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Sociedad|Miércoles, 16 de septiembre de 2015
La mayor festividad religiosa en Salta

La procesión va por fuera

Es la fiesta del Señor y la Virgen del Milagro, uno de los principales activos turísticos. Ayer, cerca de un millón de personas se congregaron en la capital. Los que preparan los arreglos florales.

Por Soledad Vallejos
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Después de la peregrinación a Luján, la fiesta del Señor y la Virgen del Milagro es la festividad religiosa más convocante del país.

Desde Salta

Hasta el corazón de la manzana llega la retahíla de la calle. En el segundo patio del estudio jurídico Durand Mendióroz, devenido taller artesanal de arreglos florales, nadie canta ni reza porque preparar claveles para la iglesia requiere la concentración íntima de la familia: un mar de flores coloradas rodea a dos matriarcas, algunas adolescentes, las madres de las niñas, los hijos adultos de las matriarcas, algunos nietos que –como el ministro de Cultura y Turismo provincial, Mariano Ovejero– van de patio en patio. La familia, por tradición propia pero también provincial, es la encargada de preparar las coronas para las imágenes que todos los septiembres salen de la Catedral, procesionan por la ciudad y regresan a sus altares por otros 364 días. La fiesta del Señor y la Virgen del Milagro tiene reglas, ritmos, etiqueta, y entre 800 mil y un millón de personas migrando por unos días hasta la capital de la provincia.

Por la calle Buenos Aires desfilan cuatro mil peregrinos que nueve días atrás bajaron la montaña en Tolar Grande, un pueblo minero al norte de la provincia, en las alturas, y empezaron a caminar. En realidad, entonces eran menos, pero en el camino fueron sumando familias. Avanzan mujeres y varones con cascos amarillos, llevando en andas las pruebas de la devoción: una cajita con la imagen de una virgen, un pequeño altar con un Cristo, una niña de meses con alitas en la espalda (“cuando ves alitas, es porque es un angelito, están cumpliendo la promesa a la Virgen, que les cumplió el pedido para tener hijos”). Avanzan niñas, señoras, señores, orando, pero en lugar de hacerlo con concentración contenida y grave, saltan. En puntos estratégicos de la columna, algunos peregrinos llevan megáfonos, para que el resto no pierda palabra de la canción de turno, que acompaña las alabanzas celestiales con ritmo de cumbia.

Manzana adentro, en el patio del estudio Durand Mendióroz, el fervor callejero es un rumor algo apagado. Diez pares de manos trabajan desde el mediodía, porque este año pasarán por aquí 4500 claveles colorados “y hasta que nos dé el cuero”. Cecilia, la matriarca, los tiene contados porque el número es un límite. “Antes eran diez mil. Diez mil claveles rojos”, dice. Pero las imágenes que salen en procesión son muy antiguas y frágiles, la mayor –sin agregados de ningún tipo– pesa 1400 kilos que son llevados, solamente, por ocho varones, a quienes la costumbre llama “servidores”. “Ponerle el peso de diez mil flores le puede hacer daño al Señor. Así que tenemos que usar menos.” En otra casa, otra rama de la misma familia hace lo propio con claveles blancos: es el arreglo para la Virgen. En la división de colores por género, la tradición indica que el colorado es para Cristo (por la sangre, dicen algunos peregrinos, por la pasión y el poder dicen otros) y el blanco para la Virgen (por la pureza, explican); en ambos casos, a los pies de las imágenes habrá nubes de claveles.

La técnica es sencilla, pero está perfeccionada por generaciones de manos. Primero hay que clavar el alambre (largo, maleable) en la base de la flor; después, ir rodeando el tallo con el resto del alambre, como si de un corset minimalista se tratara.

Cecilia, la matriarca, dice que aprendió el arte de fortalecer la flor en su infancia, a fuerza de ver a su abuela, a su madre, a otras mujeres mayores y jóvenes de la familia. A un lado, sentada sobre el piso, Asunción la escucha contar una y otra vez la historia sin cansarse. Tiene 13 años, puede hacer el trabajo del alambre desde hace poco tiempo. “Antes, cuando era chica, no me dejaban. Pero me tocaba otra cosa: si una flor se rompía, yo tenía que desarmarla y juntar los pétalos aparte, porque después se usan para la lluvia de pétalos cuando sale el Señor”, explica.

“Mi bisabuela dijo ‘es la última vez que el Cristo sale sin flores’, una vez, pero no sabemos bien qué pasó”, explica, en referencia a Florencia González, esposa de Sixto Ovejero Zerda, fundador del Ingenio Ledesma, en Jujuy, y gobernador de Salta cuando las montoneras de Felipe Varela.

Hace un rato, en la Catedral, Oscar Alberto Sosa, de traje impecable bajo el sol impiadoso, porque pertenecer a la hermandad (todos varones de entre 24 y 60 años) que cuida las imágenes lo exige, aseguraba que éste es un trabajo femenino, porque para los varones está el cuidado de las imágenes. “El Cristo es pesado, y es una imagen vieja, nuestra misión es transportarlo a la cureña en la que después hace el recorrido por la ciudad. También tenemos que hacer seguridad de la iglesia, porque a veces viene gente que tiene intereses distintos a la fe. Ser servidor es un voluntariado, seremos 700. Hay que tener ganas de integrarse, de participar en la Hermandad; muchos aquí han encontrado su vocación de lector o por los estudios bíblicos”, dirá, en un rato, Sosa, que en su vida cotidiana trabaja en el organismo impositivo provincial.

–Cecilia, ¿por qué las imágenes quedaron a cuidado de los varones, en la Hermandad, y las flores a cargo de las mujeres de su familia?

–¿Quién te dijo que sólo mujeres? Acá hay hombres de pelo en pecho. Mirá –dice, y extiende la mano hacia el fondo del patio–: ahí tenés a mi hijo, allá está mi nieto, allá está mi otro nieto. Es de toda la familia, no de las mujeres nomás.

–¿Y por qué claveles?

–Porque duran más.

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