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Sociedad|Domingo, 15 de octubre de 2006
FOTOGRAFIAS DE LA PRISION MILITAR NORTEAMERICANA

El infierno es en Guantánamo

Imágenes inéditas del campo de detención de EE.UU., que funciona al margen de toda ley desde 2002. Un escenario de pesadilla para centenares de individuos a los que Bush acusa de ser terroristas y viven sin garantías, sometidos a torturas como la del submarino.

Por Yolanda Monge *
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Las jaulas donde se puso a los primeros prisioneros, en 2002.

Si la guerra contra el terrorismo de George W. Bush tiene como fin último promover los valores del mundo civilizado contra la barbarie, alguien debería explicárselo a Mohamed al Qahtani. En nombre de la civilización, Qahtani llegó encapuchado y encadenado de pies y manos con grilletes a la base naval militar estadounidense de Guantánamo (Cuba) en enero de 2002. Sin derechos, le pusieron un número: el 063. Los carceleros y las autoridades militares de Washington lo consideraban el piloto “número 20”, el hombre que iba a redondear la cifra de 19 terroristas suicidas en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Pero Inmigración no le permitió la entrada en Estados Unidos, menos de un mes antes de los ataques terroristas contra Nueva York y Washington.

El reo 063 fue capturado en las montañas de Tora Bora (Afganistán) por las tropas del comandante en jefe George W. Bush en diciembre de 2001. Y de Afganistán a Guantánamo, donde en nombre de la civilización se torturó a Qahtani, durante el tiempo de su cautiverio –o lo que se le supone, porque nadie sabe hoy si el preso 063 sigue en Guantánamo o no– a Qahtani le arrancaron la ropa mientras que una mujer se le insinuaba; lo obligaron a ponerse una bombacha en la cabeza y un corpiño en la cara; se le dijo incontables veces que su madre era una puta; le afeitaron la barba y la cabeza; le pusieron una correa al cuello y lo obligaron a ladrar como un perro; fue aislado en una celda durante cinco largos meses, celda donde nunca se apagaba una penetrante luz; lo hicieron pasar frío y calor; le inyectaron líquido en la vena hasta que la vejiga estaba a punto de reventarle, pero no se le permitía ir al baño. Qahtani se orinaba encima, se cagaba encima; cuando no quería beber agua, los soldados se la echaban por la cabeza (la técnica es conocida como “o la tomás o te la ponés”); los interrogatorios comenzaban a las cuatro de la madrugada –al preso 063 se lo despertaba con música altísima de Christina Aguilera– y duraban hasta medianoche; lo interrogaban en un cuarto empapelado con fotos de víctimas del 11S y banderas estadounidenses, iluminado con luz roja. Allí tenía que permanecer en posición de firme mientras sonaba el himno norteamericano.

Si a este relato se le pudieran aportar fotos, su parecido con Abu Ghraib sería asombroso. Abu Ghraib, dictaminaron las autoridades, fue responsabilidad de soldados rasos. Pero la cárcel de Guantánamo fue diseñada al milímetro en los despachos de Washington. El 11S fue la pesadilla que despertó a los estadounidenses de su tranquilo sueño de seguridad y lanzó a su Administración a luchar contra el terrorismo global. Pero para poder obtener información relevante había que esquivar la incómoda Convención de Ginebra. Bush definió a los terroristas de Al Qaida capturados como “combatientes enemigos ilegales” (por tanto, razonó alguna mente privilegiada, no sujetos necesariamente a lo que estipula la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, ya que no luchaban bajo ninguna bandera). A renglón seguido se hacinó a esos “combatientes ilegales” en la prisión de la base de Guantánamo, que antes había alojado a refugiados cubanos y haitianos. Como la soberanía de Guantánamo reside en última instancia en Cuba, el gobierno de Bush creyó encontrar una solución: los detenidos no están en territorio norteamericano, con lo que en ningún caso disfrutarán de los derechos constitucionales que tendrían en Estados Unidos.

El 11 de enero de 2002, un avión militar de carga C141, con la bandera de Estados Unidos pintada en el fuselaje, partió de Afganistán rumbo a Guantánamo. A bordo viajaban 20 detenidos vestidos con monos de color naranja y antifaces. Eran los primeros habitantes. Al aterrizar en la base militar fueron encerrados en celdas individuales de 1,8 por 2,4 metros hechas de malla de alambre y cubiertas por techo de madera. Eran instalaciones temporales, según dijeron las autoridades en aquel momento.

Guantánamo es hoy una prisión de máxima seguridad. Le costó al Tesoro norteamericano 100 millones de dólares y el presupuesto anual de funcionamiento oscila entre 90 y 100 millones. A pesar de las decisiones judiciales y la polémica, el Pentágono construyó un nuevo centro para reclusos de 30 millones. La empresa a la que se adjudicó la obra pertenecía al conglomerado de Halliburton, el negocio privado del vicepresidente Dick Cheney. En su página web oficial se define a Guantánamo como “la base naval más antigua de todas las de Estados Unidos en el extranjero y la única en un país con el que Estados Unidos no mantiene relaciones diplomáticas” (la Cuba comunista de Fidel Castro). Estados Unidos se estableció allí en 1898, tras la guerra con España, y en 1903 firmó el acuerdo que consagró a perpetuidad su presencia, salvo por decisión conjunta de La Habana y Washington.

Más de un siglo después, Guantánamo es mucho más de lo que declara su página web. Es un centro de tortura por el que pasaron al menos 750 personas –entre ellos al menos dos de menos de 16 años–, donde hoy permanece sustraída al mundo en un limbo legal una cifra superior a 500 seres humanos, a los que se les presupone una relación con la red terrorista Al Qaida, pertenecientes a 40 países. No tienen derecho a un abogado. Sólo 10 han sido formalmente acusados de crímenes de guerra. Los datos sobre sus identidades son vagos y confusos, y se tuvo que llegar a los tribunales para que el Pentágono los hiciera públicos. Las organizaciones de derechos humanos no tienen acceso al recinto. Las visitas concedidas al Comité Internacional de la Cruz Roja fueron mínimas. En su último informe, Amnistía Internacional recoge el caso de Sean Baker, un guardia militar que se ofreció voluntario para hacerse pasar por un detenido. Sus compañeros, ajenos a su identidad, lo golpearon hasta provocarle lesiones cerebrales permanentes. El único español encarcelado –y luego liberado– recordaba desde su libertad una frase del general al mando en Guantánamo: “Ustedes no son seres humanos, son cerdos con un número de expediente”.

Como el preso 063, quien resistía bien los interrogatorios, para desesperación de sus verdugos. Corría el otoño de 2002. A punto de comenzar el invierno, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, aprobaba una amplia serie de “métodos coercitivos” más exitosos. Ahora los interrogadores podían ir un poco más allá y emplear técnicas consistentes en aplicar una toalla empapada sobre la cara del detenido para provocarle una sensación de asfixia o sumergirle en agua hasta el límite de sus fuerzas. Los interminables días discurren entre humillaciones. Semana tras semana. Las fuerzas de Qahtani flaquean. Encapuchado, pies y manos tomados de grilletes y atado a una camilla, es conducido en ambulancia a su celda desde la sala de interrogatorio.

Cuatro años secuestrados. Hubo quien no pudo más y se quitó la vida. Sin acceso a lo más básico. Donde el tiempo sólo tiene dos ritmos: el de las comidas y el de los interrogatorios. Tres detenidos se suicidaron ahorcados con sus propias sábanas en junio de este año. Fue “una tragedia anunciada”, según denunciaron las organizaciones de derechos humanos. Durante los más de 1500 días que lleva Guantánamo en funcionamiento se han registrado 41 intentos de suicidio por parte de 25 presos, según el Pentágono. Uno de ellos lo intentó 12 veces. Pero la Administración tiene una visión distinta y llegó a calificar las muertes de junio de este año como “una buena operación de relaciones públicas para llamar la atención”. Para el comandante del mayor campo de detención de Estados Unidos en el extranjero, el contraalmirante Harry Harris, los suicidios “no fueron un acto de desesperación, sino un acto de guerra asimétrica contra América”.

Gitmo –la abreviatura con la que se conoce la larga y complicada pronunciación de Guantánamo para los norteamericanos– ha sido desde el principio un factor de choque entre el poder judicial y el ejecutivo en Washington y un motivo de enfrentamiento en el Congreso. El vicepresidente Cheney descartó en su momento su cierre y dijo que los prisioneros reciben “bastante mejor trato” que el que tendrían bajo cualquier otro gobierno, incluidos los suyos, a los que no quieren repatriar porque irónicamente sus derechos fundamentales “no están garantizados”, dice la Casa Blanca. A fines de junio, la Corte Suprema propinaba un fuerte revés a la política de la Casa Blanca y fallaba que Bush se extralimitó en su autoridad cuando ordenó que los detenidos como presuntos terroristas en Afganistán y otros lugares y retenidos en Guantánamo fueran procesados en tribunales extraordinarios, las comisiones militares. Esas comisiones “violan los acuerdos internacionales sobre prisioneros de guerra y las normas militares de Estados Unidos”, afirmó la Corte. La justicia de Estados Unidos dictaminó que Bush no tenía “un cheque en blanco” en su lucha contra el terrorismo.

La primera consecuencia directa no se hizo esperar. El Pentágono anunciaba una semana después que todos los detenidos en Guantánamo y otras instalaciones bajo custodia militar verían reconocidos los derechos y las garantías que otorga la Convención de Ginebra en su artículo 3. Para que nadie se llamara a engaño, el Pentágono reproducía en su comunicado de dos páginas el artículo, que prohíbe entre otras cosas la violencia, el trato cruel y la tortura sobre prisioneros de guerra, así como los atropellos de la dignidad de los detenidos y los tratos humillantes y denigrantes.

Pero lejos de clausurar el “gulag de nuestro tiempo” –como polémicamente lo definió Amnistía Internacional–, y contra sus propias y anunciadas intenciones (Bush aseguró la pasada primavera por tres veces que su deseo era cerrar la prisión de Guantánamo), la Casa Blanca anunciaba a principios de septiembre el envío de 14 nuevos inquilinos –“lo peor de lo peor”– a la base militar provenientes de las cárceles secretas que la CIA mantenía esparcidas por el mundo. Puede que compartan interrogador con Qahtani, el preso 063 al que nunca se le ha imputado ningún crimen, no tiene abogado y permanece retenido en Guantánamo. O no.

* De El País Semanal. Especial para Página/12.


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