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Sociedad|Domingo, 10 de septiembre de 2006
COMO CONSTRUIR UN FUTURO DESPUES DE AUSCHWITZ.
MEMORIAS DE UN SOBREVIVIENTE

La segunda vida de Jack

“No soy ningún héroe, lo único es que no tenía el coraje de matarme.” Jack Fuchs habla de sí mismo sin concesiones. Durante cuarenta años prefirió callar sobre el infierno que había debido atravesar: el gueto, Auschwitz, el exterminio de toda su familia. Viajó por el mundo con una inquietud que le impedía afincarse. Hasta que un día pudo asentarse y también contar.

Por Andrea Ferrari
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La segunda vida de Jack Fuchs empezó en un galpón. Hasta allí había llegado con sus últimas fuerzas, luego de que el vagón donde los alemanes lo trasladaban junto con otros sobrevivientes de Dachau quedara abandonado en la huida. En los años siguientes, Fuchs eligió no hablar sobre el infierno que había atravesado: el gueto, Auschwitz, el exterminio de toda su familia. Tuvieron que pasar cuatro décadas y un viaje conmovedor para que empezara a contar esa historia públicamente y también a escribir. Muchas de esas reflexiones conforman ahora el libro Dilemas de la memoria. En esta conversación con Página/12, Fuchs habla de los años que siguieron a su llegada a ese galpón, de la posibilidad de construir un futuro después de Auschwitz. De su segunda vida.

Era mayo de 1945 y en Baviera caía aguanieve. Intentando escapar del avance de los aliados, los alemanes habían sacado a quienes aún sobrevivían en Dachau –gente desnutrida y enferma– y los habían subido a vagones que se usaban para trasladar ganado. El viaje, lento, se detenía con cada incursión aliada. Los alemanes se retiraban cuando se acercaban los aviones y reaparecían horas más tarde. Hasta que la locomotora fue bombardeada y ya no volvieron.

Fuchs bajó del vagón junto con los demás. Tenía 21 años y sólo pesaba 38 kilos. Padecía tifus y tuberculosis; sus pies hinchados casi no le permitían caminar. Se arrastró como pudo unos quinientos metros, hasta una granja habitada por alemanes. Entró en un galpón y vio una parva de heno. Allí se tendió y se quedó dormido. En ese lugar, pensaría después, fue donde renació, en la más absoluta soledad.

Al día siguiente lo encontraron los habitantes de la granja. No le dijeron ni le preguntaron nada. Le dieron comida y una cama ubicada en lo que eran dependencias para los trabajadores. Fuchs no sabe cuántos días pasó allí: quizás dos o tres. Luego lo subieron a una carreta y lo llevaron hasta Saint Ottilien, un antiguo monasterio transformado en hospital. Recién ahí las enfermeras le sacaron la ropa, lo lavaron, rasuraron y desinfectaron. Le dieron un pijama limpio y una cama en una enorme habitación. Fue entonces cuando dijo una frase que rondaría por su cabeza años después.

–Ahora ya me puedo morir tranquilo.

¿Por qué esa frase cuando lo peor había terminado? Quizá, supone, porque en los últimos días del campo había convivido con montañas de cuerpos y tenía pánico de morir en esas terribles condiciones.

–Me salió así. A veces en Dachau uno se despertaba y decía “ojalá estuviera muerto”. Mucha gente me pregunta cómo me salvé y yo digo que mis padres fueron condenados a morir y yo fui condenado a vivir. Simplemente no podía morir.

Pero el instinto de supervivencia funcionó y ya en esos primeros días en el hospital se empezaron a tejer lazos.

–Los nazis nos habían sacado todo: la familia, el cuerpo, pero no podían sacarnos lo poco de humano que quedó. Eso no lo pudieron eliminar. Enseguida en el sanatorio se organizaron diferentes grupos: los religiosos, los socialistas, los comunistas. En poco tiempo ya había un diario en idish.

A través de su partido, el socialista Bund, Fuchs consiguió una visa para viajar a Estados Unidos. En el tiempo que estuvo en Alemania antes de partir hizo algunas averiguaciones sobre el final de su familia. No es que tuviese expectativas de encontrar a alguno con vida: en Auschwitz, dice, las cosas eran claras. Pero necesitaba saber, así como después necesitó callar.

Lodz, Auschwitz, Dachau

Antes de la guerra, en la ciudad polaca de Lodz había 250 mil judíos, sobre una población de 750 mil personas. Un tercio de los habitantes que, prácticamente, desapareció. La transformación fue paulatina tras la invasión alemana. Primero los obligaron a usar la estrella amarilla, luego se decretó que un sector de la ciudad se convertiría en gueto para los judíos. En principio fue semiabierto, pero más tarde se cerró con alambre de púas y garitas con guardias y ya nadie pudo entrar ni salir.

Los Fuchs estuvieron en el gueto cuatro años. Pese a las privaciones que pasaron –el hambre, el frío, las enfermedades, el aislamiento–, esa época sería recordada como un paraíso en comparación con lo que vino después.

En 1944 los alemanes decidieron “liquidar” el gueto. Junto con sus padres y sus dos hermanas menores (al hermano mayor lo habían llevado a trabajar a un campo), Jack se escondió en una pequeña habitación tapada con un armario, pero alguien los delató y los encontraron. La deportación tuvo lugar a principios de agosto de 1944. El recuerda que llevaron hasta el tren unas pocas cosas, entre ellas su álbum de estampillas. En Auschwitz los separaron: mujeres por un lado, hombres por otro.

–A esa altura, ya no había secretos. Lo decían directamente: la gente iba al horno. Ni siquiera hablaban de gas. Esa fue la primera vez en mi vida que yo me desmayé. Un amigo me dio una patada. “Levantate, Yankele –me dijo–, si no vas al horno.”

Jack fue “seleccionado” para trabajar y esquivó la muerte. Mucho después supo que también su madre había sido “seleccionada”, pero no quiso separarse de sus hijas de 8 y 13 años y falleció con ellas. El estuvo en Auschwitz un tiempo que hoy se le hace confuso –seis días, quizá diez– hasta que fue trasladado a Dachau.

–Yo siempre me sentí mal porque cuando íbamos a los vagones escuché que decían “qué suerte, salen”. Sentí algo, no podría decir alegría, pero era algo agradable. Y me molestaba: ¿cómo puedo sentir esto, pensaba, si acabo de perder a toda mi familia? Muchos años después un psicoanalista me dijo que no sentía alegría: que era como si alguien me hubiera estado apretando el dedo con una tenaza y de pronto me soltara. Eso era.

Pero aún sufriría ocho meses en Dachau, donde las condiciones fueron deteriorándose día a día. Pronto la comida empezó a ser insignificante, se desataron las epidemias y ya nadie creía en la posibilidad de sobrevivir. Era, dice Fuchs, como estar enterrados vivos.

Así estaba cuando los alemanes los abandonaron en un vagón de carga en Baviera, cerca de ese galpón donde empezó su segunda vida.

Vivir con la valija

En Alemania Fuchs superó milagrosamente el examen médico que le hicieron los norteamericanos antes de embarcarse, algo que quizá sucedió porque no tenían equipo para hacer radiografías. Pero no estaba curado de la tuberculosis y dos semanas después de llegar a Nueva York lo llevaron a un médico. En la sala de espera conversó en idish con la secretaria, que a poco de hacerle las primeras preguntas se puso a llorar.

–No sé por qué, yo sólo le dije que había venido de Alemania en barco.

El médico le hizo placas, le mostró las cicatrices en sus pulmones y le aconsejó internarse en un sanatorio en las afueras de la ciudad.

–Creo que eso fue lo peor que me podían hacer: otra vez encerrado. Estuve ahí seis meses. No había ningún medicamento en ese momento, sólo descansar y tomar aire. En lugar de enviarme a ese lugar, tendrían que haberme mandado a hacer terapia: eso me hubiera ayudado.

La organización que lo recibió en Nueva York le había preguntado antes que nada si tenía a alguien en alguna parte del mundo. Jack mencionó a un par de tíos en Argentina y a una tía en Santiago de Chile. Al cabo de un tiempo fueron localizados, pero aunque lo invitaron a venir, él prefirió quedarse en Estados Unidos.

–Me demoró mucho tiempo saber cuál fue el motivo. Creo que yo pensaba que iba a venir y mis tíos me iban a preguntar qué había pasado con mis padres, con mis hermanos. Que me iban a decir “¿cómo están todos muertos y vos vivís?” Tenía miedo. Pero eso lo supe más tarde.

Una vez que salió del sanatorio empezó a trabajar en un taller de confección y por la noche completó el secundario. También hizo cursos y fue especializándose en sistemas de producción. En esa etapa Fuchs vivió siempre con una valija en las manos: saltando de un lugar a otro. Dice que no se mostraba afectado por su pasado.

–Es algo que veo ahora, después de muchos años de terapia en Argentina. Yo me mandaba la parte de que estaba bien. Decía “yo recuerdo, sí, a veces lloro, pero no me afecta”. Tenía novias, amigos... Pero algo había quedado: una inquietud de la que yo mismo no me daba cuenta. Antes yo creía que si alguien se reía a carcajadas significaba que era feliz. Ahora que tengo 82 años reconozco cuando una persona ríe, no porque es feliz, sino porque es histérica, cuando corre, no por curiosidad, sino porque no puede estar sentado. Yo corría, viajaba por Puerto Rico, Venezuela, Israel... Todos me admiraban por lo que hacía, pero todo era falso. Aparentemente no podía hacer una vida normal. Debía ser el miedo.

Después de diez años en Estados Unidos, vino a la Argentina de visita. Su viaje coincidió con la caída de Perón y recuerda el tumulto en las calles.

–Mis tíos no me preguntaron qué pasó con mi familia ni yo se los conté.

Regresó a Nueva York y siguió con su vida trashumante. Recién en 1963, después de vivir un tiempo en Venezuela, decidió volver a la Argentina. Era una época en la que no estaba muy bien. Algo le faltaba, dice.

–No sé, me sentía incómodo. Estaba siempre corriendo, tenía casi cuarenta años y pensaba que estaba solo y ya no iba a tener hijos.

Una serie de circunstancias en esa visita lo decidieron a quedarse, pero sobre todo una: conocer a quien sería su mujer, Ivonne, una francesa que había pasado la guerra en Suiza y cuya familia había fallecido. Jack consiguió trabajo aquí y empezó a hacer terapia. Pero la inquietud aún persistía: cuando se casaron, le sugirió a Ivonne que se fueran a Nueva York. Ella lo disuadió.

–Vos ya viajaste mucho –me dijo–. Mejor quedémonos.

Jack se ha preguntado a sí mismo por qué se casó con Ivonne, mientras que en sus relaciones previas había evitado ese compromiso.

–Aparentemente yo tenía miedo de entrar en una familia, porque soy un bicho raro, que trae una desgracia. Creo que me casé con Ivonne porque, como yo, ella no tenía a nadie. Era muy inteligente –sonríe– y podía aguantar todas mis locuras.

Entre esas locuras estaba su dificultad para afincarse en un sitio. Cuenta que vivían en un departamento alquilado y que luego del nacimiento de Marianne, su hija, Ivonne sugirió comprar una propiedad en cuotas. Pero él se resistía.

–Al final cuando lo compramos lo eligió ella. Me pidió que al menos fuera a verlo, pero le dije que no. Estaba seguro de que había elegido muy bien.

Jack montó una pequeña fábrica de confección de lencería e Ivonne daba clases de francés. Se arreglaban bien. Pero ella enfermó y murió en 1989: demasiado pronto. Fue la primera vez que Jack asistió a un entierro.

Hablar y callar

Dice Fuchs que ni siquiera con su esposa hablaba sobre su pasado: con ella era algo sobreentendido. Tampoco con Marianne.

–Es un caso interesante para un psicólogo. Cuando mi hija tenía dos o tres años, vio algo de la guerra por televisión y me dijo “papi, vos no mires”. Yo jamás había hablado con ella. Aparentemente hay una transmisión por ósmosis.

Ha discutido con quienes creen en la necesidad de insistir sobre lo sucedido con los hijos, para que recuerden. El lo rechaza: dice que ya bastante tienen con ser hijos de sobrevivientes. Ni siquiera sus tres nietas –la mayor de las cuales hoy tiene quince años– lo interrogan sobre la historia. Saben, dice, perciben, pero no preguntan. ¿Será que temen dañarlo haciéndole recordar momentos de dolor? El duda.

–Es raro. Un chico de ocho o nueve años no piensa que me puede lastimar.

La decisión de contar la historia que había silenciado durante cuarenta años se dio después de un viaje a Washington en 1983. Ese año muchos sobrevivientes se reunieron en torno del proyecto del Museo del Holocausto. Dice Fuchs que la ceremonia fue muy conmovedora.

–Se puso la piedra fundamental para el museo. Para mí fue como una lápida: nadie en nuestras familias tiene lápidas, ni sabemos dónde están. Ahora había una lápida, aunque fuera colectiva. Cuando regresé del viaje estaba lleno de emociones y tenía ganas de compartir. Supongo que se mezcló con muchos años de psicoanálisis.

La primera vez que contó la historia en un medio fue en una entrevista concedida a Página/12, hace ya quince años. Dice que después de que se publicara los amigos con los que jugaba al tenis cada semana en el club Hacoaj lo llamaron anonadados: no podían creer que nunca les hubiera dicho nada de todo ese horror.

–A veces uno no sabe qué decir, cómo explicar. Primo Levi escribió lo que una persona dijo en Auschwitz: que si alguien se salvaba y contaba, nadie lo iba a poder creer. Por eso, yo nunca quise contar atrocidades.

Durante los años que siguieron habló cada vez que se lo pidieron: en escuelas, conferencias, entrevistas. Pero últimamente, dice, se siente alejado de lo que pensaba antes sobre la importancia de trasmitir lo vivido. Desencantado.

–Creo que no tiene ningún valor entrevistar a la víctima: habría que entrevistar al victimario. Una persona en una hora se convierte en víctima. Y no tiene nada para decir, no hay nada que aprender de ella. El victimario tiene un plan: cómo eliminar a la gente, cómo torturarla...

Reconoce, sí, la importancia de contar para el registro histórico, para que se conozca lo que pasó, pero ya no piensa que sirva hacia el futuro.

–La gente no aprende nada del pasado: el hombre no tiene herramientas para evitar una próxima guerra.

A veces se sorprende por la insistencia con que lo buscan, como si fuera dueño de algún misterio, de un secreto de la supervivencia.

–La gente deposita cosas en mí. Piensan que es una ironía cuando yo digo que sobreviví porque sobreviví. Pero yo no hice nada. No soy ningún héroe, lo único es que no tenía el coraje de matarme.

De regreso

Fuchs volvió dos veces a la ciudad donde nació. La primera fue con Ivonne, a mediados de los ochenta. Había pensado quedarse a pasar la noche, pero a poco de llegar se quiso ir. Dice que estaba como anestesiado. Recorrió la zona donde había estado el gueto y vio que nada lo recordaba: ni un museo, ni una placa: como si allí nunca hubieran vivido miles de judíos. El único lugar donde había huellas de su presencia era el cementerio. Se fue enseguida. El segundo viaje fue con Marianne, hace cuatro años. Esta vez pudo caminar horas con ella, mostrándole cada lugar.

–Dónde vivían mis amigos, dónde estaba la escuela, dónde comenzó el gueto. Hasta estuve sentado con ella en la peatonal, comiendo pizza. Jamás hubiera podido pensar unos años antes que era posible. Marianne dice que su vida se divide en antes y después de ese viaje.

Luego tomaron un tren hacia Cracovia, que está junto a Auschwitz. El mismo recorrido que Jack hizo con su familia cuando fueron deportados. En ese viaje, su hija le tomó una foto. La cara de Jack se ve crispada, tristísima.

–Yo no sabía que tenía esa cara.

Junto a esa foto, en su biblioteca, hay otra, que se reproduce en estas páginas. La única foto que tiene de su familia: ahí está él con sus padres, su hermano mayor y una de sus hermanas. La menor aún no había nacido. Pudo tener esa foto gracias a sus tíos, a quienes sus padres se la enviaron antes de la guerra. En la misma biblioteca hay más fotos: de Marianne y sus nietas.

Jack recorre la casa mostrando otras imágenes de las chicas. Y sus dibujos, que ha pegado en las paredes. Señala un retrato de él que hizo la mayor de sus nietas, con un notable parecido al original. Dice que lo muestra con orgullo de abuelo. Un orgullo que se percibe cada vez que habla de todas ellas, de esas mujeres que iluminaron ésta, su segunda vida.

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