia de una debilidad.

* Texto preparado a partir de una exposición efectuada en el VIII Congreso Nacional de Psicodrama organizado por la Sociedad Argentina de Psicodrama.

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