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Sociedad|Sábado, 24 de abril de 2004
NUEVA CASA PARA TRES ADOLESCENTES QUE VIVIERON COMO POLIZONTES

Fuera de Africa

Vinieron escondidos en un barco durante 16 días, escapando de Guinea. Dos compañeros murieron en el viaje. Ahora, un juez otorgó la tutela de estos tres adolescentes a la titular de la Casa de Africa, que los llevó a su casa en O|ivos. Aún no se entienden, pero intentan convivir.

Por Andrea Ferrari
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De izquierda a derecha, Sekou y Mohamed Sherif y Mohamed Sylla. Ahora aprenderán castellano.
Irene Ortiz no entiende ni una palabra de lo que dicen los tres nuevos habitantes de su casa en Olivos. Mohamed Sherif, Mohamed Sylla y Sekou Sherif son los adolescentes africanos que se metieron como polizones en un barco en Guinea y viajaron dieciséis días ocultos, hambrientos y deshidratados, hasta llegar a la Argentina, una travesía en la cual dos de sus compañeros murieron frente a sus ojos. Un juez acaba de otorgarle su tutela a Ortiz, quien es titular de la asociación Casa de Africa en Argentina. Por ahora, la comunicación entre ella y los chicos se realiza a través de gestos, alguna palabra tomada del diccionario y más que nada, buena voluntad. Página/12 estuvo en este peculiar hogar y escuchó la increíble historia de un viaje de terror.
No es fácil entenderlos. Tal vez por eso inicialmente se difundió un error: que tres de los cuatro polizones que llegaron en el buque “Zara” el 30 de marzo eran hermanos. Pero no sólo no eran hermanos sino que ni siquiera se conocían antes de subir al barco. Mohamed Sherif tiene 15 años y es el único liberiano del grupo, si bien llevaba varios años viviendo en Guinea, adonde llegó como refugiado tras la muerte de sus padres en la guerra civil de su país. Habla inglés, pero ninguno de sus amigos lo entiende. Mohamed Sylla, de 16, habla francés, lengua oficial de Guinea. Y Sekou Sherif, de 14, sólo habla susu, dialecto regional de ese país. Esa es la lengua que sirve de nexo entre los tres, la que se habló en ese oscuro compartimiento de la proa del “Zara” donde se escondieron los seis chicos que habían trepado por el ancla decididos a huir, sin saber siquiera hacia dónde.

Dejar el horror

–¿Por qué decidiste subir al barco?
–Allá no había nadie para darme apoyo, para darme comida, para mandarme a la escuela –dice Mohamed Sherif en un inglés cerrado y difícil–, yo vivía en la calle.
El infierno de Mohamed había empezado mucho antes, a los seis años, cuando su padre fue asesinado en la guerra civil que provocó miles de muertes y el desplazamiento de más de la mitad de la población de Liberia en la última década.
–A mi padre lo mataron frente a mí los rebeldes en la guerra –explica– y también murió mi madre. Después, la Cruz Roja y la ONU se hicieron cargo de los refugiados. Yo estuve varios años en un campo de refugiados en Guinea. Después me fui de ahí con un amigo.
–¿No hay otros miembros de tu familia vivos?
–No sé. Tal vez, si los viera no los reconocería, ni ellos a mí. Con la guerra civil en mi país todo el mundo escapó y yo quedé separado de ellos.
Dice Mohamed que él y su amigo terminaron viviendo en el puerto de la capital guineana, donde trabajaban cargando y descargando para conseguir unas monedas que les permitieran sobrevivir. En aquella época aprendió susu, para poder comunicarse con el resto de los chicos. Y planearon subir en algún buque.
–Mi amigo me dijo que ese barco iba a un país americano. Pero él no se decidió a subir porque tenía miedo. Yo subí y me encontré con los otros que estaban allí.
Mohamed asegura que en total eran seis y que dos murieron en el camino, porque a los seis días ya no tenían comida ni agua potable.
–¿Cómo murieron?
–Se enfermaron. Uno vomitó sangre.
–¿Y los cuerpos?
–Los llevó el agua. No va a dar más detalles, pero luego Mohamed Sylla ratifica la versión: eran seis y sólo llegaron cuatro. El cuarto, Dadou, era el que estaba en peor estado y fue internado en un hospital de San Nicolás. Aún sigue reponiéndose en esa ciudad.

En el mar no se duerme

La primera decisión, cuando los polizones fueron detectados en el puerto de San Nicolás, fue enviarlos de vuelta en el barco en el que habían llegado, a excepción de Dadou, que quedaba internado. Dice Mohamed Sherif que se tiró al agua y nadó. Lo ayudó un pescador y terminaron llevándolo ante los funcionarios de Migraciones.
–Les dije que mi padre murió, mi madre murió y si vuelvo yo, también iba a morir.
La intervención de la Secretaría de Derechos Humanos terminó revirtiendo la decisión; el juez federal Arnaldo Corazza ordenó que los bajaran en La Plata y quedaran al cuidado de la Prefectura. Ahora, el Comité de Elegibilidad Para Refugiados (Cepar) les concedió el estatus de refugiados políticos, lo que les da derecho a un subsidio de 350 pesos mensuales a cada uno y les garantiza salud y la enseñanza del español.
–Yo quiero ir a la escuela –dice en francés Mohamed Sylla–, eso es todo lo que sé ahora.
Tiene 16 años y también él vivía en el puerto, como tantos otros chicos.
–¿Cuántos chicos hay en esas condiciones?
Mohamed sonríe y hace un gesto con el que abarca una masa imaginaria.
–Trop (demasiados), trop –repite.
Su historia no es muy diferente de la de su compañero de travesía.
–Mi padre murió en la guerra y mi madre estaba enferma y también murió –explica–. Yo no tenía hermanos ni hermanas, estaba solo. Necesitaba ir a la escuela, pero no podía: allá hay que pagar la escuela. No había nadie que nos ayudara.
Cuenta que la situación se volvió desesperante en el barco. Que tenían el agua en los pies y el escaso alimento se les acabó a los seis días. Tuvieron que tomar agua de mar y fueron enfermando.
–Yo dije Dios nos va a ayudar –recuerda Mohamed.
También se acuerda de que no podían dormir: era peligroso.
–Había mucha agua –dice–. Si uno dormía, moría. En el mar no se puede dormir.
Ninguno de ellos tenía idea de adónde venían. Ni siquiera tenían idea de qué era la Argentina.
–¿Nunca habías oído nombrar el país?
–Sí, alguna vez, por el fútbol: Maradona.

Nueva casa

Irene Ortiz es descendiente de caboverdianos por vía materna. Por eso en 1995 fundó la Casa de Africa en la Argentina, para dar a conocer la cultura de ese continente.
–Cuando me enteré de que estos chicos estaban acá me conmocionó la situación –señala–. Los fui a ver a La Plata el 4 de abril. A través de un intérprete de la Prefectura les pregunté qué buscaban, qué querían hacer acá. Me dijeron “house” y “school”. Eso me conmovió.
Tiene dos hijos, de 24 y 25 años, y sólo uno de ellos sigue viviendo en su casa. Pensó que tenía espacio y podía darles albergue a los africanos. De modo que pidió ante la Justicia la tutela y se la otorgaron.
–Supe que nadie quería hacerse cargo. Si bien había gente que se había ofrecido inicialmente en una forma un poco romántica a adoptarlos, al momento de efectivizar la propuesta, retrocedieron. Es que es una cultura muy distinta, hay que entenderla. Yo, salvo el idioma, siento que los entiendo.
Claro que, por ahora, el idioma sigue siendo un obstáculo. Ortiz cuenta que algunas veces recurre al diccionario o desempolva sus conocimientos de inglés del secundario para decirle algunas palabras a Mohamed, y a través de él, a los otros. Su hijo habla un poco de inglés y cuando llega sirve de puente. Por ahora, los adolescentes no hacen gran cosa: deambulan por la casa, ven un poco de televisión y cuando alguien los acompaña, salen.
–Estamos consiguiéndoles carnets para ir al club. Y la semana próxima van a empezar el curso de español que les dan por ser refugiados– cuenta Ortiz–. El año que viene irán a la escuela.
Por ahora saben unas pocas palabras. “Hola, gracias”, recita Mohamed Sylla. La pregunta llega traducida al susu hasta Sekou, que ha estado silencioso todo el tiempo.
–Buen día. Amigo –dice.
La última pregunta corre por cuenta de Mohamed Sherif, que pide que este diario oficie de intérprete ante Irene Ortiz.
–Quiero entender algo. Le quiero preguntar a ella, pero no me entiende mucho. Quiero saber si ella es nuestra madre, si nos adoptan o cómo es esto.
Tras la traducción, Irene explica que no se trata de una adopción sino que ella se convierte en su tutora, quien va a hacerse responsable de ellos hasta la mayoría de edad. Mohamed asiente y no dice nada más.

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