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Sociedad|Domingo, 24 de febrero de 2002
¿QUE EFECTO TIENEN LOS JUEGOS EN RED QUE HACEN FUROR ENTRE LOS CHICOS?

Sangre virtual

Acaba de entrar en vigencia una ley bonaerense que obliga a colocar advertencias sobre los videojuegos violentos. Este diario consultó a especialistas y a los propios fans que cuentan de qué se trata este boom.

Por Alejandra Dandan
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A matar o morir: compiten a través de las computadoras, pero están codo a codo.
Algunos se quedan una hora, a otros se les va el día frente a esas máquinas.
Es verdad: acá no existe Vietman, no hay terroristas reales ni ametralladoras en serio. Pero no importa: las reglas del simulacro hacen que las cosas funcionen distinto y que Sergio Szapari, el navegador del día, cachetee la pantalla cuando está a punto de quedarse sin combustible: “¡Tengo que tener reservas! –se agita– ¡Tengo que aguantar por si se me subleva Vietnam!” Meterse con los videogames es complicado y más cuando se tiene en cuenta la decisión de la estricta clase política bonaerense, convencida de que la violencia en los videojuegos “puede alterar la formación y educación del usuario”. De acuerdo con esa lógica sancionaron la ley provincial 12.855 que obliga a los locales a exhibir un cartel preventivo so pena de clausura o multa de hasta 5.000 pesos. El motivo fue el consumo cada vez más acelerado de unos juegos en red con imágenes inyectadas en sangre, derrotas y aniquilamientos encargados por los dioses electrónicos. Página/12 quiso conocer la opinión de psicoanalistas, sociólogos, pediatras y consumidores de esta supuesta alienación violenta. Como en toda discusión, las posiciones son polémicas, excepto para Chaca: “Estos son juegos como cualquiera: siempre estás pensando en ganar”.
Chaca todavía está bien lejos de Vietnam. Apareció hace un rato, calladito, en el primer piso de uno de esos lugares del centro que para Beatriz Sarlo tienen algún efecto extraño, un “efecto tugurio”: donde cierto clima de casino suele darle a todo un aire particular. El pobre Chaca no sabía nada. Cuando llegó se quedó a un costado esperando la liberación de tres máquinas. Pero fue en vano: ni Pablo Paz ni Sergio Porderón ni Martín podían entregarlas con tanta facilidad. Estaban en pleno combate, y con este tipo de máquinas el combate va en serio.
–¿Sabés qué voy a atacar ahora? –le dice Pablo a Martín con cara de ganas–: Sabés qué, te voy a matar una ovejita, te la mato de a poco: mirá.
–Ey, pará –suplica Martín–: ¿Ya entraste a mi isla, boludo?
–Te la estoy comiendo de a poco: ovejita, te estoy matando, mirame. Es lo único que puedo matar.
Y la ovejita hace plafff y salta por el aire bañada en sangre, licuada de espanto, pero con tan poca fortuna que en segundos todos habrán hecho el duelo.
En aquella escena no sólo murió una ovejita. En esta versión del Age off Empires, un simulacro de guerra de la Edad Media, ni todo pasa dentro de la pantalla ni todo pasa afuera. Así funcionan estos juegos en red, una nueva lógica en el campo de las nuevas tecnologías. Los jugadores reales asumen un rol al otro lado de la pantalla. Desde esa posición dirigen a sus alter egos virtuales. Para un habitante del lugar, Sergio Sztapani, las aventuras son una conquista con códigos morales: “Es que esto es profesional –afirma–: acá buscas matar y para eso siempre tenés que estar adelante”.
El asunto no es fácil. Y no porque su espíritu belicoso pretenda destruir a los fantasmitas que dan vueltas por ahí: el blanco de ataque es tan real como él. Y es en este punto donde los juegos en red pegan la vuelta: el enemigo no son fantasmas, son los veinte chicos que están jugando al mismo tiempo, en la misma sala y que usan otros alter egos para guerrear en la pantalla.
–¡Ey! –le gritan a uno–, che, Bin Laden, buscanos en la casa.
Si el Bin Laden real se asomase por un rato a esta sala de Lavalle quedaría esquizofrénico. Es uno de los personajes en un juego llamado Counter Strike, pero al mismo tiempo no lo es. Por un lado, es un personaje que anda batiéndose a duelo con un par de policías por las pantallas. Y por otro, es Sergio Estañola, su impostor en el afuera. Con su diminuta estatura de 13 años, Sergio eligió ese nombre porque sí, “porque le encanta” y desde hace dos horas lo tiene a Bin Laden a los tiros con la policía de su pantalla. “Es el famoso esquema de los poli-ladron, con un método distinto”, dice ahora Diego Levin, autor de Los videos juegos, un fenómeno de masas, un libro que surgió después de una investigación de dos años en Barcelona. Para Levin los juegos en red son un avance en el campo de las nuevas tecnologías sobre todo porque el poder de destrucción no apunta a los hombres sino a las teorías: “El juego rompe con los mitos del aislamiento de los videogames: acá los chicos interactúan con otros reales, en un territorio que excede la pantalla”. Desde ese punto de vista, los alienados no serían los jóvenes consumidores de muertes virtuales sino los que los miran desde afuera con cara de académicos y de letrados. “Todas esas cuestiones de normas están censurando y no conducen a nada: los juegos en red no destruyen ni generan violencia. Acaso –se pregunta–, ¿no vivimos en una sociedad muy violenta?”
Violentos
Antes de avanzar, Levin revisa lo que viene contando y hace una de esas reflexiones que sientan su punto de partida, una especie de marco: “Me parecen una barbaridad los juegos violentos, y esto quiero decirlo no por los efectos inmediatos sino por la banalización que hacen de la violencia”. La explosiva sucesión de sangre chorreante lograría, desde esta lectura, “naturalizar una situación que es dramática: ya nadie se horrorizaría ante la muerte de los semejantes”.
Y todo esto aparece justo ahora cuando el Malevo Ferreira, cargando una Colt M4A1 de unos 3100 dólares virtuales, está a punto de aniquilar sin derroches al pobre Chaca y de paso a su alter ego real, con más cara de sufrido que el de la máquina.
–Te venís después del laburo y te sacás todos los líos de la cabeza, te los sacás, en serio –insiste Il Capo.
–Si... –se ríe Diego– salís sanísimo de acá: con ganas de matar a alguien.
–No, si es como una terapia: salís sedado, sedado.
Y lo saben. Los dos llevan años de ronda en el mundo tugurio donde Diego se entrena desde hace dos meses en las tácticas de poli-ladrón. Unos entrenamientos que a ese joven de 29 a veces le llevan media hora y otras le tragan hasta seis, un límite que sólo depende del grado de (in) conciencia. Ahí conoció a sus amigos y aprendió a reírse como ahora cuando alguien le pregunta sobre el poder de alienación de su pantalla:
–No, vos no sos el personaje de la pantalla ¿a ver si me entendés?: en todo caso los personajes son los que están sentados acá, del otro lado.
Ese mismo aire de burla encuentra Jorge Volnovich entre los chicos del conurbano. Volnovich es director de la Escuela de Socioanálisis de Brasil y uno de los psicoanalistas especializados en adolescentes. “Si bien se alienan, al mismo tiempo se ríen de lo mismo que están consumiendo, no son ingenuos ni hacen un culto de los juegos.” El experto es uno de los más enojados con la nueva ley y no por falto de críticas hacia los juegos de guerra. Está molesto con los ejecutores de un procedimiento “típico de quienes buscan una limpieza que repare el pecado de los genocidas”. Desde este punto de vista, la ley tendría una carga simbólica. Por eso los juegos con aire de ruleta rusa lo tienen sin cuidado: “En todo caso -dice– reflejan la verdadera ruleta rusa, la de la vida y las sanciones esconden la verdadera esencia de la provincia: donde lo virtual es real, donde la vida de los chicos es una ruleta rusa”.
Para algunos, el campo de los jueguitos es casi una trampa. Los viejos psicólogos, explica Volnovich, decían que las máquinas canalizan la masturbación, como una descarga de impulsos que se aprenden a controlar: “No están sólo sublimando la sexualidad, el goce pasa a ser real, concreto e intenso”. ¿Cuál es el resultado de todo esto?, se pregunta cuando mira las estadísticas del consumo entre los chicos de 9 a 12 años: “Te encontrás con chicos más solitarios y materialmente metidos en sí mismos:y cualquiera que intente sacarlos de ese “sí mismo”, de ese ensimismamiento, será un enemigo”.
Estos chicos androides, así son para algunos, han perdido algo del universo infantil y esa marca es casi un estigma. Mientras muchos siguen preguntándose por la forma, los contenidos o los efectos hipodérmicos de la pantalla, Daniel Ripesi, un psicólogo especialista en juegos, hace una entrada distinta. No cree que los juegos agreguen ni quiten demasiado, “son una cosa horrorosa pero lo malo no son las cosas, sino que estén en la computadora”.
Estos nuevos juegos de guerra dieron un giro sobre la idea de la tercera dimensión que hasta ahora eran sólo espacios de ficción o pura fantasía. No había sustancia, ni olores, ni peso real en las historias. Pero ahora las cosas son distintas: la bala disparada desde la pantalla tiene cierto enlace, al menos simbólico, con el afuera, con los chicos que juegan ahí. Aunque algo de la tercera dimensión entra en juego, ni las criaturitas electrónicas están muertas, ni parecen dispuestas a morir: hablan y se levantan para volver dentro de un rato a ponerle un nuevo fichín al planeta de los juegos.

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