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Psicología|Jueves, 27 de febrero de 2003
CUANDO LOS PUEBLOS SE PRECIPITAN HACIA LA MUERTE

“Nunca se habían elevado como creímos”

Por Sebastián Plut *

Decía Freud, aludiendo a la desilusión provocada por la guerra, que los hombres “no cayeron tan bajo como temíamos, porque nunca se habían elevado como creímos”. El padre del psicoanálisis dedicó numerosas páginas a los problemas comunitarios y vinculares. Así, aludió a la psicología de las masas, de los pueblos, al superyo cultural y los ideales, a las instituciones, a los actos anímicos sociales, a la cultura, a los líderes, a la ética, a la violencia, a la justicia, etc. Algunos de los interrogantes que se plantea, son: ¿cómo se construyen los imperativos éticos y cómo hace una sociedad para sostenerlos? ¿En qué se basa la cohesión de una comunidad? ¿Cómo incide en el conjunto la falta de eticidad de los dirigentes?
En El malestar en la cultura, Freud señala que la cultura comprende la transformación de la naturaleza, la regulación de los vínculos y “debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional”. Ambas, compulsión y renuncia, conforman una serie complementaria y de cada uno de los términos de la misma derivan problemas e interrogantes específicos. Por ejemplo, ¿en qué condiciones se consuma una renuncia pulsional? ¿Cuál es la medida de renuncia necesaria? ¿De qué manera las personas interiorizan la compulsión? ¿Qué efectos produce la falta de ética dirigencial en el proceso de compulsión y renuncia?
El nivel de eticidad que Freud hace participar como requisito de la participación comunitaria supone el lugar para lo diferente. En este sentido –en su artículo “De guerra y muerte”– sostuvo que “podía suponerse que los grandes pueblos habían alcanzado un entendimiento suficiente acerca de su patrimonio común y una tolerancia hacia sus diferentes que ‘extranjero’ y ‘enemigo’ ya no podían confundirse en un solo concepto”. Recordemos que para Freud el primer opuesto del amor es la indiferencia. Lo indiferente alude a lo no significativo y a lo no diferenciado. Luego, en la serie de los opuestos, le siguen el odio –como tendencia a la aniquilación del otro– y el ser amado. Finalmente, la mayor cabida a la diferencia coincide, entonces, con el amor.
La tendencia a la unión –entendida como el encuentro de lo afín pero diferente– es un modo de neutralizar la fuerza de la disgregación y de la violencia. Así, de hecho, es como Freud ha descripto el origen del derecho, como poder de la comunidad, como unión de muchos (y de potencia desigual) para enfrentar el despotismo del más fuerte (o bien la violencia individual). Dicha unión rápidamente debe encarar otro problema: ¿cómo logra ser duradera? Freud –en su artículo “¿Por qué la guerra?”– anticipa que “nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento”. ¿Cuál es la meta de una unión dada? ¿Qué grado de complejización anímica y societaria está expresando? ¿Qué cabida tienen allí los diferentes intereses sectoriales? Los factores disolventes, como vemos, no poseen una presencia ocasional cuya aparición constituya una anomalía que deba sorprendernos. Por el contrario, debemos considerar el riesgo de la fragmentación y dispersión en permanente acecho y preguntarnos en cada ocasión cómo ha de surgir una alternativa diferente de la disolución. Las tendencias agresivas debemos contarlas entre nuestras mociones constitutivas; en cambio, los imperativos éticos son una conquista de la humanidad.
David Maldavsky señala que el pensamiento apocalíptico “condena todo proyecto, toda iniciativa comunitaria que abra el futuro a lo posible, a lo nuevo, y pesquisa y magnifica en cada producción sublimatoria los restos de una voluptuosidad irrestricta, por lo cual dicha producción queda anatematizada como introductora de la disolución en los lazos sociales” (Procesos y estructuras vinculares). Cuando este tipo de pensamiento es encarnado por el líder, se va plasmando un despotismo creciente correlativo de una degradación de las identificaciones recíprocas, de los ideales e impone la fragmentación donde tenía vigencia la cohesión. El liderazgo se va envileciendo progresivamente ante la falta de respuestas adecuadas para hallar transacciones entre las tres fuentes de exigencias (aspiraciones sectoriales, de las tradiciones y exigencias de la realidad). En la organización o comunidad dirigida por un líder apocalíptico se va desestructurando la pulsión social, uno de cuyos componentes, la autoconservación, se trastorna, como en el caso de las personas que perpetran el suicidio. Tal puede ser la situación de aquellos conductores que arrastran a su grupo consigo hasta la tumba. El liderazgo apocalíptico se torna cada vez menos representativo con los consiguientes efectos de supresión de la diversidad, la tendencia a una nivelación descomplejizante y la abolición de los nexos sociales de tipo solidario (requeridos para el trabajo en común). Freud, al respecto, consideraba varios elementos determinantes: a) el “aflojamiento ético” de los dirigentes, b) el modo en que dicho aflojamiento repercute en la eticidad de los individuos, c) y también “la credulidad acrítica hacia las aseveraciones más discutibles” (“De guerra y muerte”).
“¡Desdichado el país que necesita héroes!”, decía Bertolt Brecht en su Galileo Galilei. Desde el punto de vista del procesamiento defensivo cabe considerar tanto la desmentida como la desestimación. Un discurso basado en la desmentida a menudo se acompaña de un proceso desestimante de los fragmentos anímicos y comunitarios que sostienen la generación de lo nuevo, la instancia paterna y una racionalidad ordenadora.
En una carta a Arnold Zweig, Freud le escribió: “Ahora está todo tranquilo, la calma de la tensión, dicen, es como estar esperando en la cama de un hotel que arrojen el segundo zapato contra la pared. Así no se puede seguir, algo debe suceder. Ya sea que nos invadan los nazis o que termine de dorarse nuestro fascismo horneado en casa... Todo ello me recuerda una historia: The Lady and the tiger, en la que un pobre prisionero aguarda en un circo a que le larguen el tigre o que entre la dama que habrá de liberarlo al elegirlo por esposo. El relato termina sin que se sepa si por la puerta abierta de su jaula entran la mujer o el tigre. Esto solo puede querer significar que el desenlace ya no le importa al prisionero y que, por lo tanto, no vale la pena de ser comunicado”. Vivir supone sentirse amado desde dos fuentes: el superyo y la realidad. Desde ambos lugares el ello significa su amor al yo, y si tales tributos no ocurren el yo padece una desinvestidura (tanto desde el narcisismo como desde la autoconservación) que puede conducirlo hacia el dejarse morir.

* Psicoanalista. Profesor y doctorando de UCES. Miembro de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo.

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