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Sociedad|Domingo, 10 de septiembre de 2006
COMO VIVEN LOS PRESOS QUE ESTUDIAN EN LA CARCEL DE DEVOTO

Pabellón universitario

Hay posters del Che o de Mao. Hay estudiantes que deambulan entre la biblioteca y las aulas. Hay un aire de libertad difícil de imaginar en una prisión. Es el Centro Universitario de Devoto. Aquí, los alumnos cuentan cómo es vivir y estudiar entre rejas.

Por Carlos Rodríguez
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Al Centro Universitario de Devoto asisten 220 presos, de los cuales diez viven allí en forma permanente.

Pegado a la puerta de la Facultad de Sociología, como en cualquier universidad zurdita que se precie de tal, un gran poster de Mao cubre buena parte de la pared. En el interior del aula, sobre el pizarrón, el Che Guevara, sonriente, domina la escena y abajo, por medio de un mensaje escrito en tiza, los estudiantes saludan la presencia de este diario: “Compañeros de Página/12, hasta la victoria siempre”. Las imágenes, los escritos, no deberían sorprender, pero sí lo hacen porque para llegar a ellos primero hay que atravesar media docena de rejas, internándose tras los muros de la Unidad Penitenciaria 2, en el barrio porteño de Villa Devoto. A punto de cumplir 21 años de existencia, el Centro Universitario de Devoto (CUD) es un increíble ámbito de libertad del que gozan 220 de los 2000 internos. De ellos, 174 son alumnos plenos y diez tienen el democrático privilegio –se decide por puntaje o voto secreto– de vivir en el CUD. Eso les permite evitar los pabellones que albergan 180 presos cada uno, con apenas dos letrinas, más la violencia que suele aparecer, por acción de los guardias o de los propios internos. “Este es un espacio de libertad y de crecimiento intelectual único en el mundo; es un lugar de resistencia a la opresión”, define Rubén, uno de los universitarios.

La historia del CUD, tumultuosa como la cárcel misma, comenzó en 1985 cuando un grupo de presos realizó gestiones y protestas para que los dejaran estudiar. Eran los primeros años posdictadura. Miguel y Pablo recuerdan esos tiempos: “Había sectores progresistas dentro del Servicio Penitenciario Federal (SPF) que apoyaron el pedido, pero otros sectores se opusieron a muerte”. Celso asegura que los opositores del SPF justificaban el boicot diciendo que el CUD “no está en armonía con la cárcel”. Aunque algunos admiten que tenían diferencias personales con él, todos reconocen a Sergio Schoklender como uno de los sostenedores del proyecto en esos años duros. Hoy los presos pueden seguir las carreras de Derecho, Sociología, Ciencias Económicas, Psicología y Ciencias Exactas, concurrir al Laboratorio de Computación que cuenta con 24 computadoras o disfrutar de la biblioteca, que cuenta ya con 6500 ejemplares.

Los 1500 metros cuadrados que ocupa el CUD están obviamente rodeados de rejas, pero permanecen ajenos al devenir carcelario. En sus doce aulas, su sala de actos, su jardín de invierno, su comedor, sus pasillos y recovecos, no hay requisas ni uniformados. Sólo estudiantes y profesores. El lugar tiene el aspecto de un ámbito universitario y por eso “es un lugar único en el mundo, donde los presos pueden estudiar y recibirse”, insiste Federico Binner, que trabaja en el Ministerio de Justicia y se encarga de “impulsar proyectos similares en otros lugares del país”. El CUD cuenta con un plantel estable de 50 profesores que pertenecen al Programa UBA XXII. En otras cárceles, como los Complejos Penitenciarios de Marcos Paz y Ezeiza, los internos cursan las materias de las diferentes carreras como libres y sólo concurren al CUD para rendir examen.

En todos estos años, por el CUD pasaron más de dos mil alumnos. De los internos que pasaron por sus claustros, sólo el tres por ciento reincidió en el delito, según datos del Ministerio de Justicia de la Nación. El promedio de reincidencia de la población carcelaria en general ronda el 30 por ciento. El CUD cuenta con un reglamento interno aprobado en 1996. Dos años después se hizo un “reglamento de bajada” para traer a los presos. Antes, los presos “bajaban a dedo”. Además de los universitarios, en Devoto hay 800 inscriptos “en lista de espera” para cursar los estudios secundarios, pero apenas son ochenta los que bajan a estudiar. Los alumnos están de lunes a viernes en el CUD, de 9 a 18. Diez de los detenidos viven en el lugar. Se los designa tomando en cuenta el rendimiento académico y si hay dos o más candidatos para un solo puesto, se hace una votación secreta entre los “alumnos plenos”. La renovación de plazas se produce cada vez que alguno de los internos recupera la libertad. También tienen un centro de estudiantes, cuyas autoridades se renuevan todos los años. Su actual presidente es Santiago Da Bouza. La charla con los estudiantes de sociología y derecho se desarrolla sobre un escritorio presidido por el libro El violento oficio de escribir, de Rodolfo Walsh. Están presentes Tufí, Omar, Jorge, Kevin, Rodolfo, Marcelo, Horacio, Pedro y Gastón. El primero en hablar es Rodoldo, quien destaca la heterogeneidad del grupo: “Tenemos pareceres diferentes, pero todos buscamos la superación personal. Lo que nos moviliza es la posibilidad de romper un circuito de mierda, delito-cárcel-delito-cárcel. Es difícil porque estamos en una institución mediante la cual, según el enfoque sociológico, se ejerce el control social. Desde acá vemos cómo se reparten la torta y la miseria. Nosotros estamos acá mientras los ladrones de guante blanco chorean desde el aparato del Estado”. Esa es la reflexión pesimista y crítica del futuro sociólogo. Rodolfo tiene una condena a 17 años de prisión, de los que lleva cumplidos sólo cinco.

Al analizar los aspectos positivos del CUD, Rodolfo lo define como “una contrainstitución donde es muy difícil que nosotros veamos un uniforme. Nos basamos en un régimen interno de autodisciplina y autogestión. Lo que hemos logrado es armar un ámbito de libertad, dicho entre comillas. No tenemos una autoridad. Nos autocontrolamos”. Omar agrega que “si comparamos esto con los pabellones, la diferencia es abismal. Esto es una cosa única, maravillosa. En otros penales es muy jodido estudiar porque nunca se les abre el acceso a la universidad. Yo estuve dos años en Marcos Paz, una cárcel nueva que funciona como un panóptico, como si fuera un laboratorio de experimentación. Si no rompés con ese círculo, es como una muerte cotidiana”. Agrega que tanto en Marcos Paz como en Ezeiza “estás lejos, en medio del campo y eso rompe los lazos familiares y contribuye a la indefensión, porque ni tus abogados van con frecuencia porque tienen que viajar dos o tres horas cada vez”.

En esas cárceles al estilo norteamericano, lejos de los centros poblados, “ni siquiera tenés la posibilidad de hacer una batucada de protesta. Acá en Devoto lo podés hacer, pero allá nadie te escucha”. Kevin tiene 23 años y es primerizo, en lo que a cárceles se refiere. Lo sorprende el clima de violencia dentro de los pabellones de ingreso. “Yo soy un ladrón que tiene códigos, que no usa la violencia. Acá me sorprende cómo nos tratamos entre nosotros mismos, allá en los pabellones. Tenés que guardar las cosas bajo el colchón. Estás tenso todo el día. Por eso el CUD es un lugar que no tiene precio. Podés pensar y repensarte.” Rodolfo, el sabio de la tribu, resume el pensamiento de su compañero: “Toda una generación masacrada por el menemismo y toda esa mierda”.

Javier, peruano, 60 años, se suma al grupo inicial. “Las políticas de Estado son las que llenan las cárceles. Y el principal problema es la falta de comida. A nosotros nos llega sólo la mitad de las raciones. Dicen que se gastan 1300 pesos por mes por cada interno, pero nosotros no lo vemos. Mucha gente, si cobrara 1300 pesos por mes, jamás robaría nada. En un pabellón hay 110 presos en camas y 70 duermen en el piso, en colchones que son una feta de polietileno. Hay 14 tipos con delitos excarcelables que no se pueden ir a su casa porque no tienen domicilio fijo. Es verdad, eso pasa hoy en Devoto.” Javier despliega todos sus datos estadísticos, los que reunió yendo a la universidad: “El 50 o el 60 por ciento de los presos está en la indigencia, malvivientes, gente que vive mal. Sólo el 10 o el 15 por ciento son profesionales que siempre van a vivir del delito”.

El peruano Javier sigue tirando datos: “Si algún preso se va y tiene acá un televisor, siempre se lo deja a los compañeros. Como para tener una TV es necesario tenerlo registrado a tu nombre, al que recibe el donativo le quitan el aparato. Y se lo llevan los guardias. Todos ellos miran televisión y nosotros nada. Con la comida pasa lo mismo. Nosotros no tenemos muchas veces para comer, pero ellos salen del penal con los bolsos llenos. Se llevan nuestra comida a sus casas”. Lo único positivo sigue siendo el CUD, al que Javier define como “una usina de libertades que nos salva del pabellón, donde siempre se vive la guerra de tensión con la autoridad. Salimos de la reja, de la vida de mierda de los pabellones”.Claro que no es fácil mantener este espacio: “Es una lucha permanente para sobrevivir, para que esto no se muera”, asegura Javier.

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