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Sociedad|Domingo, 8 de febrero de 2009
Natividad Obeso, la historia increíble de una mujer que logró renacer

Volver a vivir

En su Perú natal era empresaria. Fue secuestrada por Sendero Luminoso, pero en épocas de Fujimori la acusaron de terrorista. Escapó a Buenos Aires. Vendió chocolates en el Once, fue mucama y la persiguió la policía. Se convirtió en activista por los derechos de las mujeres migrantes y llegó a relatora en la ONU. Ahora, al fin, cerró la causa en su país y quedó absuelta.

Por Mariana Carbajal
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Natividad Obeso es una reconocida activista por los derechos de las mujeres migrantes en la Argentina. Está feliz. Se le nota en los ojos. Hace poquito le comunicaron que la acusación de “terrorista” que pesaba sobre ella en Perú, y que la obligó a dejar su pueblo en las sierras del norte de un día para el otro y la trajo a Buenos Aires, ya no existe. La causa cerró y la declararon inocente, como ella siempre sostuvo entre sus afectos más cercanos: a los demás nunca se atrevió a contarles los detalles de su huida y los motivos por los cuales le otorgaron aquí el status de refugiada: hablaba de persecución política, pero sin más aclaraciones. Ahora que puede regresar a su tierra, después de 16 años de ausencias, se anima ante Página/12 a correr ese velo de silencio y heridas abiertas. La suya es una historia increíble, la de una mujer renacida.

Pocos conocen que fue secuestrada por un comando de Sendero Luminoso, que fue sometida a un juicio popular, que sobrevivió a ese episodio, y que en breve tiempo pasó de ser una empresaria próspera en el departamento de Cajabamba, a deambular por las calles de Buenos Aires con una profunda depresión por la lejanía de sus cuatro hijos –a los que había dejado en Perú al cuidado de su madre–, que incluyó dos intentos de suicidio; que pasó de tener cuatro empleadas domésticas en su casa a trabajar aquí como mucama, y a vender chocolates en la estación de Once; que pasó de codearse con el comisario de su pueblo a sufrir atropellos y abusos policiales en el exilio porteño, como tantos migrantes. A días de su regreso a Perú –en octubre se hizo una escapada de una semana pero ahora se va por dos meses y verá si la vuelta es definitiva– acepta rearmar su recorrido, que condensa las desventuras de muchas mujeres que, como ella, tienen que sobrevivir, casi volver a nacer en un territorio adverso –a las migrantes– y desconocido. “Quiero decirle a mi pueblo que no es fácil migrar, para que salgan prevenidos, que los primeros que violan nuestros derechos son las autoridades consulares”, dice sobre sus próximos objetivos.

Morir y renacer

Natividad es bajita. Tiene 48 años, la piel dorada. Integra el consejo asesor del Inadi en el Area de Migración y Refugio y encabeza la Asociación Civil de derechos humanos Mujeres Unidas Migrantes y Refugiadas en Argentina (Amumra). Ha sido “speaker” en las Naciones Unidas y disertante en foros internacionales adonde llevó la voz de las migrantes. Pero ese recorrido comenzó hace menos de una década. Antes, tuvo otras vidas.

Vivía en el departamento de Cajamarca, provincia de Cajabamba, en las sierras del norte de Perú. Era una madre sola –estaba separada– y tenía a su cargo sus cuatro hijos pequeños y seis hermanos menores. Llevaba una vida muy acomodada. Era propietaria de la distribuidora de la cerveza Pilsen Trujillo y vendía –lo recuerda muy bien– unos 6500 cajones por mes por las localidades cercanas. Había estudiado contabilidad pero nunca había ejercido. En cambio, había heredado de su padre las dotes para el comercio y le iba muy bien en eso. Eran los inicios de la década del ’90 y gobernaba Alberto Fujimori. Natividad había tenido una incursión en la política local: se había presentado como candidata a alcaldesa por su propio partido pero no había resultado electa. Cajabamba estaba identificada como zona “roja” en materia de terrorismo, por la presencia de comandos de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. “Hasta ese momento era una mujer feliz, gozaba de los beneficios de tener una empresa. Era una excelente vendedora”, recuerda con nostalgia, en un bar de Palermo. Hasta que un día le llegó la noticia que cambiaría el transcurso de su vida: el mayor Bernardo Ojeda, jefe de la policía de su pueblo, le avisó que había recibido una orden de captura contra ella. Era entre fines de 1993 y principios de 1994, dice. A veces, reconoce, las fechas se le mezclan. Algunos eventos los borró: la tristeza que viviría luego en el exilio afectaría su memoria.

La orden de detención la acusaba de terrorista. Natividad, dice, no lo podía creer. Lejos estaba ella de compartir la ideología de los grupos insurgentes que sembraban el terror entre los campesinos, sus vecinos. Sí, reconoce, no le quedaba otra que pagarles “el cupo”, una colaboración mensual de dinero que exigían a los empresarios a fuerza de extorsión, bajo la amenaza de atentar contra sus familias. Ella, que le prestaba su camioneta los jueves a la comisaría local para patrullar, que todos los domingos era invitada a participar del principal acto cívico, “el izamiento del pabellón”, con las fuerzas vivas del pueblo, tuvo que ser esposada hasta la fiscalía de Cajamarca. El recuerdo la quiebra. “Es algo que hasta ahora no lo he podido superar”, dice, limpiándose las lágrimas con las manos. No será el primer llanto. Las heridas están abiertas. Los recuerdos le arden.

Natividad declaró en el tribunal y fue notificada de que no podía salir del país (ver aparte). En poco tiempo tramitó el pasaporte. Aunque tenía orden de no salir del país, la falta de informatización de los archivos oficiales le jugó a favor para que algunos contactos en la policía le facilitaran la documentación para emprender el exilio. Dejó su pueblo y dejó a sus hijos al cuidado de su madre. Natividad viajó a Buenos Aires en un micro cargado de compatriotas que venían a la Argentina en busca de trabajo y movidos por la violencia y la desocupación que se vivía en Perú y atraídos por un cambio monetario favorable.

–Yo pensaba que venía al Hotel Sheraton –se sonríe de su desinformación–-. Nos bajaron en una fábrica tomada en la calle Darwin, entre Cabrera y Gorriti. Me hicieron comprar una cucheta, sábanas y maderas para hacerme un cuarto. Yo nunca había salido de mi país, máximo conocía Lima. Había viajado toda alhajada, porque es costumbre en mis sierras andar con pulseras y anillos de oro. Al poco tiempo me las quitaron en la comisaría frente al Hospital Ramos Mejía una vez que me detuvieron “por hacer escándalo en la calle”, mentira total, cuando entraba a un hipermercado de Once, que estaba de moda que los peruanos compraran ahí. Eso fue el 11 de agosto de 1994.

Esa fecha no se la olvidó. Tampoco las miserias y los abusos que padeció como migrante.

El ’94 fue el año que los migrantes la pasamos peor, la policía nos detenía, nos pedía documentos, nos sacaba plata. Estuve un año deambulando mal de la cabeza porque extrañaba a mis hijos. Durante casi cinco años viví en el anonimato, con miedo. No sabía que tenía el derecho de pedir el status de refugiada. Nadie me informó. No me enteré. Si hubiera tenido una mano amiga que me dijera cuáles eran mis derechos, quizás hubiera sido una empresaria.

Natividad había traído 15.000 dólares, que los mandó de vuelta rápidamente porque no tenía dónde guardarlos.

De la fábrica tomada se fue pronto. Vivió luego en una pensión, en cuartos donde dormían más de quince connacionales. Al tiempo se puso en pareja con otro peruano que viajó en el mismo micro que ella y que hoy es su esposo. Fue a ofrecerse a una distribuidora de la cerveza Quilmes para trabajar, pero le dijeron que sin documentación no podían tomarla. Fue vendedora ambulante en Once –”vendía chocolates Hamlet, dos por un peso”– y empleada doméstica por hora. Su primer empleo como mucama no se lo olvida: fue en un departamento de la avenida Belgrano. La mandaron de una agencia en la calle La Rioja e Hipólito Yrigoyen. La patrona la trató muy mal.

Yo lloraba, no estaba acostumbrada. Al que es ahora mi esposo le decía, “llevame a mi país”. Cada vez que colgaba el teléfono, después de hablar con mis hijitos, eran lágrimas. Entré en una depresión total. Veía chicos y corría detrás de ellos: pensaba que eran los míos.

Su pareja la llevó a atenderse con un psicólogo en el Hospital Durand. En la terapia le recomendaron que se distrajera. Su pareja trabajaba por entonces en un lavadero de autos y le quedaban monedas de las propinas.

Me las daba y me decía que fuera por la avenida Córdoba que en ese momento tenía un montón de esos juegos para sacar peluches y me gastara las monedas en eso.

En pocos meses, la Natividad que había sido había dejado de existir. Casi cinco años –cuenta– estuvo así. Hasta que un hermano suyo en Perú recibió noticias de una compatriota que la había visto tan mal y se vino a Buenos Aires.

Mi hermano me trajo los videos de las actividades que hacía yo en Cajamarca. Con la distribuidora auspiciaba eventos, regalaba vasos, camisetas, marquesinas. Me consideraban una vendedora “estrella”. Lamentablemente me sucedió eso en el mejor momento de mi vida.

Otra vez el llanto. Otra vez los recuerdos que lastiman. El hermano de Natividad le mostraba los videos para recordarle la mujer que había sido, para ayudarla a salir de la depresión. Pero el pozo era muy hondo.

El camino de los derechos

Recién en 1999 pudo reunirse con sus hijos: después de cinco años de separación. Ahí, tal vez, empezó su lucha por los derechos de los migrantes. En el secundario no querían tomarlos porque no tenían DNI, tampoco en la universidad. Ese mismo año, a través de un periódico de la colectividad peruana, se enteró de que tenía que ir al Comité de Elegibilidad para Refugiados, que depende de Migraciones. Tres años luchó para obtener el status de “refugiada” por razones políticas y así sus hijos pudieron tener los documentos para continuar sus estudios sin discriminaciones. Con algunos ahorros abrió con su hermano un locutorio para peruanos en la avenida Corrientes y Larrea. Ese año, el ’99, fue clave para ella: empezó a remontar la cuesta. Hasta ese momento no conocía más que el recorrido del colectivo 168, que la llevaba desde la pensión hasta Once. Recién ahí, con menos miedos, descubrió el Obelisco y la Plaza de Mayo.

Pero el locutorio no hizo más que volver a recordar su propia historia.

Cada colgada de teléfono eran llantos de mujeres. Yo estaba ahí, en el mostrador, las escuchaba y les preguntaba. Ahí empecé a escuchar muchos testimonios de mujeres, de sus sufrimientos.

Ese fue otro escalón que dio Natividad en su renacer y su nueva vida que iría moldeando a la activista. Otro hecho que le marcó el camino fueron las elecciones peruanas de 2001 en las que resultó electo Alejandro Toledo. Natividad Obeso se enteró en el locutorio donde atendía, por otras peruanas, de que tenía que ir al consulado de su país a realizar el cambio de domicilio para votar en Buenos Aires. También se enteró de que les cobraban una multa por no haber participado en comicios anteriores. Se le ocurrió buscar información en Internet y se encontró con la sorpresa de que las multas habían sido condonadas. Para todas y todos los peruanos que vivían en el exterior. Con una copia de la noticia se fue a hacer el trámite y se encontró con una extensísima cola de compatriotas a los que les cobraban la multa.

Le dije a los compañeros que nuestras autoridades consulares se estaban abusando de nosotros y se me ocurrió llamar a Crónica TV para denunciarlo. En el ínterin, me tocó el turno porque una mujer me cedió el número de su hijo, y pedí hablar con el cónsul. Era la primera vez que entraba en el Consulado. Primero se negó a atenderme; después, cuando le dije a la secretaria que venían las cámaras accedió.

Natividad, dice, le increpó al cónsul el hecho de que siguieran cobrando una multa que ya no existía. Fue una gran victoria: la multa no se cobró más. Al salir, estaba ya Crónica TV y los otros peruanos la señalaron a ella para que hablara. Era su primera vez ante una cámara. Después vendrían tantas más. Otras mujeres peruanas, profesionales todas, le plantearon que las defendiera. Se empezaron a reunir. Con ellas formó Mujeres Peruanas en Acción. Después se distanciaría de esa organización y formaría otras, hasta llegar a Amumra (ver aparte). En estos años, llevó los padeceres de sus connacionales y de migrantes de otros países a foros internacionales, luchó por la nueva ley de Migraciones que se aprobó en el Congreso el 17 de diciembre de 2003, denunció la explotación en talleres textiles clandestinos, y otros atropellos. A fines de diciembre, convocó a figuras como la ministra de Justicia de Bolivia, Celina Torrico, el premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, y a la feminista brasileña Silvia Pimentel, integrante del Comité de la ONU contra la Discriminación de la Mujer, entre otras personalidades, al Tercer Tribunal de Mujeres Migrantes y Refugiadas en Argentina, que en la Plaza de Mayo juzgó simbólicamente distintas situaciones de violación de los derechos de las migrantes, un evento que tuvo el auspicio del Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer (Unifem).

Natividad caminó un largo sendero. Hoy es una reconocida defensora de los derechos de las migrantes. Está preparando sus “maletas”, ahora con más tiempo que cuando las hizo para dejar Cajamarca, para partir el 14 de febrero rumbo a su pueblo. ¿Regresará a Buenos Aires? Seguramente, sus hijos ya asentaron aquí sus raíces –uno estudia Arquitectura en la UBA, otro está por empezar Derecho– y tiene dos nietas. Pero tal vez la vuelta sea sólo de visita. Natividad todavía no lo sabe, dice. Sí, apunta, quiere ahora dar a conocer su caso, con todos los detalles. Y ayudar a compatriotas suyos que quieran buscar nuevos horizontes en otras tierras a que la migración no les resulte tan dolorosa. ¿Cómo? Con información precisa, la que ella no tuvo por largos años.

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