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Sociedad|Jueves, 21 de enero de 2010
Miramar, playa y verde a sólo 50 kilómetros de Mar del Plata

El mismo mar en una versión sin ruido

Territorio donde la bicicleta prevalece sobre el automóvil, Miramar ofrece además buceo, buggies en la arena y el clásico Vivero.

Por Soledad Vallejos
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Miramar es la playa que eligen los marplatenses cuando quieren huir de la invasión turística.

Desde Miramar

¿Qué hacen los habitantes de una gran ciudad balnearia cuando quieren cambiar de aire sin alejarse de sus hogares ni abandonar las olas ya conocidas? Si el lugar de origen es Mar del Plata, la escapada (que también suele ser vacación) queda a menos de 50 kilómetros, tiene el encanto de las playas no saturadas y se llama Miramar. Allí, entre los niños y las bicicletas del lema miramarense tan mentado en los ’60 y los ’70 (aunque bien podría hablarse de los cochecitos a pedal, uno de los medios de transporte alternativos más usuales), hay marplatenses descansando luego de ceder, agobiados por la llegada masiva de contingentes con ganas de playa y asfalto, su propia ciudad por unos días.

“La gente de Mar del Plata siempre viene acá”, afirma Sergio, al borde de una pileta que, aun cuando desde afuera parezca pequeñita, tiene cuatro metros de profundidad y carpas gigantes, como corresponde a esa especie de pez japonés que sólo crece hasta donde el espacio que habita se lo permite. Por la costanera que divide asfalto de arena, seguir la avenida es avanzar desde la entrada de la ciudad para dar con el Vivero, una reserva forestal y dunícola que alberga 500 hectáreas de un verde profundo y protegido. Hasta allí, insiste Sergio, van los marplatenses, porque “ellos toman aire acá. Fines de semana, sean largos o no, y también en vacaciones, los marplatenses vienen acá”.

¿Y gente de otros lugares no? Sí, claro, continúa, y explica que por algo él y sus socios eligieron, hace nueve años, dejar Buenos Aires para pasar todas las temporadas en Miramar, al frente de dos emprendimientos tan vinculados que quedan puerta de por medio: los estanques de “Aventura 4 elementos”, donde hacen bautismos y prácticas de buceo para niños y adultos (y tienen también una palestra de diez metros pensada para las primeras experiencias de escalada y rapel), y el restaurante especializado en pescados, que suele abrir por las noches. La tarde ventosa, por lo pronto, colabora, porque dos muchachos que están en la costa desde hace unos días se animaron a respirar bajo el agua con un tubo auxiliar en la espalda, a moverse en la profundidad del estanque y ver de cerca las carpas, ante todo porque el mar está bravo. “Ahora sí –dice uno de ellos a poco de desprenderse de esa piel áspera en que puede convertirse el traje de neoprene–, estamos cancheros.”

Por las calles, los autos están en franca minoría. Los hay, desde ya, pero casi todos se encuentran estacionados. La calzada es territorio de ciclistas avezados y de ocasión, pero quienes dan la nota, decididamente, son no sólo los chicos, sino los señores y las señoras que van y vienen por la costanera a pura risa y esfuerzo en los autitos a pedal. Un poco más allá, llegando al universo asombroso del Vivero, algo cambia y es el ruido que viene desde el fondo de las dunas, donde ni siquiera se ven bañistas. Suena a motor, a lejanía que se abrevia y a velocidad, todo lo que deja de resultar extraño cuando se deja ver una tropilla de buggies, autitos a motor, con acelerador, freno, cinturones de seguridad y la capacidad de alcanzar los 60 kilómetros por hora. Llegados desde Mendoza, donde suelen cruzar ríos de montaña y rodar por caminos de piedras llenos de vegetación durante el resto del año, hacen su primera experiencia en la costa. Dejan atrás la ciudad, avanzan por la costanera, y bordean (literalmente) la orilla, esquivando las olas y adentrándose en el mundo de dunas altísimas que diseña, con la improvisación del clima, una pista a veces intrincada.

Lo que era brisa se vuelve viento y el aire trae el olor a leña de una parrilla cercana, pero también las señas inconfundibles de toda ciudad atlántica argentina. Con el rumor de los paseantes, crece el perfume a papas fritas de la peatonal que, como corresponde, ofrece recuerdos, alfajores, un paseo amable y lleva derecho a la plaza central, verdísima, arbolada, y con su feria de artesanías y productos artesanales.

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