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Sociedad|Domingo, 11 de septiembre de 2005
OPINION

La mentira y sus piernas

Por Juan Sasturain

Tengo un amigo periodista a cuya mujer la llama (y le dicen) cariñosamente “la mentira”. ¿Por qué? Porque tiene las piernas cortas. Qué animal. Ese refrán –“la mentira tiene piernas cortas”– era parte del repertorio de Perón, que si algo tuvo siempre –mintiendo o no– fue piernas largas. Pero la idea obvia es que con el engaño no se llega lejos, que te agarran o descubren enseguida. Habría que deslindar diferencias –acaso convencionales– entre mentira y engaño. Algo así como que se miente en general –quitarse años, agregarse anécdotas– y se engaña a alguien: cuernos, cifras del Indec. En cualquier caso, acaso sea cierto lo del refrán, aunque habría que someterlo a estadísticas o preguntarle al cínico San Goebbels, patrono de los publicistas. Supongo que habrá ejemplos de ambos lados en la historia para demostrar que las tiene cortas o largas. Pero lo que el dicho no dice –y es lo que hace a su misterio y seducción– es que la mentira tiene piernas muy bellas. Mucho más lindas que las de la verdad, que no se banca la minifalda y que, como se sabe desde Serrat e incluso algunos milenios antes, lo que no tiene es remedio.
La mentira misma, en cambio, “es” un remedio. No está demostrada la necesidad de la verdad, que se confunde con lo que está ahí, lo que es o lo que (se) conviene que sea. La de la mentira, sí. Nadie lo ha explicado mejor que el gran Oscar Wilde –víctima atroz de las seudoverdades de su tiempo y sus administradores– en “Sobre la decadencia en el arte de mentir”. La ecuación de Wilde era transparente: se miente, es decir, se vive, se inventa una vida, una obra, porque la única verdad “lo que no tiene remedio” es la muerte, la de las piernas flacas y chuecas.
A esa evidencia le rajamos humanamente cuando celebramos a narradores, espías, estafadores de bancos, wings habilidosos y magos de circo. Esos, al mentir, señalando su máscara, suman sueños y engordan la ilusión, ensanchan el mundo. Los que tienen y dicen que dicen la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad –religiosa, política, económica– mejor perderlos de vista: ésos no te regalan sueños. Te los cobran, caros.

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