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Sociedad|Lunes, 10 de enero de 2011
Los turistas aprovecharon para salir de paseo de “preguntas sin compras”

Un día (gris) en el Puerto

Mar del Plata está a full. Los hoteles repletos, las calles como bazar persa. La bonanza económica permite que muchos visiten la ciudad balnearia por primera vez. Pero los precios, altísimos, obligan a cuidar el bolsillo.

Por Emilio Ruchansky
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Giuseppe Salerno toca la armónica y narra historias italianas, pero el bum es su versión de “Panamericana”.

Desde Mar del Plata

La encargada de Sapore de Mare, una tienda de conservas de mar, lo admite enseguida: “Nosotros vivimos de días nublados, feos, para mí éste es el mejor domingo de la temporada”. La Banquina de los Pescadores está repleta. En los restaurantes del Puerto hay largas colas y se perdió la cortesía: no regalan bocaditos de mar para tentar turistas. Sin embargo Helena no vende como quisiera. “Preguntan mucho, andan mucho, comparan, por ahí llevan una lata de boquerones. Uno cree que por lo menos van a comprar algo de recuerdo, pero no, la gente trae la comida en el tupper. Compensamos con los turistas brasileños y paraguayos”, asegura.

Helena no cree que más gente siempre signifique más dinero para ella y sus empleadas, pero sí para la ciudad en su conjunto. Después de todo, alguien sale ganando ante un público cauteloso: los churreros y los pochocleros, por ejemplo. O las tiendas de artesanías industriales. También Pancho Loco, con su logo marino (un pancho andando en jetsky) y las rabas a 25 pesos. “Igual se vinieron todos, también los hoteles cinco estrellas están llenos”, dice Helena.

Como para contrarrestar las ideas de la malaria económica, y dar lugar a los beneficios en el reparto, muchos viajaron por primera vez en su vida a Mar del Plata, un sueño que parecía imposible. Para Juan, un maestro jujeño, directamente es su primer veraneo fuera de Perico, su ciudad. El hombre, de jogging y camisa, hace la cola para subir a un paseo en barco con su hijo en brazos, aunque ya está grande para que lo alcen. “¿Cuántos entran?”, pregunta a un empleado. “300 y ya estamos casi llenos”, responde. “Si hay 301 no subo”, bromea Juan y de repente se le borra la sonrisa: su mujer llega con los ojos llorosos.

“Me piden un voucher para subir pero no me lo dieron en el hotel. No podemos subir. Hacé algo vos”, le dice ella. Otros dos maestros jujeños están en la misma. Los niños lloran porque el barco zarpa. Vinieron con otras 60 personas desde Jujuy en un tour por una semana y los pasan a buscar a las 18 para ir al teatro, lo que quiere decir que no llegan a tomar el siguiente barco. “Les voy a hacer un escándalo, se aprovechan porque somos jujeños”, dice la mujer por lo bajo.

Al rato están todos mirando las lanchitas amarillas en el puerto y los barcos oxidados más allá, en la escollera, para pasar el rato. Muchos hacen lo mismo pero traen mate, termo, repasador y galletitas. O recorren los negocios y se deslumbran con salmones de 12 kilos que miran al frente exhibidos en la vidriería.

“Es un paseo de compras, muchos pasean, no todos compran”, observa Daniel, detrás de un enorme y colorido mostrador de cholgas, pulpos, almejas, berberechos, langostinos, mejillones y kanikamas.

El paseo incluye la música de Giuseppe Salerno, un señor de Lomas de Zamora, que desde hace 35 años toca tangos y tarantelas en el acordeón. Habla en cocoliche a propósito, para recordar a los primeros italianos que llegaron a Mar del Plata, se asentaron en los alrededores y fundaron el barrio del Puerto. “Yo lo conozco, este viejo siempre toca lo mismo”, le dice burlona una señora a otra que vino por primera vez a Mar del Plata. “¡A ver, che! Tocá chamamé”, lo desafían y de repente, están las dos bailando al lado de él.

Pero Giuseppe junta multitud cuando toca su nuevo hit: su versión de “Panamericana”, el remix de una vieja tarantela de moda en las discos. La gente lo aplaude tan fuerte como al niño que se perdió en el paseo después y que llora más de la vergüenza que del miedo. Juan y Balbina, dos abuelos marplatenses, ven asombrados este desborde turístico. “Acá se perdió el encanto desde que sacaron a los lobos marinos, molestaban y eran sucios pero toda esta gente se los está perdiendo, me da pena”, dice Balbina.

“¿No están en la escollera cerca de los barcos?”, pregunta este cronista. “No. Se los llevaron más lejos, a una playa donde parece que están mejor y los querían mandar más lejos pero no pudieron. Son animales domésticos por más que pongan ese cartel para que la gente no los toque porque son ‘salvajes’”, responde Juan, sin aclarar a qué se refiere con lo de “domésticos”. Su mujer no quita la vista de los cientos de personas, que por turnos, pasan por una tarima para sacarse una foto frente a un timón antiguo, de madera. Está más sorprendida que los turistas.

“Las ventas fuertes llegan al final de cada quincena”, dice María Magadalena, encargada de una regalería que ofrece recuerdos de viaje desde tres pesos. “Es verdad, todos los clientes son muy moderados pero no es la muerte de nadie, esperemos que no se gasten la plata en el casino, nada más”, comenta. Por más que se nuble cada vez más la tarde, el recambio de público es constante. Lo confirman los taxis que merodean como tiburones en la salida, después de dejar familias enteras en La Banquina de los Pescadores.

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