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Psicología|Jueves, 8 de marzo de 2007
VIOLENTO PAN Y VIOLENTO CIRCO EN LA TELE

“Es simplemente un programa venenoso”

Por Sergio Rodriguez *

El negocio de los medios se sostiene en poner en escena aquello de lo que no se puede gozar sin límites: sexualidad, violencia, crimen. Los medios masivos de comunicación dan lugar a un goce en plus, a través de la mirada y la audición. El consumidor, más que consumir, se consume pasivo, mirando televisión, escuchando radio, mirando (no exactamente leyendo) algún medio gráfico; esto le sirve para derivar un plus de libido que, si no, tendría que ser consumida en la actividad sexual directa o en derivaciones agresivas.

El hablante, consumido por los medios, ¿sublima? Creo que en general no: sólo adormece sus pulsiones. Sublimar lleva a crear. El desvío sublimatorio exige letras (“letra” como litoral entre lo real y lo simbólico, tal como lo discernió Lacan en su artículo “Lituraterre”) y significantes que lo hagan posible. Esto ocurre incluso en artes aparentemente iletrados como la pintura, la escultura, la música: siempre están sostenidas por algún sustento inconsciente de letras y significantes.

La emisión mediática tiende principalmente a abrochar significados, sentidos. De eso dependen los ratings, targets, shares. Y de éstos dependerán las ganancias de las corporaciones propietarias de los medios. Paradojalmente, las emisiones de los medios masivos aletargan las pulsiones, al mismo tiempo que las excitan, incitándolas a actuar según el imaginario predominante en esta época. Hoy, el de la cultura hegemónica en los Estados Unidos de Norteamérica. En él, según lo ilustran sus series, películas, noticias y su propio accionar como nación, las escenas más insistentes son las de persecuciones, violencia en general y guerras en particular, sean de pandillas o de invasiones a otros países. En esa tónica, es creciente la presencia de asesinos y violadores seriales, así como los desanudamientos de adolescentes y jóvenes que desembocan en matanzas masivas. Imaginario que, tras una supuesta libertad de información, transparencia e idealización de la transgresión, mete en las pantallas de los televisores una ejercitación de la sexualidad obscena, promiscua y arrasadora de las diferenciaciones.

La guinda del postre, por ahora, es “Gran Hermano”: a lo que ya escribí al respecto en un artículo anterior (Página/12, 12 de mayo de 2001), me limito a agregar algunos aspectos, más evidentes en esta nueva emisión. Toda la publicidad acentúa el carácter de gente común de sus protagonistas. Esto apunta a hacerle creer a la gente común que cualquiera puede vivir lo que, en ese laberinto para ratas (no me refiero con esta metáfora a las personas encerradas en él, sino al artificio inventado por los cerebros corporativos), viven sus habitantes transitorios, seleccionados en un casting al que efectivamente se presentó gente común.

Pero la selección no fue con cualquier criterio. Un equipo de técnicos utilizó criterios convenientes al tipo de emisión que querían lograr. Por de pronto, sólo fueron seleccionados jóvenes. Sin duda, también fueron tenidos en cuenta criterios estéticos y psicológicos. Elaborada esa, digamos, prepizza, fueron encerrados por un largo período para que actuaran según sus impulsos. ¿Lo hicieron, lo hacen así? Afirmo que no. En realidad, sobreactúan personajes que suponen van a impactar en los televidentes.

Si traigo a cuento a este “Gran Hermano”, no es tanto por los objetos de experimentación, como por los otros objetos participantes del experimento –los televidentes, particularmente los más jóvenes–. La pantalla, el supuesto saber de la pantalla televisiva, oferta a la identificación, particularmente de los más jóvenes, esas sobreactuaciones. Entonces, el programa no se limita, como otros, a un circuito de retroalimentación, sino que impulsa la generación de nuevos rasgos culturales, cada vez más confrontados con los necesarios rasgos inhibitorios de cualquier cultura. Dicho sencillamente, es un programa venenoso.

Así, me reinstalo en una disyuntiva y una discusión tan antigua como la historia. Panem et circenses, exclamaba peyorativamente Juvenal ante la decadencia del Imperio Romano y sus espectáculos sanguinarios en el Coliseo. Pregunto: ¿Se puede suponer una sociedad sin panem et circenses, incluidas las “barras bravas” de los espectáculos masivos, llámense fútbol o rock? El totalitarismo fascista ofreció, privilegiadamente, ascéticas escenas deportivas en pro de la superioridad aria o del risorgimento romano. Desembocó en provocar una de las guerras más crueles. En cuanto al Estado totalitario comunista (que había sido ungido por los deseos de paz, pan y tierra de masas hambrientas y desangradas y por políticos que, constituyéndose en dictadura, creyeron hacer posibles sus ideales), su “realismo socialista” pretendió erradicar de los medios al erotismo y la violencia (a menos que ésta apareciera al servicio de fines “nobles”): obtuvo medios aburridos, inmirables e inescuchables, o sea, inviables. Al mismo tiempo, los Estados totalitarios comunistas acallaban toda disidencia con represión violenta y constante. Finalmente, el muro que, como los medios de comunicación estatales, ocultaba la insatisfacción, se vino abajo y abrió el regreso de un capitalismo salvaje, inmisericorde, apenas oculto tras un barniz democrático.

Trato de decir que parece haber una relación entre retirar la violencia y la transgresión del espectáculo y facilitar que éstas se hagan realmente presentes en la vida social. Esto no excluye que su presencia en los medios las estimule. El ejército norteamericano, el israelí y los fundamentalistas islámicos no muestran las imágenes más terribles de sus guerras, las de exterminios masivos, pero no excluyen las que buscan aterrorizar a los enemigos: decapitaciones, campo de concentración de Guantánamo, torturas, bombardeos masivos.

En esta paradoja, los medios electrónicos cuentan con el aura de la tecnología y la sensación de saber universal que produce la contemporaneidad omniabarcativa que logran con la trasmisión satelital, en lo que llaman tiempo real. A partir de dicho efecto, generan la creencia de que trasmiten toda la información al instante. Esto les facilita construir hipnóticamente dichos imaginarios. Consiguientemente, engendran identificaciones que hacen de soporte a nuevas violencias.

Los objetos perdidos o nunca tenidos siempre remiten a escenas en las que no se accedió a lo anhelado y que quedaron bajo represión primaria o secundaria. La pantalla televisiva, las voces radiales, las fotos en diarios y revistas, resuenan en lo reprimido y en cierto parentesco con los restos diurnos que disparan sueños, abren vías de realizaciones de deseos, desnudan claves de goce. De ahí que al consumidor de medios le sea tan difícil, si no imposible, apartarse de ellos. En verdad, los medios lo consumen, al aplastarlo contra los sillones de la pasividad.

* Fragmento de un artículo que se publicará en Psyche Navegante Nº 76; www.psychenavegante.com

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