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Sociedad|Lunes, 6 de mayo de 2013
Una exposición documental y artística de dos siglos de los modos de producción

Muestra de la historia del trabajo

En la Casa del Bicentenario, hasta el 1º de diciembre, se abrió una muestra de imágenes, obras artísticas, instalaciones, videos y documentos sobre las formas que cohesiona el trabajo en sociedad, en la familia, en el ámbito público y en el privado.

Por Soledad Vallejos
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La exposición se sirve de fotos documentales, autores históricos, instalaciones y obras plásticas.

De lo público a lo privado, en todas las formas posibles que tomó a lo largo de dos siglos: sea la casa familiar, la ciudad donde se elige –por voluntad o circunstancias– vivir, los límites del ocio, el modo que adopte el trabajo puede convertirse en el corazón de una vida, pero también en el de una sociedad. Algo así termina contando “Sociedad de trabajo. Una historia de dos siglos”, la cuarta exposición temática que presenta la Casa del Bicentenario (Riobamba 985, martes a domingos y feriados de 15 a 21; hasta el 1º de diciembre), y que se sirve de fotos documentales y de autores históricos, instalaciones y obras plásticas, videos documentales, películas y documentos para recorrer un camino tan largo como intrincado, pensado y guionado por especialistas del Ministerio de Trabajo en colaboración con historiadores.

“El trabajo recorre la historia argentina como una columna vertebral. La dignidad y la dignificación del trabajo a lo largo de años y luchas ha sido el camino a una sociedad más justa e igualitaria”, señala el texto impreso sobre una pared de la planta baja de la casa inmensa. Al principio del recorrido, voces y ruidos de otros momentos comienzan a mezclarse hasta convertir el aire en un río sonoro que puede tocar una costa u otra según dónde elija pararse el espectador. La banda de sonido continúa en el primer piso, en el segundo. Tanto puede traer al presente voces de un pequeño corto cinematográfico de propaganda peronista para concientizar sobre la utilidad de la organización sindical y los derechos de los trabajadores como rescatar a una señora contando cómo, en su adolescencia, cambió la vida rural de Entre Ríos por la trepidante dinámica porteña en busca de trabajo, que en Colón escaseaba y mucho.

Entonces, el camino empieza entre ruidos de martillazos que emergen de una instalación de parlantes, martillos y una mesa de madera (curiosamente, la obra de Nicolás Bacal, de una serie bautizada Objetos nostálgicos, lleva por nombre “Lágrimas”), también por imágenes fotográficas de mineros, peones rurales, barro, escenas de El dependiente, de Favio, de Norma Aleandro y Norma Argentina como patrona y mucama en Cama adentro. El trabajo como un haz posible de tareas arduas y relaciones humanas desemboca, escaleras arriba, en escenas de la vida privada entre fines del siglo XIX y principios del XX. La muestra, advierte otro texto sobre la pared, lee el trabajo como articulador de una sociedad y de vidas individuales, porque “las condiciones laborales afectan la vida cotidiana, la familia, los espacios de pertenencia, la conformación de subjetividades y sentimientos, sueños y utopías de cada individuo o grupo social”.

Allí asoman, entonces, una reproducción del clásico “Sin pan y sin trabajo”, de De la Cárcova, o algunas de las figuras a las que “El libro del escolar”, de Pablo Pizzurno, recurría para enseñar a los niños del primario las bondades del trabajo para una familia: la alegría y las ocupaciones de una pareja humilde trabajando y en compañía de su niño confrontadas, en la misma página, con la tristeza gris de una familia pequeña y desocupada. Fotos documentales de conventillos y el proletariado urbano que los poblaba, las más de las veces con “otro tipo de familia ‘extensa’, en la que no era infrecuente el trabajo femenino e infantil”. Lejos de ser romántica, la vida cotidiana de la familia proletaria, emigrados de la pobreza europea, generaba testimonios como el del diputado socialista Enrique Dickmann, quien en 1915 afirmaba haber “visto cuatro o cinco chicos en la cama con enfermedades infecciosas en la pieza donde la madre y la hija mayor trabajan”. Allí mismo, a un lado, el retrato de la acomodada familia Cheppi, elegida de la colección histórica de Witcomb, recuerda el modelo de familia patriarcal, en el que “la riqueza permitía una clara división de roles por género”, de tal modo que la vida pública era una “prerrogativa masculina” y el hogar, el espacio naturalizado para las mujeres.

Esos relatos de la vida urbana son contemporáneos, en sala y cronológicamente, a la difícil vida de jornaleros rurales, como los del Gran Chaco, cuyas vidas eran regidas por los tiempos y las necesidades de la zafra en los ingenios. Esos jornaleros y sus familias “vivían en ranchos provisorios hechos con sobrantes de las plantaciones de caña. Para hacer frente al hambre de la ‘dieta industrial’, escapaban a lo que quedaba del monte para recolectar alimentos más nutricios”. Parte de la memoria de esos espacios y esas rutinas llegan hasta la muestra gracias a algunas imágenes del jujeño Ingenio La Esperanza, tomadas en 1906 y rescatadas en el siglo XXI por el Colectivo Guías (Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social), que hasta hace poco exhibió muchas más en el Centro Cultural Haroldo Conti, en la muestra “Prisioneros de la ciencia: El Familiar en el Museo de La Plata”.

El crecimiento de la clase media en las ciudades, la reducción del grupo familiar y la llegada progresiva de las novedades tecnológicas, junto con sus imaginarios, atraviesan escenas documentales y publicitarias de las décadas del ’20 y el ’30, hasta llegar al primer peronismo y su “universalización del modelo moderno”. Entonces las concentraciones del 1º de mayo pierden su carga reivindicativa y de conflicto entre capital y trabajo para convertirse en celebraciones: imágenes del Archivo General de la Nación y de la historiadora Mirta Zaida Lobato documentan la festiva elección de las reinas nacionales del trabajo (y sus mandos por rama), las carrozas alegóricas de distintos rubros, las multitudes en las calles del centro. Una obra de Víctor Grippo en sus últimos años recuerda el trabajo de los carpinteros; un Berni, la familia que transita la segunda mitad del siglo XX. Un poco más allá, una cortina de auriculares desde los que comprender la autogestión que sobrevino a la crisis de 2001 (testimonios extraídos de los documentales Grissinopoli y Fasinpat. Fábrica Sin Patrón, mediante).

Si la historia de la calle y los espacios privados, de las migraciones internas e internacionales, de las familias y sus vidas cotidianas, configuran todo un (extenso) primer piso, la exposición busca anclar escenas y sonidos desde la historia política, con el movimiento obrero como articulación, aun cuando en la línea de tiempo resulte notable el bache entre el fin del onganiato y la irrupción de la última dictadura militar. Entre sonidos de un documental Tucumán arde, ecos de un corto de propaganda del segundo peronismo (pedagógico, à la film de los años 40) para sensibilizar acerca de la necesidad de la organización obrera como defensa de los derechos laborales, resuenan, también, protestas del 2001.

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