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Psicología|Jueves, 6 de julio de 2006
EL AMOR DE ELLA NO ES SEMEJANTE AL AMOR DE EL

“Yo no soy una cualquiera”

Por C. S.

Se dice que el amor de las mujeres es celoso y exclusivo. Celoso es, porque demanda el ser. Hace más que demandarlo, por otra parte: en sus momentos de plenitud recíproca, llega a producir como un borramiento temporal del efecto de falta de ser, un correctivo transitorio de la castración. Correlativamente, la pérdida de amor tiene un efecto depresivo en el sujeto que cree perder una parte de sí mismo y, como dicen algunas, no ser ya nada. Esta vertiente de la experiencia común está acentuada en la histeria, pero no le es particular. Está presente en la mayor parte de los sujetos, a pesar de algunas diferencias entre hombres y mujeres.

Por otro lado, el amor femenino es celoso porque, y esto es lo más interesante, depende de las características de su goce. Contrariamente al goce fálico, el goce otro, suplementario, sobrepasa al sujeto. Primero, porque es heterogéneo a la estructura discontinua de los fenómenos que regla el lenguaje, lo cual tiene por consecuencia que ese goce no identifica. Se ve la diferencia con el hombre, para el cual el goce fálico, que tiene la misma estructura discontinua que los fenómenos del sujeto, posee un valor que identifica. Así, los hombres se vanaglorian de sus hazañas, siempre fálicas, y se reconocen tanto más hombres cuanto más goce fálico acumulan. Eso comienza en la escuela primaria cuando los muchachos se muestran su órgano, lo comparan, lo someten a la prueba de ver quién mea más lejos. El órgano todavía no está en función en el plano estrictamente sexual, pero ya el discurso ha advertido al muchacho que es con eso, por medio de eso, que él va a medirse.

Más tarde vienen las conquistas sexuales que se contabilizan cuando se es hombre. Incluso, algunas veces, y es un fenómeno divertido, sucede que personajes famosos, aconsejados por sus colaboradores, se exhiben con una amante que en realidad no usan, porque eso los posiciona como hombres. Además, en nuestros países, todas las celebridades de la política, del show biz, de los deportes, se adornan con una mujer. Es un hecho. Sin duda, eso basta para impresionar el imaginario propio de una comunidad. Como si se supiera que, al mostrar su mujer, un hombre se muestra. En todos los niveles de la política, de la profesión, del dinero, el hombre se asegura de ser hombre por la apropiación fálica.

No es lo mismo para una mujer. El goce fálico, el del poder, en el amor o en otras partes, ciertamente no le está prohibido. Incluso se puede decir que le es cada vez más accesible. Lo que se llama liberación de las mujeres les da cada vez más acceso a todas las formas de goce fálico. Sólo que hacerlo tan bien como los hombres, eso no te hace una mujer. De allí los conflictos subjetivos que han sido percibidos desde hace tiempo en el psicoanálisis, y cuyas formas varían según las épocas, entre la apropiación fálica y la inquietud en cuanto a la vida de la mujer.

En lo que concierne al goce otro, propiamente femenino, no da más seguridad. Una mujer no se hace reconocer como mujer por el número de sus orgasmos o la intensidad de sus éxtasis. Y, lejos de exhibirse, ese goce a veces se esconde. De lo cual surge la necesidad de otro recurso, los esfuerzos para identificarse por el amor. En otros términos, a falta de poder ser La mujer, queda la posibilidad de ser “una” mujer, elegida por un hombre. Ella toma prestado el “uno” al Otro, para asegurarse de no ser un sujeto cualquiera –que lo es, como ser hablante sujeto al falicismo–, y ser, además, identificada como una mujer elegida. Se comprende, entonces, por qué las mujeres, histéricas o no, más que los hombres, aman el amor.

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