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Sociedad|Viernes, 8 de enero de 2010
En el centro marplatense, desde La Perla hasta Varese, hay mucha gente, pero se gasta poco

Los balnearios del turismo gasolero

Los vendedores son el termómetro que mide el movimiento de las billeteras. En las playas céntricas prevalecen las familias que llevan el almuerzo y la sombrilla y dejan raleadas las carpas y los puestos. Estrategias para gastar poco y estirar las vacaciones.

Por Soledad Vallejos
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Al mediodía, cuando el sol arrasa, la playa se llena, pero los lugares de comida están semivacíos.

Desde Mar del Plata

“Cuanto mucho hacés stop, digo strip-tease”, grita una señora a otra que se aventura entre las rocas de La Perla cuando es tan temprano que las olas golpean fuerte “y como hay verdín, si te agarran, te caés o hacés stop, no, strip”. Apenas pasaron las nueve de la mañana y las playas se ven remolonas; pero en un rato, como quien no quiere la cosa, comenzarán a poblarse. Sin embargo, en las arenas del norte de Mar del Plata, dicen los expertos en temporadas, hay mucha gente y poca plata, a pesar de que el arranque del año, con ese fin de semana largo que se inició en 2009 y terminó en 2010, prometía arcas llenas. Reposeras instaladas tan cerca de la orilla que el agua puede balancearlas y paradores con la mitad de las sombrillas vacantes, canastas llenas de viandas fáciles de armar y comer en medio de la arena, bares y restaurantes de la costa a medio llenar y la predilección por los shows gratuitos en que se convierten las transmisiones televisivas en vivo parecen dar algo de razón a quienes están esperando, todavía, que la tendencia gasolera de las familias deje de copar la parada.

La espera que es soleada

“Todavía se ve que no vino el grueso”, dice Marcelo, un vendedor de pulseritas de hilo –“¡mire qué lindas!”– que recorre la arena desde hace cinco veranos. Se nota que falta un poco “porque el año pasado por acá, a esta altura, no podías caminar”, agrega, mientras vuelve a enarbolar la madera que cientos de pulseritas, con el movimiento, convierten en una palmera bailarina. Más allá, dice con el Torreón del Monje como meca, “hay más guita” o, por lo menos, la ilusión de encontrarla. Más acá, en cambio, en La Perla, se vende nada y falta bastante para que remonte la mañana, aunque, entre mujeres paseando cochecitos, algunos atletas mañaneros se animen a desafiar la máxima de no correr nunca bajo el sol fuerte. Donde la Costanera separa la ciudad del agua, algunas cañas con el hilo al viento dejan respirar las ilusiones de unos pocos pescadores que, de tanto en tanto, agitan los anzuelos con gestos ampulosos. Tan expresivas son las maniobras de uno que despierta expectativas y un vecino ocasional, que segundos después no puede contener la satisfacción, dice: “No sacó nada, la plomada era nomás”.

Alguna familia, algunos abuelos con sus nietos bajan audazmente las escaleras, a la pesca de algún lugar libre en la arena. También algún grupo de amigos en plena tercera edad, aunque estadísticamente se registren más de amigas, con las cuatro chicas que rondan los ’70 y que, mientras acomodan reposeras sobre las baldosas y ultiman los detalles para el mate, escuchan las alternativas del entierro de Sandro, leídas en voz alta para todas por una quinta participante de la velada. “Ay, qué blanca estoy”, se desespera por el hallazgo de su propia piel una señora algunos metros más allá, untándose el bronceador con una fe inclaudicable en su poder colorífero. “Blanca, blanca, blanca”, se obsesiona, y retoma el embate poco después, fortalecida tras una galleta y un mate.

El sol arrasa con todo lo que encuentre a su paso. Aunque recién es mediodía, ya se terminaron las gaseosas que habían traído en la heladerita Juan Manuel y Coca, que como todos los años vinieron desde San Miguel “porque es muy linda, muy divertida Mar del Plata, se ve gente, hay artistas”. Este año, dicen, la fidelidad tiene más costo que otros veranos. Comer afuera “te sale un perú”, los espectáculos son tan caros “que vamos a tener que elegir uno en vez de ir a todos los que quisiéramos”, y para poder estar siete días, en lugar de cinco, decidieron ahorrar en comida, llevándose viandas y bebidas a la playa. “Así, nada más comemos afuera a la noche –dice Coca–, y de paso me ahorro cocinar.” Como una retahíla, hasta la misma orilla llega el “qué te vendo, mi reina, cachorrona de mi vida, bombona” que una gitana lanza sin suerte a una turista rebelde. Ni siquiera amagándole una lectura de manos la paseante se detuvo. “Vas a tener una vida larga”, prueba por última vez. “Va a ser demasiado”, contesta la fugitiva, que difícilmente tenga más de 40.

Ofertas de ocasión

En el aire se nota que va llegando la hora de comida, pero en los bares y restaurantes apenas hay movimiento; los chiringuitos, con sus licuados que rondan los 10 pesos y sus superpanchos y hamburguesas entre 7 y 10 tienen algo más de suerte. En cambio, los artesanos del Paseo Dávila, las cuadras reinauguradas al comienzo de la temporada tras meses en refacción, no se quejan. “Se vende, claro que se vende”, desmiente Mercedes, que por estos días atiende con su esposo Augusto el puesto de su amigo Quique, un artesano de 67 años convaleciente de una operación. La feria es, en realidad, una seguidilla de mantas ubicadas, informal pero persistentemente, en la curva del paseo, donde la playa se vuelve rocas y no queda sino caminar por la calle. “Pero es que acá se vende todo el año. Ahora porque es verano se vende un poco más, pero en invierno también viene gente, vienen jubilados, los chicos down de Tucumán, hay muchos congresos de médicos”, agrega, mientras a su lado Ana María, “la de los gnomos”, asiente con convicción y al otro lado, desde su puestito lleno de caracoles de todo el mundo, Jaime González pregunta “¿Página/12?” y saca presto, de un cuaderno inmenso, la fotocopia de una entrevista publicada en estas páginas el año pasado. “Es que Jaime es muy interesante –explica Mercedes–; fue navegante.”

Pasando el mediodía, la Popular es definitivamente una versión marítima de la calle Florida. Para llegar a la orilla, más que esquivar, es preciso saltar sobre familias enteras, con sus heladeritas, mantas y juguetes de los chicos incluidos. El público, familiar en el sentido más extenso (y generacional: padres, abuelos, nietos) de la palabra, pareció generarse espontáneamente, en algún momento entre la mañana y la una. Y así, con ese énfasis, se arroja sobre las olas o las salta, o simplemente las contempla mate en mano. Tampoco por acá los vendedores de “barata la sombrilla” están con mucha suerte. En la Bristol, donde parece haberse logrado una mayor concentración de personas por metro cuadrado, la cosa mejora un poco, y también en las arenas más despejadas de Varese, explica un vendedor ambulante de bijouterie muy dorada y muy barata que prefiere no dar su nombre. ¿Teme tener problemas por falta de permiso? “No, la municipalidad nos deja trabajar. Es por las dudas, nomás.”

Sobre la arena rankean alto El símbolo perdido (el último libro de Dan Brown), los torneos de tejo (hit en la Popular) y las paletas (que pueden conseguirse por módicos 10 pesos el par, con su pelotita ad hoc). En el cielo, en cambio, a la cola de los aviones que vuelan con banderitas publicitarias, sólo se encuentran variantes de una cosa: la promoción de analgésicos para el dolor de cabeza y las indigestiones.

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