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Psicología|Jueves, 29 de noviembre de 2007
LA SUBJETIVIDAD DE LOS REPRESORES, A PARTIR DE SU INDAGACION EN EL TEATRO

Piedad del torturador

A partir del análisis de su propia experiencia como autor, director y actor de El señor Galíndez, Paso de dos y otras obras, Eduardo Pavlovsky reexamina la subjetividad del represor, ya que “asumirla es acercarnos a la posibilidad de un nuevo tipo de represión: el control social, en sus sutiles formas, a través de un nuevo tipo de represor”.

Por Eduardo “Tato” Pavlovsky *
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Personajes que encarno en mis obras –especialmente El señor Galíndez, El señor Laforgue, Paso de dos y Potestad– producen en el espectador un cierto nivel de identificación durante parte de la obra, incluso despiertan simpatía, pero luego se revelan como verdaderos monstruos de la represión, produciendo en el espectador un cierto sentimiento de fraude, engaño o ambigüedad. ¿Cómo un médico al servicio de organismos de inteligencia y responsable directo del rapto de una niña puede al mismo tiempo despertar simpatía, en la primera parte del espectáculo, cuando se lo vislumbra en sus debilidades humanas, relatando o confesando sus heridas narcisistas masculinas frente a su mujer? (El tiempo en el cuerpo, el tiempo en la pareja, grandes temas humanos que pueden producir identificación en el espectador.) Cómo puedo identificarme a lo largo de la obra con las angustias reconocibles de este hombre si, luego, ese personaje en quien me reconocí se me revela como un “monstruo represor” al que no merezco tener piedad o pena y mucho menos simpatía.

O, más precisamente: cómo el raptor de una niña puede abrigar sentimientos de pena por la pérdida de “su niña”, cuando los organismos de derechos humanos, a través de la Justicia, logran liberar a la niña de su rapto para devolverla a su familia original. ¿Puede acaso un raptor de niños sentir ternura o pena por la niña a quien robó su identidad? ¿No es acaso el niño raptado una prótesis de la falta o castración del raptor? Si la niña raptada es sólo prótesis narcisista, ¿esto no le impide desarrollar hacia ella sentimientos tiernos?

La literatura psicoanalítica suele encuadrar a los raptores dentro de las patologías narcisistas graves. Para nosotros la situación adquiere otros niveles de complejidad.

En Paso de dos, la víctima torturada le dice a su amante torturador: “Somos fuimos vos y yo nuestras historias nuestras certidumbres nuestra manera de sentir las cosas, de eso no podemos arrepentirnos allá vos allá yo es la distancia que nos hace reconocernos qué misterio se cruza entre los dos haciéndonos olvidar tanto pasado quién sabe si somos tan diferentes que creció tanto entre los dos algo que no entiendo algo más allá me hace sentir ambigua y me produce terror haber sentido piedad en algún momento como surgió a pesar mío esto de la piedad entre los dos como piedad convertirme en piadosa yo que nunca lo fui”.

¿Puede una militante torturada sentir piedad por su represor?

¿Puede un torturador sentir piedad o ternura por su víctima?

Y, si un torturador sintiese piedad por su víctima, ¿sería por eso menos responsable? Si un raptor de niños hubiese desarrollado alguna capacidad de amor hacia su víctima, ¿sería por eso menos responsable? ¿Cuál es la estética, en todas estas preguntas?

Serían responsables siempre, pero tenemos que admitir una mayor complejidad en la subjetividad de los represores.

Los personajes de la represión, en su amplia galería, se nos podrían revelar más ambiguos y complejos de lo que imaginamos. Y esto sugiere una mayor complejidad en el proceso de búsqueda de creación del personaje. Existe más ambigüedad; más molecularidad en su recorrido.

Sin embargo, nadie los condena por la incapacidad o capacidad de sus afectos, sino por el acto criminal del rapto y robo de la identidad de los niños. Lo condenamos por su acto criminoso. Metamorfosear la identidad de una niña raptada ocultando su verdadero origen es un hecho monstruoso que debe ser juzgado, pero esto no elimina por sí solo la capacidad de desarrollar algún tipo de vínculo tierno con su víctima. Lo que nos interesa es la estética de la ambigüedad.

Ciertas concepciones científicas, ideológicas y políticas desconocen parte de la compleja subjetividad de los represores. Mientras que desde la estética, a veces, descubrimos ciertas líneas de la complejidad y ambigüedad de su problemática. Estética de la multiplicidad.

En el teatro intentamos descubrir la ambigüedad, esa zona incierta del ser humano que creemos necesario develar estéticamente. Condenamos su ética pero revelamos su tormentosa ambigüedad. Esa es la subjetividad que nos interesa investigar estéticamente en los personajes de la represión. Desde el personaje, recorrer el intrincado mundo de los afectos de personas que han quebrado su ética; confrontar esa ética con su reverso estético. La ética de la multiplicidad.

Asumir estéticamente, en su índole compleja, la subjetividad en la problemática del represor, no es más que acercarnos a la posibilidad dramática de una nueva forma, futura, de represión: el control social y sus sutiles formas posibles, a través de un nuevo tipo de represor.

En Memorias del calabozo (1990), Mauricio Rosencrof y Fernández Huidobro, militantes uruguayos detenidos entre 1972 y 1983 en Uruguay, hablan de los represores: “Quiero referirme a la patología de los oficiales que se han ensañado con nosotros. Existe la tesis de que los que más agredieron eran los que tenían dentro de sí desarrolladas las tendencias sádicas. Yo me resisto a considerar enfermos a los que se ensañaron más en las torturas, adscribiéndoles un diagnóstico psiquiátrico, porque sería limitar la cuestión a grados de patología individual”. Continúan: “Este oficial que tenía esa conducta con nosotros era simultáneamente uno de los más estimados por la tropa cada vez que los soldados tenían problemas. Dirigirse a ese oficial era una gran tranquilidad porque los atendía paternalmente. Con nosotros era patológico. La metodología que usó el ejército fue hacer participar a todos, oficiales, enfermeros, médicos, oficiales, todos tenían que ‘mojar’ para que todos se sintiesen implicados, y, además, el exceso fue lo normal en la institución. Por eso rechazo que Astiz o Mason sean sádicos. La esencia del sadismo como patología dentro del ejército es secundaria. Lo constante es la normalidad en que se convierte lo anormal”.

Institución torturadora

Institucionalización de la violencia, el rapto, el saqueo, la tortura. Interiorización institucional de la violencia como obvia.

Michel Foucault decía que los únicos que pueden hablar con eficacia sobre las cárceles o prisiones son los presos o los carceleros.

La institución –policial, militar, carcelaria– produce esta específica subjetividad.

La tortura no se presenta como patología individual. No nos sirve para intentar pensar sobre los fenómenos de producción de subjetividad.

La tortura se presenta como producción de subjetividad institucional. Diaria, cotidiana, interiorizada como conducta normal, aceptada y valorada.

En El señor Galíndez intentábamos seguir esta hipótesis: lo que nos interesaba señalar era la institucionalización de la tortura, mucho más que la patología individual de los torturadores, quienes a su vez eran víctimas de la institución. Si insistimos en los cuadros psiquiátricos individuales de los torturadores perdemos de vista el eje central de la problemática: la tortura o el rapto como institución.

Y este punto de vista es importante para el desarrollo de la estética de los personajes.

Buscamos una estética de multiplicidad, donde se perciba la singularidad del personaje en este particular atravesamiento institucional. Nos interesa entonces exaltar la institucionalización de la conducta para expresar la intensidad de sus conflictos en la creación del personaje.

No nos interesa el naturalismo. Pretendemos afectar al espectador en el tormentoso mundo marginal del represor. Tampoco buscamos las transiciones psicologistas que pudiesen explicar sus diferentes motivaciones.

Vaivenes de subjetividad que puedan ser expresados a través de un cuerpo que se conecta abruptamente con diferentes grados de intensidades y de emociones. Devenir triste-devenir tierno-devenir sádico-devenir sexo-devenir terror, sin transiciones, sin conexiones psicologistas. Cuerpo como máquina deseante. Cuerpo haciendo máquina con... Siempre entre, nunca llegando a ningún lado, a ningún objetivo.

Existe una institución que viola la ética del represor.

Para formarlo, tuvo que violarlo. Cómo resingularizar esta batalla. El represor violado y violador al mismo tiempo.

Un cuerpo actoral que pueda expresar este régimen de inscripciones que lo atraviesan.

Porque el cuerpo actoral es, al mismo tiempo, institución violadora, represor violado y represor violador. Tres devenires en el desarrollo de la acción dramática. Cuerpo como letra. o letra de cuerpo.

De cómo es capaz de transmitirse institucionalmente este tipo de subjetividad que fabrica torturadores, raptores, saqueadores como fenómenos normales cotidianos y obvios.

Existe una institución como producción de una subjetividad que engendra como normal lo monstruoso, y esto a su vez es un factor de producción de subjetividad social: terrorismo de Estado y su concomitante complicidad civil.

El problema, desde la estética, incluye este tipo de complejidad. Si el rapto o la tortura son interiorizados como hechos naturales, normales, el acto criminal se percibe como sintónico institucionalmente.

Intentemos comprender el régimen de afecciones en que se mueve el individuo, su régimen de conexiones institucionales. ¿Cómo les habla la institución? ¿Cuál es la lógica institucional? “Puede ser un buen padre de familia, pertenecer a la protectora de animales, ser un beato, asistir a la iglesia todos los domingos, pero luego volverse sádico con los prisioneros” (Memorias del calabozo).

Pero todo esto incluye una lógica de afecciones en la totalidad de la conducta. No existe disociación de la personalidad dentro de la lógica institucional. Sigue Memorias...: “Todos los oficiales, todo el personal de la protección militar y carcelaria recibía cursos en que los manipulaban meticulosamente con fundamentos ideológicos, y se les decía que los detenidos eran traidores a la patria, asesinos deleznables. Todo esto iba conformando en ellos un criterio ideológico. Eran coherentemente fascistas”. Sí, la institución produce coherencia en este tipo de subjetividad. Lo obvio. Lo normal es el fascismo y su complementariedad: la violencia.

Una camada de jóvenes militares de la dictadura griega había cometido atroces torturas. Fueron juzgados y sometidos a exámenes psiquiátricos. Ninguno de ellos reveló alteraciones psiquiátricas severas. Sin embargo, durante las entrevistas con ellos comunicaron que todos habían sido sometidos a un severo entrenamiento doctrinario ideológico de ocho meses de duración, que culminaba en la práctica con elementos de la tortura sobre prisioneros políticos. Un psicoanálisis de cada uno de ellos probablemente no revelaría mayores diferencias con las habituales neurosis o caracteropatías. Lo singular, en cambio, sería analizar el tipo de discurso institucional que produjo esa singular subjetividad que interioriza la tortura como obvia, necesaria, cotidiana y normal en la formación de los jóvenes militares. No creo en este caso que la ideología institucional funcione como prótesis de la falta de cada uno de ellos. El discurso se filtra intersticialmente, con eficacia a través de un complejo sistema de códigos y afecciones. (La Asociación Psicoanalítica Argentina –APA– producía, en los tiempos que yo cursaba seminarios, un tipo de producción de subjetividad que hacía creer a los candidatos que, para ser psicoanalistas y resguardar la “salud mental”, había que analizarse durante ocho o diez años cuatro veces por semana. Esto, a su vez, se transmitía a los pacientes. Máquina iatrogénica.)

El convencido

En algunas de mis obras, enfocadas generalmente sobre el represor, la institución se presenta siempre en algún momento del discurso de los personajes. En El señor Galíndez, la institución está corporizada por el teléfono que da las órdenes y contraórdenes a los torturadores –Beto y Pepe– en forma constante y contradictoria. Ambos torturadores, no formados ideológicamente, de “la vieja camada” dependen absolutamente de Galíndez para todo tipo de tarea profesional, y están pendientes de la simple aprobación o de las estimulantes felicitaciones de Galíndez. Son el cuerpo menos pensante, institucionalmente los menos formados, o sólo formados en la práctica concreta. La mano de obra barata de la tortura.

Esta dependencia incondicional hacia el señor Galíndez produce en ellos el terror de que puedan ser prescindibles o reemplazables –como ya ocurrió con otros “profesionales” a lo largo de la historia institucional–. Son la parte descartable. Por eso se convierten también en víctimas de la institución. Sobreviven hasta que alguien de mayor habilidad pueda reemplazarlos. Son serie de una larga cadena.

Beto y Pepe recibían órdenes del señor Galíndez para adiestrar a Eduardo, un joven que concurre para aprender el oficio de ambos torturadores. Ordenes institucionales. Pero Eduardo ha estudiado los libros del señor Galíndez: es el nuevo torturador pensante, ideologizado. Como aquellos jóvenes torturadores griegos, ha recibido información a través de un aprendizaje teórico. Aquí hay un cambio cualitativo, con efectos en el discurso institucional y en la producción de subjetividad de los personajes. Para Beto y Pepe, la institución es el teléfono de donde reciben las órdenes concretas del señor Galíndez. Sin órdenes del señor Galíndez, pierden existencia. Eduardo, en cambio, es el nuevo torturador: “el ideologizado” –el Astiz de 1976–. Para Eduardo, los libros del señor Galíndez son conceptos nuevos para “pensar” institucionalmente; para Beto y Pepe, son sólo órdenes concretas.

El individuo debe ser transformado en un convencido; una vez convencido, ya es voz institucional y produce subjetividad institucional a los demás. Basta un convencido para que todos crean en la eficacia de la verdad institucional.

No puede ser sino una estética de la violencia. En algún momento, el represor es violentado para que se logre su sintonía institucional. Puede incluso luchar y desconfiar, antes de ceder. Pero, de esto, nada se habla.

Es lucha de subjetividades. Lucha de poderes. El cuerpo del actor, atravesado por esta lucha y su rendición posterior. Definitiva. Ya está “formado”.

Allí encontramos al represor en su singular lugar de víctima. El de su ética violada por la institución. El verdadero objetivo, insisto, es analizar la lógica institucional, y no la patología individual del represor. Estética de la multiplicidad.

* Texto extractado de Variaciones sobre el teatro latinoamericano. Tendencias y perspectivas, por Alfonso de Toro y Klaus Pörtl (eds.).

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