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Sociedad|Domingo, 28 de noviembre de 2004
GABRIEL MEYER, EL CORDOBES QUE BUSCA LA PAZ ENTRE PALESTINOS Y JUDIOS

Un argentino entre dos fuegos

Es hijo de un rabino y vive desde hace años en Israel. Trabaja en la organización “Hacia la sulha”, un proyecto que reúne durante varios días a judíos y palestinos para intercambiar opiniones, sentimientos, tradiciones, con la idea de encontrar una salida pacífica al conflicto que los enfrenta.

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Gabriel Meyer (segundo desde la izquierda) junta personalidades y gente común de diversos orígenes.
Por Camilo Ratti
Desde Córdoba

“Sulha es una forma de mediación autóctona de Medio Oriente, milenaria, de la cultura del desierto. Donde hay un conflicto se hace una sulha, y cuando ésta se logra, el conflicto termina. Por eso llamamos sulha al proyecto que iniciamos en 2000, cuando empezó la segunda Intifada, junto con distintos líderes espirituales de la zona que creen en la paz entre israelíes y palestinos”, cuenta a Página/12 Gabriel Meyer, argentino radicado desde hace años en Israel, hijo del rabino Marshall Meyer, que en la Argentina fundó –junto con el periodista Herman Schiller– el Movimiento Judío por los Derechos Humanos.
En el lugar más conflictivo de la tierra desde hace miles de años, este cordobés criado en Buenos Aires, artista y estudioso de las tradiciones religiosas de distintas culturas, busca lo que hasta ahora nadie logró: la paz entre los dos pueblos herederos de Abraham. “Hacia la sulha” se llama la movida que reúne en un mismo lugar, durante varios días, a vecinos de ambas naciones, gente de los kibuts, profesores, estudiantes, doctores, desocupados, campesinos, abuelas y nietos, con el único fin de encontrarse, contar sus experiencias, sentimientos y tratar de comprender la realidad del otro. Ese otro tan odiado, despreciado, pero al cual lo une una historia en común y aquello por lo que hoy se mata desde el resentimiento más extremo: el mismo pedazo de tierra.
“En el primer encuentro éramos 150 y en el último, que lo hicimos en agosto pasado, asistieron cuatro mil personas, 600 niños, 200 palestinos que llegaron desde sus territorios con permiso del gobierno israelí, veinte jordanos, una carpa de mujeres y líderes de otros lugares del mundo que sufren o sufrieron conflictos similares, como el Tíbet, Sudáfrica o Irlanda del Norte”, dice entusiasmado Meyer, que llegó a la Argentina invitado a un homenaje dedicado a su padre y que aprovecha su estadía para difundir un video que muestra estas increíbles experiencias.
“Cómo será de sorprendente lo que estamos logrando que al último encuentro llegó para filmarlo la cadena de televisión árabe Al Jazzeera, que miran unas ochocientas millones de personas y que nunca dice algo positivo de Israel. Era tal la sorpresa que la televisión judía filmaba enloquecida a los periodistas de Al Jazzeera. Una cosa espectacular, alucinante”, relata este treintañero, profesor de teatro, músico, que luego de viajar por el mundo se afincó en la tierra de sus ancestros.
“Hacia la sulha” es una organización bien de base, sin oficinas, que trabaja en forma absolutamente autónoma, sin afiliación partidaria, que transita un camino difícil pero no imposible, según confían sus integrantes. “El objetivo es llegar a Jerusalén, y hacer nuestro encuentro en la ciudad vieja, donde está la Mezquita, el Muro de los Lamentos y la Iglesia del Santo Sepulcro. La idea es liberar ese lugar, el nudo del conflicto. Liberarlo de violencia y dolor.”
La metodología de trabajo es tan democrática como cruda. “En círculos de veinte personas, uno por uno van contando lo que les pasó, lo que sienten y piensan, y se producen momentos de mucha tensión, donde un judío cuenta que su hijo murió en un atentado suicida palestino y el otro le contesta que la bomba estuvo bien porque un misil israelí destruyó su casa y mató a toda su familia..., todo en ronda, con un coordinador, sin que se pueda interrumpir, como hacían los consejos indígenas. La gente llora, libera enojos, resentimientos, es una parte interpersonal. Después viene una comida en la que todos participan, luego una peña gigante, seguida por talleres en los cuales se aprende danza árabe, cocina judía, música o historia palestina, un ritual interreligioso con curas, rabinos, sheiks e imanes, hasta terminar con una cena y música en el escenario. Así, tres días”, describe Gabriel Meyer.
Para que la sulha pueda ser realidad algún día, los organizadores buscan el apoyo de líderes de otras regiones del planeta. “Queremos que la comunidad internacional se involucre en la resolución de este conflicto humano. Por eso, para el encuentro del año que viene hemos cursado invitación al Dalai Lama, a Nelson Mandela, a Jimmy Carter, a Pérez Esquivel y a una abuela mapuche, todas personalidades que han hecho mucho por la paz mundial. El modelo es agarrar un punto de estrés del planeta, como es Jerusalén, y hacerle un masaje hasta que salga toda la pus y la cosa sane”, afirma.
El hecho de que hayan asistido doscientos palestinos es para Meyer uno de los puntos sobresalientes del último encuentro y una señal de que va por buen camino. “Eso fue casi un milagro. Además, vino gente del gobierno palestino que no participó como representante de su gobierno, porque no invitamos a ningún parlamentario, pero asistió el presidente de la Universidad de Kutz, un líder palestino alucinante que se llama Sarim Useiba, que tiene un proyecto de paz con un ex miembro del Mossad (servicio de inteligencia israelí). También vino gente de Arafat, que al principio llegaron duros y que, al darse cuenta de que esto no era un encuentro político, partidario, se fueron llorando después de un ritual de despedida. Antes de cruzar la guardia israelí, se pusieron todos en fila, les regalamos una remera y los saludamos uno por uno. Todo terminó en un mar de lágrimas, porque decían que por primera vez sintieron que a los judíos les importaba lo que les pasaba en sus vidas.”
Meyer no se cansa de repetir que esto es distinto a un encuentro político. “‘Hacia la sulha’ es una cosa del corazón que se abre y un nuevo lenguaje que estamos tratando de crear, que es el lenguaje del corazón, que pasa por la experiencia, no por la cabeza. Acá interviene la parte límbica del cerebro, la parte más emocional, y cuando hablamos aparecen las ideas para ver cómo podemos solucionar el problema, tratando de ver lo que está bien. Y para eso hay que llorar y sentir el sufrimiento del otro. Ponerse en el lugar del tipo que le destruyeron la casa, que no tiene para comer, que sufre los tanques, y éste sentir lo que siente un judío que manda a su hijo a comer pizza y vuela en un autobús. Hasta que los dos pueblos no sientan el dolor del otro de verdad, no hay posibilidad de que la gente se ponga a hablar y analizar el conflicto desde otro lugar.”
Sin menospreciar las buenas intenciones de algunos sectores políticos que pelean por la paz, Meyer sostiene que hasta que los acuerdos no tengan que ver con la cultura autóctona de Medio Oriente, no van a dar resultados: “Hasta que el abuelo que cultiva tomates en Ramalá no sienta que la paz le va a hacer bien a sus tomates, no va a apoyar esos acuerdos”. “Hay un 10 por ciento de la gente que quiere reventar a todos, matarlos, expulsarlos, de los dos lados –dice–. Otro 10 por ciento, generalmente de la izquierda, quiere la paz, los acuerdos, etc., y un 80 por ciento de la gente de los dos lados no sabe qué hacer. Lo único que sabe o puede es llorar, está frustrada o confundida, desesperada, mirando televisión o desconectándose de los medios para no saber, ésa es la mayoría. Y nuestros encuentros son una manifestación humana, del corazón, hartos de la guerra sin sentido, que no solucionó nada, ni va a solucionar nada. La pregunta es: cuánta gente tiene que morir, cuántos chicos, cuánta mierda tiene que pasar para que digan basta.”

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