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Sociedad|Domingo, 6 de septiembre de 2009
LOS PORTEÑOS QUE, A FALTA DEL COLON, VIAJAN EN MICROS

En busca de la ópera perdida

El síndrome de abstinencia lírica tiene su remedio: los domingos, después del mediodía, en Corrientes y Callao se amontonan combis y micros para llevar porteños a la función del Teatro Argentino.

Por Soledad Vallejos
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Por Soledad Vallejos

Cuando para algunos recién va llegando la sobremesa del domingo, para otros ya comenzó el éxodo. A poco más de una cuadra de Corrientes y Callao, aun bajo la lluvia y en el frío, tres micros de larga distancia van llenándose con prontitud y otros dos esperan su turno para abrir las puertas. En cuanto la flotilla parecería empezar a desbordarse, un par de combis dobla en la esquina y el proceso se inicia de nuevo. La gente sigue llegando al lugar, como si brotaran por generación espontánea. Ante la triste y silenciosa orfandad en que los ha sumido el cierre del Colón, los melómanos porteños, aunque a decir verdad habría que hablar de las melómanas porque ellas son mayoría, dejan Buenos Aires. ¿Por qué? Porque al público de ópera lo conforman seres de costumbres y si es necesario viajar hasta La Plata, pasar allí casi todo el día y volver entrada la noche, en aras de disfrutar una función y sentir en el cuerpo la evidencia física de la acústica, lo hace.

El sonido de la música

Que sea fin de semana sólo refuerza las ganas viajeras de quienes necesitan tener cerca los sonidos de una voz entrenada, el trabajo de escenógrafos, régisseurs, músicos, iluminadores, vestuaristas y todos los rubros de artistas que una obra lírica pone en marcha con la delicadeza de una máquina implacable. Los viajeros dicen que no poco tiene que ver que las políticas culturales porteñas terminaran dejando, de facto, a la ciudad sin Teatro Colón. A eso se suma que el público platense no desdeña la ventaja de tener jugando como talento local al gestor de algunas de las puestas porteñas más mentadas de los últimos años, el barítono y régisseur Marcelo Lombardero. Sobre él en lo artístico y Leandro Iglesias en el aspecto general caen las responsabilidades de la dirección del Teatro Argentino de La Plata, donde continuaron lo que habían comenzado en el Colón hasta que las tapias y las obras infinitas cercaron a la sala porteña. Entonces, aun cuando no dejaron de asistir a otros ciclos que mantienen activo el circuito de Buenos Aires (con osadía y calidad pero desde el ámbito privado), los fieles empezaron a viajar para encontrar en otra ciudad lo que se desvaneció cerca.

El ómnibus arranca, luego sube a la autopista y llega en silencio, o al menos con un bullicio que no excede lo esperable en un transporte repleto. No se trata de un viaje de egresados, pero en algún sentido es una excursión. Viajan señoras y señores maduros y hasta mayores, el público habitual de la lírica hasta hace cerca de una década, pero también el público que había empezado acercarse en los últimos años: veinteañeros, treintañeros; alguna pareja joven con un adolescente también se deja ver. La asistencia es tan amplia como un teatro con capacidad para 2200 espectadores. No son pocas las señoras que viajan solas. Se ven, también, un par de grupos de mujeres en sus cuarenta: casi como una versión de fanatismo lírico, porteño y menos fashion victim que las neoyorquinas tensas, traen en un segundo el recuerdo del cuarteto de solteras de Sex and the city. Al menos a lo largo de los 50 kilómetros que dura el recorrido, hablan de todo menos de ópera, hasta que se produce la entrada a La Plata y el micro se detiene: en la vereda opuesta, entre edi-ficios netamente sobrevivien- tes de la Belle Epoque, espera el teatro.

En una sala que, a diferencia de lo que es habitual en Buenos Aires, no funciona con el sistema de abono, las boleterías hablan más o menos claramente. Si se asume que las ventas realizadas en la boletería platense son para público local y las que se han hecho por Internet son para el de Buenos Aires y alrededores, se llega a la conclusión de que alrededor del 35 por ciento de quienes asistieron a óperas los domingos llegaron desde Buenos Aires. El 33,6 por ciento en el caso de Salomé (entre fines de abril y principios de mayo), el 37,6 por ciento en Il Trovatore (en los últimos días de mayo), el 35,9 por ciento en el caso de Lucia di Lammermoor (a mediados y fines de agosto). Lo mismo podría haber sucedido en julio, de no haber mediado la reprogramación a que obligó la epidemia de gripe y sus medidas higiénicas preventivas. Pero ahora, habida cuenta de que el parate obligado por motivos de salud ha quedado atrás, el público retomó el envión. Es claro, también, que el público porteño prefiere viajar para ver óperas antes que funciones de ballet, y por una diferencia notable: 1652 personas optaron por lo primero, 447 por lo segundo. Aun con la exigencia que supone, o quizá precisamente porque eso lo convierte en la salida del fin de semana, los domingos son los días favoritos, por lejos: el 90 por ciento eligió ese día para Salomé, el 80 para Il Trovatore, el 75 para Lucía..., mientras que los demás se repartieron entre viernes y sábado.

Ida y vuelta

“Puede ser que se vaya el día, pero vale la pena, porque escucho óperas que de otra manera no podría disfrutar y de paso paseo un poco”, explica Amelia, una médica de 50 años que aunque nunca tuvo abono en el Colón (“Porque mi agenda a veces es un poco complicada y nunca se cuándo voy a poder”), asistía religiosamente a cada nuevo título en cartel. Desde el cierre de la sala lírica de la municipalidad porteña, dice, es como si algo le faltara. “Las óperas del Avenida están muy bien, y cuando puedo y hay algo que me interesa también voy, pero me falta la tradición, no sé cómo decirte, es como que una antes iba a ver a un amigo que ahora no está más. ¿Y entonces qué hacés? Bueno, buscás algo que te lo recuerde”, grafica, mientras a su lado una amiga asiente. Un poco más al fondo del micro, Fernando se indigna y se alegra a la vez. Hacerse una escapada aunque sea cerca siempre es conveniente y saludable, dice, “y La Plata es una ciudad muy linda, pero de todas maneras no está nada bien que de alguna manera sea compulsivo”. A la hora, poco antes de que en el foyer comience a sonar el timbre que advierte sobre el inicio del espectáculo, él y otros turistas no tan accidentales se resarcen en las inmediaciones de la sala. Como si del final de una travesía agotadora se tratara y fuera preciso renovar fuerzas para lo que sigue, los espectadores se desparraman sobre los bares de la zona y agotan cartas que, en algunos casos, ofrecen exquisiteces de repostería y almuerzos gourmet. Van llegando las cinco de la tarde, y las butacas empiezan a ocuparse.

Cuando cae el sol, el telón se levanta y en la sala se hace el silencio. El público es tan heterógeneo como lo permiten las localidades, vale decir, notablemente amplio en más de un sentido. Las plateas, según sean altas o bajas y de acuerdo con las ubicaciones, oscilan entre los 110 y los 95 pesos; los palcos entre 75 y 60; las cazuelas van de 45 a 35; las tertulias de 35 a 15, a los que pueden sumarse las ventas de último momento especialmente reservadas, con descuentos importantes, para estudiantes (no sólo platenses). Muchos de quienes llegan desde Buenos Aires también han recurrido al servicio de transporte de pasajeros que oferta sus tickets de ida y vuelta por Internet, de la misma manera que las entradas, con lo que el presupuesto de la salida se incrementa en 30 pesos, y añade una diferencia horaria: para llegar a la función de las 17.30, los transportes salen del centro porteño poco después de las 14, y regresan al terminar el espectáculo, con lo que se pisa nuevamente Buenos Aires alrededor de las nueve de la noche. El día entero ha huido a merced del apetito lírico.

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