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Sociedad|Jueves, 29 de enero de 2004

Ostende, un oasis de silencio a minutos del bullicio de Pinamar

Tiene la tranquilidad de un pueblo cordobés, con playas en las que se puede disfrutar del sonido del mar. Pero también tiene historia. Un lugar para el descanso, lejos de las multitudes.

Por Carlos Rodríguez
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En sus playas se inspiraron los escritores Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
A escasas 15 cuadras de Pinamar, las playas de Ostende conservan la calma chicha y el estilo que las hicieron famosas, a comienzos del siglo pasado, y son la alternativa al ruido de su vecina más cercana. “Yo vengo desde hace seis años, con mi familia, y no la cambio por nada. Tiene historia, tiene belleza, tiene calidez y la tranquilidad de una ciudad que parece estar perdida en las sierras de Córdoba, aunque sin sierras, sólo pequeñas ondulaciones entre las dunas.” Mario Pellegrino, 38 años, es de Rosario y como si fuera el anfitrión, abre los brazos para señalar la extrema serenidad que lo rodea: matrimonios en pleno relax y chicos jugando en la arena. Como música ambiental se escuchan lentos de los setenta y los ochenta mechados con temas populares en la voz de Plácido Domingo o Luciano Pavarotti. Un restaurante con vista al mar sirve exquisitas corvinas recién pescadas, mechadas con variedades de salsas de crema de leche, puerros y otros condimentos verdes. Hasta el mar parece acompasado, al ritmo de la gente del lugar, y un solitario cultor de kite surfing se mueve sobre el agua con la plasticidad de un bailarín de ballet, para no desentonar.
“En Pinamar, detrás de la Municipalidad, hay un hito que señala el paso del general San Martín por esta zona, pero nadie lo tiene presente. En Ostende, en cambio, se le rinde culto al pasado y se lo acondiciona para que pegue con el presente.” Luis Monzón, comerciante, tiene un maxiquiosco sobre la avenida de la playa. Llegó hace diez años de Santiago del Estero y se quedó, dice que para siempre. “Es mi lugar en el mundo”, justifica.
En la presente temporada, una de las pocas novedades de Ostende es el resto bar del balneario El Faro, en Estocolmo y el mar. “La gente que viene a Ostende es fiel y lo que más le gusta es que todo siga igual, sin cambios, sin ruidos que alteren la calma tradicional”, explica Germán, uno de los mozos del restaurante, que se viene todos los años desde La Plata para trabajar en la temporada.
A metros de El Faro, en la playa principal de Ostende, semitapada por la vegetación costera y por los médanos, permanece en pie La Elenita, la casa de madera, verde y blanca, que construyó en 1935, en su temprana juventud, el fallecido ex presidente Arturo Frondizi y que lleva el nombre de su hija. La casa, armada en Buenos Aires, fue traída en tren hasta una vieja estación que se llamaba Juancho y después la cargaron en carros tirados por bueyes. Hoy está habitada por una hosca mujer de largos cabellos rubios, que puso en la entrada dos advertencias. La primera, un toque de gentileza si se la compara con la segunda, es un cartel que dice: “Golpeé las manos antes de subir las escaleras” que llevan a la puerta de ingreso. La segunda, de carne y hueso, es un brilloso y enorme perro negro, algo más antipático que su dueña.
Las playas de Ostende fueron inauguradas oficialmente el 6 de abril de 1913, ni siquiera en verano, lo que denota su pretensión de ser una ciudad para todo el año. Si se va de Pinamar hacia Ostende en auto, nadie advierte que a las diez cuadras comienza esta ciudad madre de todas las playas de la zona. La diferencia se advierte si se camina por la orilla del mar. De las pobladas playas de Pinamar, con turistas, pescadores, vendedores de panchos y choclos, surfistas, música electrónica o rock and roll furioso, se va pasando al silencio más absoluto, como si existiera una norma invisible, un edicto no escrito pero contundente que baja los decibeles hasta llevarlos a menos uno.
“Ostende es como un imán por su historia. Todo el mundo sabe que en sus playas se inspiraron Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, que en la habitación 51 del Viejo Hotel se hospedó durante tres años, entre 1928 y 1930, Antoine de Saint-Exúpery, pero la atracción siempre atrae a gente nueva que viene a veces de lugares remotos. Hace un mes vino unaperiodista sueca que escribió una nota para un diario de su país y ahora tenemos reservas para febrero de varios turistas de esa misma nacionalidad que quieren visitar el lugar sobre el que leyeron. Ostende tiene una magia especial”, insiste Roxana Salpeter, gerente del Viejo Hotel Ostende.
La ciudad tiene un museo histórico que guarda reliquias de los fundadores, pero como sigue las normas locales, sólo abre algunas horas los sábados y domingos. Eso convierte al Viejo Hotel en el verdadero museo de Ostende. Entre las reliquias hay un horno a leña de la época en que allí hacían el pan para todo el pueblo, una cafetera tipo samovar que parece una donación de los zares de Rusa, “agitadores de sifones” de la vieja fábrica de soda, auténtica vajilla inglesa que se usaba en los vagones de primera clase del Ferrocarril del Sud que comenzó a llegar a estas playas en 1908 y frazadas originales que están por cumplir un siglo de vida, igual que los muebles de algarrobo que ocupan todas las habitaciones del sector antiguo del hotel. Incluso conservan la mandíbula de una ballena que encalló en la playa en 1934, en lo que fue “El Verano de las Moscas”, por los millones que llegaron atraídas por el voluminoso cuerpo del gigante marino.
Los lugareños y los hijos adoptivos creen que todo aquí es mejor, incluso las moscas. Por algo el historiador de Ostende, Roberto Festa, a veces pone en duda si realmente su descubridor fue el belga Ferdinand Robette, que llegó a estas playas en 1908. “A Ostende la creó Dios, sin ninguna duda”, afirma cada vez que le toca hablar del tema.

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