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Sociedad|Domingo, 30 de abril de 2006
LA VIDA DE UNA CIENTIFICA QUE HUYO DE LA ITALIA DE MUSSOLINI HACIA LA ARGENTINA

Las luces de Eugenia

Cuando Eugenia Sacerdote de Lustig estudió medicina en Italia, en la facultad había cuatro mujeres. Sus compañeros le hicieron la vida imposible, pero logró recibirse, junto con su prima Rita L. -Montalcini, luego Premio Nobel. Mussolini le impidió trabajar por ser judía y huyó a la Argentina. Aquí no reconocieron sus títulos y su salario dependía de que no se rompieran los tubos de ensayo. Pero hizo una brillante carrera.

Por Andrea Ferrari
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Un día Eugenia Sacerdote encontró un resto de cadáver en su bolsillo. Lo había puesto allí alguno de los compañeros de la facultad a quienes la mera presencia de cuatro mujeres en un ámbito rabiosamente masculino les parecía suficiente motivo para convertirlas en blanco de humillantes bromas y maltratos. Pero Eugenia, que tenía en aquel momento veinte años, estaba empeñada en ser médica y no iba a ceder. En su ajetreada vida esa determinación se puso a prueba muchas veces, no sólo frente a las zancadillas de sus compañeros, sino después, cuando las leyes raciales de Mussolini le impidieron trabajar por ser judía, cuando en Argentina se negaron a reconocer sus títulos o cuando combatía la epidemia de poliomielitis desde el Instituto Malbrán, con el terror cada noche de llevar la infección a su casa. Y aún hoy, a los 95 años, cuando sus ojos no ven más que sombras, se hace enviar desde Italia cajas y cajas con libros grabados en casetes, decidida a no ceder a la oscuridad.

No se atrevía a decírselo a su madre. Porque en la época en que Eugenia Sacerdote decidió cuál sería su profesión, las mujeres, sencillamente, no estudiaban medicina en Italia. Ni siquiera podía aspirar a ingresar a la universidad, ya que su paso por el liceo femenino sólo le había garantizado conocimientos de francés, literatura y sobre todo la preparación del ajuar del bebé. Camisetas que le salían torcidas y le hacían temer que la bocharan.

–El estúpido de Mussolini seguía haciendo propaganda con la idea de que las mujeres sólo servían para tener muchos hijos.

Pero no ella. Junto con su prima buscaron a un profesor que aceptó prepararlas para obtener el título del liceo clásico siempre que estuvieran dispuestas a estudiar latín y griego ocho horas por día. Dedicaron doce horas diarias, salieron airosas del examen y las dos optaron por medicina. Su prima es Rita Levi-Montalcini, quien recibiría años después el Premio Nobel por sus investigaciones en el campo de la neurología.

Eugenia lo recuerda en una mañana luminosa, en su departamento de Belgrano. Acaba de hablar por teléfono con Rita, quien le contó que, como senadora vitalicia, la han invitado a pronunciar un discurso en la inauguración de sesiones de la nueva Cámara italiana, pero no está convencida de hacerlo, porque ve poco. Aunque no tan poco como ella, aclara Eugenia, que apenas distingue luces. O algún movimiento. Su memoria, sin embargo, trae imágenes nítidas. Precisas: como aquella de los estudiantes que en la puerta de la facultad se ponían en dos filas, formando un túnel que ellas debían atravesar, donde les sacaban los sombreros, las golpeaban o las empujaban. Quinientos hombres y cuatro mujeres: así era la proporción cuando empezó sus estudios de medicina.

–Fue tremendo. No estaban acostumbrados a ver mujeres en la facultad. Se divertían a costa nuestra.

La vocación había surgido en un hospital donde a lo largo de tres meses se turnó con su madre para cuidar a su hermano, herido en un accidente. Aunque quizás, admite, hubiera surgido igual de otra forma, porque también Rita quería ser médica y entre las dos se empujaron y apoyaron para vencer las resistencias familiares. Y las de sus compañeros: finalmente optaron por darle una propina al portero de la facultad para que les permitiera entrar por una puerta trasera y acceder al aula cuando ya estaba el profesor.

En 1936 se recibieron. Aunque no habían llevado la ropa oscura que era de rigor en el régimen fascista para estas ocasiones, obtuvieron las más altas calificaciones.

Poco después Eugenia se casó con el ingeniero Maurizio Lustig y se fue a vivir a Roma. Alcanzó a trabajar muy poco en la clínica médica: apenas las prácticas en el ambulatorio del hospital. Un día entró un ciclista que se había caído y lastimado, la miró y le dijo: “¿Puede llamar a un médico de verdad?”

–No podía creer que yo fuese médica. Así era la idea pública de la mujer. Era una mentalidad muy difícil de vencer. La guerra cambió todo: cuando se dieron cuenta de que las mujeres debían ocupar el lugar de los hombres vieron la importancia que podían tener. Antes era una sociedad completamente masculina, todo estaba hecho para los hombres.

Mientras ella daba sus primeros pasos profesionales, a Italia le llegaba la noche. Un día, Maurizio la invitó a conocer un restaurante elegante: Alfredo, el que tenía una cuchara de oro en la puerta. Acababan de servirles la comida cuando entró Hermann Goering con otros oficiales nazis y ordenaron que todos los comensales se fueran porque necesitaban el lugar.

–Tuvimos que levantarnos e irnos, sin probar la comida. Ya empezaba la prepotencia.

Pero lo peor vino poco después. Eugenia lo recuerda con la precisión de una foto: era junio de 1938 y ella estaba amamantando a su primera hija, Livia. Abrió el diario y leyó: los judíos no son más ciudadanos italianos. Acababan de salir las leyes raciales, ya no podían trabajar. Días después verían en un restaurante un cartel que decía: “No se admiten perros ni judíos”.

Todos sus familiares perdieron el trabajo. Algunos se ocultaron en otras ciudades, con documentos falsos. A Maurizio, la empresa Pirelli le ofreció trasladarse a Argentina, donde iban a instalar una planta. Era un país del que nada sabían, pero no había alternativas. Un día de 1939 abordaron en Nápoles el buque Oceanía.

La nostalgia de Italia la invadió apenas se alejó de su país y le duró el resto de la vida.

La ciudad chata

Chata: así le pareció Buenos Aires. A Eugenia le faltaban las montañas, las colinas, al menos algún camino que subiera y bajara. A poco de llegar, un día tomaron un taxi para ir a Caballito. Apenas pasaba Primera Junta, el taxista les dijo:

–Este es el punto más alto de la ciudad.

Se miraron creyendo que habían entendido mal, pero el hombre lo repitió. Eugenia y Maurizio rieron: ¿eso era lo más alto? ¿Y dónde estaba la montaña? Tiempo después, cuando fueron por primera vez a Mar del Plata, la desesperó la monotonía del camino.

–Vaca, vaca, nada más que vaca. Fue una gran desilusión.

Durante casi dos años no supo nada de su familia: algunos estaban en Francia y otros en Estados Unidos, pero se consideraba riesgoso que los refugiados hicieran saber su paradero. Recién en 1942 recibió con alivio un telegrama de su madre donde le decía que estaban todos en Nueva York. Entre tanto, debieron vivir un tiempo en Brasil, ya que Pirelli aún no había podido instalar su planta en Buenos Aires. Al regreso, nació el segundo hijo, Leonardo. Eugenia ansiaba volver a trabajar y se contactó con la cátedra de Histología de la Facultad de Medicina, ya que en Italia se había iniciado en trabajos de investigación en esa disciplina. Ya le habían rechazado entonces el reconocimiento de sus títulos, de manera que sólo podía trabajar como una suerte de técnica. En la cátedra le dijeron que no podían darle un cargo, pero sí facilitarle algunos elementos para investigar. Durante bastante tiempo, no tuvo un salario fijo. Existía un fondo para reponer el material de vidrio dañado, y si en el año no se habían roto demasiadas cosas, Eugenia cobraba.

–Durante dos años yo cuidé mucho que nadie rompiera pipetas y probetas, si no, no tenía sueldo. En aquel entonces necesitaba suero de gallina para trabajar con las células cultivadas in vitro, técnica que ella introdujo en el país. Pero no había quién lo proveyese. Entonces iba sola al mercado y se compraba la gallina. Después le pedía a un muchacho que se ocupaba de la limpieza que le sostuviese el ala y le sacaba la sangre.

De a poco fue relacionándose con diversos profesores de la universidad y sintiéndose cada vez más cómoda en Histología, donde trabajaba con Eduardo de Robertis. Pero los avatares políticos volvieron a torcerle el camino: en 1947 el gobierno peronista echó al profesor Bernardo Houssay de la universidad y en solidaridad con él renunciaron De Robertis y muchos otros.

–Yo me quedé otra vez sola, aislada. Y todo el mundo me decía: usted que es extranjera, no abra la boca que la pueden echar del país. Calladita, calladita.

Quien llegó a rescatarla un tiempo después fue el director del Instituto de Oncología Roffo, que la invitó a trabajar con él en el cultivo de células cancerosas. Allí pudo montar un buen laboratorio, que sigue en pie al día de hoy y que le permitió desarrollar importantes avances en ese campo. De esa época tiene un recuerdo que sigue irritándola. Una tarde, el entonces ministro Oscar Ivanissevich la llamó para pedirle que recibiera en su laboratorio a un joven médico que quería aprender la técnica de las células cultivadas. Al cabo de un tiempo y en plena experimentación, el médico, que había resultado ser alemán, le dijo que tenía que irse a las tres de la tarde. Ante las objeciones de la investigadora, le explicó que a las cuatro debía estar en su consultorio.

–Pero cómo, ¿usted no es extranjero?

–Sí.

–¿Y puede ejercer?

–Sí, el ministro me firmó un permiso para practicar la medicina por 25 años.

A ella, en cambio, le habían rechazado hasta el título de la escuela primaria. La revancha se la tomó años después, en una época de florecimiento de la universidad, cuando el rector Risieri Frondizi –hermano del entonces presidente– renovó los concursos y pudo presentarse para la cátedra de Biología Celular, aunque no había revalidado su título. Ganó el concurso y al día siguiente recibió en su casa el diploma italiano que había presentado, con el agregado: “Se reconoce el título”.

La polio

Pero aún faltaba para eso. En 1950 fue a buscarla el doctor Armando Parodi, que venía de estudiar virus en Estados Unidos y quería llevarla con él al Malbrán. Dice Eugenia que no sabía nada sobre virus pero buscó libros, estudió todo lo que pudo y montó allí la Sección de Cultivos de Tejidos. Ya entonces había nacido su tercer hijo, Mauro, y si logró mantener el intenso ritmo de trabajo que significaba ir cada día del Roffo al Malbrán fue gracias a su cuñada, con quien compartió la casa y la vida desde que llegó de Italia.

Al cabo de un tiempo, sin embargo, las cosas volvieron a complicarse: Parodi decidió aceptar un cargo importante en Uruguay y la dejó como jefa del departamento de virus, un cargo para el que no se sentía aún preparada. Y entonces llegó la epidemia de poliomielitis. Eugenia estaba de vacaciones y el ministerio la mandó a llamar: había que actuar de urgencia. La epidemia avanzaba a un paso alarmante. Fue un tiempo en el que le llegaban sesenta o setenta casos diarios para hacer el diagnóstico.

–Tenía un miedo terrible de infectarme yo y que se infectara todo el personal. Cada día trabajaba hasta medianoche con mi técnica, Catalina. Cuando terminábamos poníamos todo el material que habíamos usado en el jardín del Malbrán, le echábamos nafta y prendíamos fuego, porque temíamos que a la mañana siguiente la persona que iba a limpiar tocara algo y se infectara. Después me cambiaba de pies a cabeza para irme a casa. Hasta los zapatos. Tenía terror de infectar a mis hijos.

Tan grande era el miedo que al fin decidió mandarlos a Montevideo por seis meses, donde un primo lejano aceptó recibirlos. Ella viajaba a verlos cada sábado en avión y volvía el domingo a la noche.

Poco después se oían las primeras alentadoras noticias de la vacuna Salk. Eugenia fue becada por la OMS junto con investigadores de distintas partes del mundo para ir a Estados Unidos y Canadá, a estudiar los efectos de esa vacuna.

En aquel viaje logró encontrarse por unas horas con su prima Rita Levi -Montalcini, a quien llevaba doce años sin ver.

–Me tomé un avión desde Atlanta a Saint Louis, estuve con ella una noche y llegué a tiempo para poder ir al laboratorio a la mañana siguiente.

A su regreso, impulsó el uso de la vacuna Salk. Si bien aún no había sido autorizada por el Ministerio de Salud, decidió vacunar a sus propios hijos para dar el ejemplo y ella misma se la aplicó a los primeros chicos que se acercaron al Malbrán. Tiempo después, y ya hacia el final de la epidemia, un enfrentamiento gremial terminó con su trabajo allí. Había caído Perón y un sector de los empleados del instituto resistían al científico que había sido nombrado como jefe.

–Estaban de huelga. Yo quise entrar porque aún había casos de polio y tenía diagnósticos para hacer, pero no me dejaron. Les dije: entro igual, hago los diagnósticos y me voy. Entonces me tiraron un cajón enorme sobre un pie, que se fisuró. Estuve más de un mes con yeso. Al día siguiente, renuncié.

Después de los bastones

Tras ganar el concurso, Eugenia se convirtió en profesora universitaria y poco después en investigadora del recién creado Conicet, donde permaneció durante cuarenta años. Le tocó vivir de cerca la Noche de los Bastones Largos y se salvó de ser detenida porque el teléfono no andaba.

Sucedió así: los profesores de Ciencias Exactas estaban reunidos con el decano, discutiendo la situación política. Ella quiso llamar a su casa, para avisar que llegaría tarde, pero tuvo que salir ya que, como casi siempre, el teléfono estaba roto.

–Fui a hablar al bar Querandí. Cuando volvía, vi que se estaban llevando a todos los profesores, a Sadovsky, a Rolando García. Yo me tomé un colectivo y me fui a casa. Después renuncié.

Muchos de sus colegas y amigos dejaron el país. Eugenia siguió investigando en el Roffo y formando a otros investigadores. Más mujeres que hombres. Porque sabía lo difícil que puede ser el camino para una mujer, siempre se sintió inclinada a apoyar sus carreras e incluso a alentar que algún niño durmiera en el sillón de su oficina o hiciera dibujos en su mesa mientras la madre terminaba la tarea.

En 1970 murió Maurizio. Al jubilarse había caído en una profunda depresión. Lo sometieron a una cura de sueño, un método usado en boga en aquella época, que pareció hacerle bien. Pero días después su corazón falló. Fue un golpe difícil de asimilar para Eugenia en un momento en que dos de sus hijos ya habían partido. Poco después, sin embargo, volvió a trabajar al Roffo y ganó un concurso recién creado para el Departamento de Investigación oncológica.

Ya en el proceso la política le iba a dar aún un sobresalto más. Un día se metieron en su oficina cuatro hombres de la Side y la acusaron de haber facilitado el lugar para tomar una foto. A ella le costó entender de qué hablaban: una revista había publicado una fotografía donde se veía a Raúl Lastiri, el yerno de López Rega, en el patio del Roffo, cuando se dirigía a la sección rayos para ser irradiado. –La sacaron de su ventana –acusaron–, estudiamos la sombra de la palmera y sólo puede ser de acá.

Eugenia atinó a responder que al lado había un baño con la misma vista, pero los hombres no querían oír razones. Volvieron al día siguiente y se dio cuenta con horror que la tenían muy fichada: conocían su vida desde el momento en que había bajado del barco.

–Sabían cosas de mí que yo ni siquiera recordaba.

Tal vez les bastó el susto que le dieron, o repensaron el asunto de la sombra, pero no volvieron a molestarla.

Eugenia Sacerdote trabajó hasta que sus ojos se lo permitieron. Produjo muchos artículos, recibió premios y nunca le gustó hablar demasiado de los honores. Hace un año decidió grabar sus recuerdos: quería dejar un testimonio de su vida para sus nietos, que supieran cómo fue la Italia del fascismo. Pero lo que iba a ser un texto familiar fue pasando de manos y se convirtió en un pequeño libro: De los Alpes al Río de la Plata, editado por Leviatán.

Hoy extraña los libros y la autonomía.

–Tengo amigas amables que me leen cuando pueden. Pero para todo necesito pedir que alguien me acompañe. Es muy duro depender de los demás. Muy terrible.

Tiene un equipo de música junto al sillón, donde oye libros. Oye con la voracidad con la que antes leía. Primero acudió a la biblioteca de ciegos argentina, pero dice que allí sólo tienen 600 títulos y ya agotó todo lo que le interesaba. Entonces recurrió a la italiana, que incluye diez mil volúmenes. Periódicamente recibe una caja con casetes, que son para ella una fiesta. También le envían la grabación de una revista científica italiana, que la mantiene actualizada.

–De la biblioteca, me interesa sobre todo la historia. Ahora pedí que me manden algo sobre el Islam, porque me gustaría saber más. Sé tan poco de ese tema.

Nunca fue creyente.

–No sé si existe un Dios. Siempre pensé que si existiera, no dejaría que pasaran tantas barbaridades.

Sus ojos, aunque no ven, sonríen un poco.

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