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Psicología|Jueves, 6 de enero de 2011
Posiciones en la serie de hijos

El heredero y el héroe

Por L. K.

El orden del nacimiento de los hijos interviene, bajo la forma de “protesta fraterna”, como fuerza impulsora en la formación de carácter y de la neurosis, y en la génesis y dinamismo de los procesos de identificación y sublimación. En Conferencias de introducción al psicoanálisis, Freud advirtió que “la posición del niño dentro de la serie de los hijos es un factor relevante para la conformación de su vida ulterior, y siempre es preciso tomarla en cuenta en la descripción de una vida”. Con notoria frecuencia, suele ser el hermano menor el que intenta descubrir, conquistar y cultivar los nuevos territorios, mientras que el mayor suele asumirse como el epígono de la generación precedente, sobrellevando el ambivalente peso de actuar como el continuador y el defensor que sella la inmortalidad de sus predecesores.

El hijo mayor suele ser identificado, desde el proyecto parental, como el destinado a ocupar el lugar de la prolongación y fusión con la identidad del padre. Esta identificación es inmediata, directa y especular. Además, este topos identificatorio puede ser reforzado por el propio hermano mayor, interceptando en el menor el acceso identificatorio a las figuras parentales. Se evidencia en aquél un recelo, en cuanto a no ser cuestionado en su exclusivo lugar como el supuesto único y privilegiado heredero ante los subsiguientes hermanos usurpadores.

El hijo mayor puede estar programado como el que llega al mundo para restañar las heridas narcisistas del padre y para completarlo, y el menor, para nivelar la homeostasis del sistema narcisista materno. La experiencia psicoanalítica nos enseña que la rígida división del “botín de los hijos”, ofrendados como meros objetos para regular la estabilidad psíquica de la pareja parental, es punto de severas perturbaciones en la plasmación de la identidad sexual y en el despliegue de los procesos sublimatorios en cada uno y entre los hermanos.

El hermano menor exige un recorrido identificatorio más complicado para el logro de su identidad sexual, porque por un lado permanece excluido de un disponible lugar identificatorio con los progenitores –circuito ya ocupado y vigilado por el otro– y suele llegar, por un rodeo, a la búsqueda de nuevas alternativas exogámicas y lo más alejadas del territorio de la economía libidinal familiar, en la que el hermano mayor permanece investido como el legítimo heredero, o el reconocido doble, a través del mayorazgo.

Este recorrido identificatorio genera un trabajo psíquico adicional en el hermano menor, acrecentándose su bisexualidad, que puede llegar a sublimarse, propiciando la creatividad: camino intrincado para la plasmación de la identidad sexual, pero también propiciador de búsquedas y de nuevas incursiones en territorios desconocidos. El hermano menor suele estar eximido de ser el portador y garante responsable de la tradición familiar imperante. Mientras que él suele ser el cuestionador y el creador, el primogénito es el epígono y el conservador.

En Psicoanálisis de las masas y análisis del yo, Freud pone de manifiesto, a partir del mito de la horda primitiva y de cuentos populares, la hazaña heroica asumida por el hijo menor para separarse de la masa. “El antecedente del héroe fue ofrecido, probablemente, por el hijo menor, el preferido de la madre, a quien ella había protegido de los celos paternos. (...) Como lo ha observado Rank, el cuento tradicional conserva nítidas huellas de los hechos que así eran desmentidos. En efecto, en ellos frecuentemente el héroe, que debe resolver una tarea difícil –casi siempre se trata del hijo menor, y no rara vez de aquel que ha pasado por tonto, vale decir por inofensivo, ante el subrogado del padre–, sólo puede hacerlo auxiliado por una cuadrilla de animales pequeños (abejas, hormigas). Estos serían los hermanos de la horda primordial, de igual modo como en el sueño insectos, sabandijas, significan los hermanos y hermanas (en sentido peyorativo: como niños pequeños). Además, en cada una de las tareas que se consignan en el mito y los cuentos tradicionales, se discierne con facilidad un sustituto de la hazaña heroica.”

Freud subraya la importancia ejercida por la complacencia materna en la plasmación de la fantasía épica y parricida en el hijo menor. Entre el padre y el primogénito, en cambio, se establece preferentemente un contrato narcisista, en el que prevalecen fantasías de fusión y de especularidad, signadas por la ambivalencia entre mortalidad e inmortalidad.

Estas fantasías se tornan audibles en los mandatos impuestos por el tirano Creón a su hijo Hemón, en Antígona de Sófocles: “Así, hijo mío, conviene guardar en el corazón, ante todo y sobre todo, los principios que un padre formula. Porque ésta es la razón de que los padres ansíen tener en su hogar hijos totalmente sumisos, esos hijos que ellos engendran. De este modo, para sus enemigos son tremendos vengadores; para los amigos de su padre, son tan amigos como él. Ay de aquel que engendró hijos sin provecho. Dime, hijo mío, ¿qué logra si no crearse a sí mismo infortunios y a sus enemigos fuente de desprecio?”.

El primogénito es el primer heredero que anuncia la muerte a su progenitor; sobrelleva una mayor ambivalencia y rivalidad por parte del padre. Este suele negarlas a través de la formación reactiva del control y cuidados excesivos sobre el hijo, llegando al extremo de estructurar entre ambos una simbiosis padre-hijo. Ambos se alienan en una recíproca captura imaginaria. A este vínculo lo he denominado relación centáurica, en la cual el padre representa la cabeza de un ser fabuloso y el hijo el cuerpo que lo continúa, completándolo.

Las frecuentes identificaciones narcisistas que suelen recaer sobre el primogénito tienen un aspecto defensivo para el padre: sirven para sofocar un abanico de afectos que abarca, además de las angustias y los sentimientos de culpabilidad inconscientes y conscientes, afectos hostiles tales como odio, celos, resentimiento y envidia ante la presencia del primer hijo, que llega como intruso y rival. Además, el establecimiento de las relaciones narcisistas parento-filiales desmiente la diferencia entre las generaciones y paraliza el acto de la confrontación generacional: así el padre intenta perpetuarse en la hegemonía del ejercicio de un poder atemporal sobre el hijo, y se rehúsa a confirmarlo como su sucesor y como su natural heredero, aquel que finalmente llegará a suplantarlo.

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