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Sociedad|Sábado, 24 de diciembre de 2005
MAR DEL PLATA, A PUNTO PARA UNA TEMPORADA QUE SE PREVE COMO BOOM

Todo listo

La ciudad se prepara para vivir, según las previsiones, la mejor temporada de los últimos cinco años. Una de las claves es el cambio de cara hecho para la Cumbre de las Américas. Aquí, la crónica de los preparativos, los precios, los pronósticos meteorológicos.

Por Cristian Alarcón
Desde Mar del Plata
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Pese al aumento de entre el 20 y el 40 por ciento en los precios, Mar del Plata confía en que este verano será un boom.
Bajo el muelle y su enorme cartel de neón, con la ciudad de fondo, cuatro chicos juegan con las olas como si hiciera una temperatura razonable. Están en los doce años. Sus portes son los de estudiantes de un séptimo grado que se han hecho la rata. Se los ve desde la nueva y deslumbrante Punta Iglesias, remozada para la Cumbre de las Américas, divertidos, felices. Dos varones se zambullen y salen a flote, una y otra vez. Cerca de la arena, un chico y su chica se besan con pasión; se abrazan, se empujan y caen al agua, en infatigables juegos de manos. Los pocos turistas que soportan una pretemporada fría como nunca, pasillo anterior a un verano demasiado caliente, según los pronósticos, los miran de reojo, entre el escándalo y la ternura. ¿No está helada? “Ya no aguantábamos las ganas”, grita uno desde dentro del agua y tirita pero sonríe. De eso se trata. La temporada de verano marplatense es como estos adolescentes salidos de la película Kids. Hoteleros y dueños de balnearios, vendedores y gastronómicos, toda una red de emprendedores del verano ponen a punto la ciudad con un optimismo exacerbado por las remodelaciones de la Cumbre y por la reactivación. Todos comparten la ansiedad de que se largue la fiesta. A la par de aumentos de entre el 20 y el 40 por ciento en los precios veraniegos los marplatenses esperan crecer, como estos críos de adultez inminente que se besan arrebolados.
La ciudad que a partir del 2 de enero se convierte en el hormiguero humano mejor organizado y producido de la costa comienza sus preparativos un poco tarde. No se muestra aún en todo su esplendor sino que promete desde donde se la mire: un hombre de mameluco naranja recorta la novísima carpeta de césped frente al monumento a Alfonsina Storni; un pintor le lava la cara a la fachada de una pizzería; una cuadrilla termina un salón de fiestas con vista al mar; otra finiquita las piscinas de un balneario de Punta Mogotes; las máquinas peinan la arena de Varese después de un entubamiento y terminan de instalar baños y parador. Las escenas de puesta en marcha se suceden aun bajo la persistente lluvia que abrió la semana tan implacable como el viento sur, helado. El Servicio Meteorológico Nacional descuenta temperaturas más cálidas que las del año pasado, pero a partir del primero. Y la Secretaría de Turismo bonaerense calcula el crecimiento en un 8 por ciento respecto de la última temporada.

A punto
En el balneario Mar del Plata, el número 3 de Playa Grande, las obras están a punto. Su dueño es Sergio Goransky, un sanjuanino que desde pibe vacacionó aquí, siguió viniendo de soltero, de casado y, por fin, hace once años, se instaló. Ama la ciudad, dice. Habla desde una especie de chauvinismo marplatense que se reitera con sincera obsesión en la mayoría de los artífices (locales) de la temporada. El, además de empresario turístico, es el presidente de la Cámara de Propietarios de Balnearios. Encabeza un grupo que pretende llevar la oferta de servicios al mejor nivel. Es notable: aplica la vieja norma de empezar por casa. Las 220 carpas recién instaladas, con sus perfectos pasillos de madera, y sus sillas apiladas en similares montones, resplandecen cada vez que por entre los nubarrones del domingo gris se cuela un miserable resto de sol. Todo ha sido ordenado de forma simétrica sobre la arena, que durante el invierno permanece libre de estas “comodidades”. Así les dicen a las carpas o a las sombrillas en el mercado del verano: “comodidades”.
Hay dos maneras de veranear en Mar del Plata: con o sin ellas. O se carga lo propio: reposera –ochenta pesos en el centro–, sombrilla –cuarenta–, esterilla –en los todo por dos pesos a uno–. O se accede a alguno de los más de cien balnearios que ocupan las playas de la ciudad, de norte a sur, pagando por temporada o por día. Convengamos que Playa Grande –diez balnearios– vuelve al esplendor de los sesenta, cuando se había convertido en lo más exclusivo de la costa. Allí, todavía inauguran en elcostado sur los clubes a los que ingresan sólo socios: el Yacht, el Golf y el Ocean, acaso el más paquete de todos. El primero de los privados, a los que se accede sin pedigree pero con dinero, es el Mar del Plata. La carpa cuesta 3 mil pesos la temporada. La sombrilla 2500. Abre el fin de semana largo del 12 de octubre y despide en Semana Santa. El día: a un mínimo de 75 pesos. Este es uno de los sitios que prefiere nivelar hacia arriba, aunque, ya se sabe, en Mar del Plata, hay para todos los gustos.

La cara lavada
Los 30 pesos por día que cuesta la carpa en el otro extremo, camino a Santa Clara –Varese y algunas de Mogotes están en el mismo precio–, dan derecho a mucho menos servicios, pero regalan la mejor vista de la ciudad. Desde Costa del Mar, como se llama el balneario, se puede ver la caída del sol, que llega, después de dos días de estoica guardia periodística. El sol cae tras la ciudad y va a dar a lo alto de los edificios del centro, justo en la hora en que se encienden las luces nocturnas. Esa combinación tiñe de oro la ciudad. Son apenas unos minutos. El horizonte, las ondulaciones de la costa, las siluetas de los hoteles se bañan de rosados, naranjas, nacarados colores del verano que viene. “Llevamos siete años, y creemos que éste puede ser el mejor”, dice Juan Manuel Alconada, recién recibido guardavida, hijo de uno de los ex líderes de los bañeros de la ciudad. “De pronto en la ciudad te cruzás cada vez más con extranjeros. Llegan hasta acá buscando buena vista”, dice. A un costado se levanta un restaurante más dedicado a la cena para la que se lo alquiló esta noche que en atender al turista. Los vidrios no han sido lavados. Tras la barra, una de las dueñas, porteña, se confiesa “dibujada”, incapaz de promocionar el sitio. Se nota: es mejor la atención de los marplatenses de pura cepa.
Con el sol, por fin, los turistas se lanzan a la playa, y a las caminatas que propone esta temporada. La clásica es la zona del remozado Parque San Martín, y el paseo costanero de Punta Iglesias. Allí se dejan llevar por el ritmo sosegado del verde reciente y las banderas de los países que participaron en la Cumbre. Los bancos, diseñados, se llenan de gente que almuerza sobre el papel con el que le han envuelto el pollo y las fritas en la rotisería. Parejas sentadas a caballo en las banquetas nuevas empujan con cerveza el alimento. Los que pescan tienen sus propios asientos de cemento, con un agujero ideado para meter la caña. Un puente peatonal cruza la costanera de lado a lado. Es un arco de madera y hierro que le da un toque de moderno confort a la costanera, que hasta la Cumbre estaba entre la sordidez y el abandono. La lavada de cara, las luces nuevas, le dan, en ese tono de fantasía que toda temporada tiene como sello, expectativas renovadas a la ciudad de siempre.

¡Sabor!
Todo está puesto en este fin de semana, de temperatura más amable, y en enero, que no deja de ser, a partir del dos, “la temporada”. Hasta esta semana no hubo manera contra el frío. La escena cruel es la de una familia de mamá y papá en los treinta que vuelven desalentados por la garúa marina con sus dos niños de tres y cuatro años. La nena, de colitas, bikini bajo la solerita, balde y pala, pucherea decepcionada. El padre se quiere matar. La madre insulta al clima. El cronista adhiere, conmovido por estos destinos peores que el propio. Paran en el mismo hotel: la habitación de cama matrimonial, estrecha, a 68 pesos, por sus tres limitadas estrellas, mientras dure diciembre. Aunque en enero ese precio se duplica. Es en pleno centro. Manolo, de platos generosos, queda a la vuelta. El casino a dos cuadras. El centro sigue igual. La milanesa a la napolitana con frita, la pizza, el tenedor libre, el choripán, el pancho, la comida por kilo, para llevar y comer en la pieza. Ante los restaurantes más baratos las parejas grandes del interior esperan para zamparse esas picadas de mar que tienen cornalitos, rabas, pescado, calamaretis, camarones. A una mujer rubia, que festeja cumpleaños con sus amigas y cuñadas, le roban la cartera, en un santiamén, como si nada, cuando recién la dejó ahí, sobre la silla. Ojo. Los vivos también veranean.
Los pronósticos hablan de un enero a full. Como en las mejores épocas. Claro que para remontarse a esos tiempos hay que retroceder hasta los ochenta. La década menemista fue para el turismo nacional, y para el de Mar del Plata en particular, un infierno. La clase media se dedicó al resto del mundo. Y luego la crisis, que le dio un golpe final en esa temporada negra del 2002. Desde 2003 la cosa parece repuntar, de a poco. “Esta será la mejor de las últimas cinco temporadas”, le dijo a Página/12 Miguel Cubero, secretario de Turismo de la provincia. En La Caseta, el balneario de moda en la cada vez más exclusiva zona sur, se trabaja en domingo lluvioso para ponerlo todo a punto. Terminan los baños del sector piscinas. El lugar ha sido un clásico de los últimos años. Llevan diez. Son los que concentran la demanda joven y fashion. Largan esta noche con una fiesta de Navidad en la que tocan dos DJ locales: los Respected Two. A partir de hoy serán, hasta febrero, tres fiestas semanales. El sitio es de una tolerancia europea con los deslices juveniles. El “punchi punchi” electrónico se radica en el Divino Beach.

Las playas de la fantasía
Diego Pellierano, gerente, vive la mitad del año en Sitges. Cada verano europeo ve la tendencia de cerca, y llega a la Argentina para montar lo propio. En el balneario la carpa por la temporada sale 2500 y por enero 1000 pesos. Pero como ocurre en toda la costa, el negocio no está dado sólo por la cantidad de gente, sino por el tamaño de los sponsors. Esos acuerdos comerciales suelen hacer sudar, aun con este frío desubicado, a los negociadores de la temporada. Ellos cerraron a último momento con varios grandes: Redbull, el energizante; Quilmes, que ondea en banderas gigantes por toda la ciudad; Sedal y su peluquería de playa; Marlboro y los DJ de Ministry of Sound que estarán en pleno enero; y un invento marketinero que funcionó ya el año pasado: el bar de aguar de Ser. “Si no traés una marca de primera no traés a los medios”, dice Diego, contra el viento que despeina en la base de las divinas piletas, justo más allá de la pista del Divino Beach. Abajo arman el parador sobre la arena y el bar de agua que tiene que lucir bien para la foto. Diego sabe que es cartón pintado. “Es parte de la fantasía”, dice, sobre los códigos de la temporada.
Algo de eso hay. La fantasía corre por el mismo sendero que lo efímero. El cambio climático es implacable, y ayuda, para mal, a acortar el tiempo de las vacaciones a puro sol. Se vive, por estos días, ese clima de “ahora o nunca”. En Waikiki, el balneario super producido, más allá del faro, una cuadrilla avanza contra reloj para terminar la innovación de este año: un salón de fiesta para más de 300 personas, con vista al mar, de nombre “Ala Wai”. Los obreros ya terminaron la loza, un octógono de paredes de madera y los techos de enorme cabaña, conectada al restaurante, que está abierto todo el año. Más allá, la pileta, impecable, ya lista, rodeada de césped, junto a la que una mujer se asolea en una reposera. Del viento, tan marplatense, la protegen un blindex y un médano recién armado. La sombrilla bajo la que reposa su hija cuesta 50 pesos por día. La carpa en Waikiki no se alquila por mes. La jornada, para seis, sale 70. Del otro lado hay un solarium, con pileta climatizada: 15 pesos el día por persona. El lugar no suele estar invadido por adolescentes hijos de familias veraniegas. Defiende el rumor de las olas y el viento. Excepto por las noches. La fiesta en el Ala Wai será cotidiana. Lanza el 31 con una cena cotizada en 220 pesos, que incluye cinco platos de exquisiteces y bebidas espumantes varias.
Por las calles del centro desfilan los camiones publicitando las obras de teatro de las salas recién inauguradas. En Manolo, la cola hecha de familiones implica unos diez minutos de espera. En la playa, los adolescentes se besan. La fiesta está a punto. Gloria a la temporada.

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