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Sociedad|Domingo, 11 de febrero de 2007
LA “FILOSOFIA” POR LA CUAL SE MALTRATA A LOS CADETES EN LAS ACADEMIAS POLICIALES

La vida de policía se aprende en el cuerpo

“Lo que no entra por la cabeza entra por los pies.” La frase de un instructor explica la mentalidad de extremo sufrimiento físico para construir “el cuerpo de un policía”. La antropóloga Mariana Sirimarco estudió durante ocho años la práctica “del baile y la milonga” y descubrió las claves ideológicas de esta tortura cotidiana.

Por Carlos Rodríguez
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“Yo recibí 267 soretitos y voy a entregar a la sociedad 267 agentes de policía. Olvídense (de) todos los soretitos verdes (alude al Ejército), los marrones (Gendarmería), acá son policías, y todo lo que hayan aprendido hasta ahora me importa tres carajos.” Un aspirante a policía recordaba con esta exactitud las palabras que había pronunciado ante la formación de novatos, en el playón de entrenamiento, el jefe de instructores de una de las escuelas de la Federal. La frase fue registrada por la antropóloga Mariana Sirimarco, que recorrió por ocho años las escuelas policiales federales y bonaerenses para su tesis de licenciatura. “El trabajo es un intento por abordar cómo esos ingresantes, que no son policías, llegan a serlo. Se trata de entender el proceso de construcción del sujeto policial tal como es desarrollado en las escuelas de ingreso a la carrera policial”, explica. Su hipótesis es que “si se acuerda que policía y sociedad civil son términos construidos como irreconciliables, se entenderá que el sujeto policial, en esas etapas iniciales de la formación, sólo puede ser construido destruyendo, en los ingresantes, cualquier sustrato de civilidad”.

Sirimarco sostiene que el proceso que viven los cadetes apunta a “dejar ‘la vida civil, esa vida de mierda’, para hacer ‘vida de policía’”. El trabajo fue realizado antes del escándalo por los 22 aspirantes de la Escuela de Cadetes de la Policía Federal que fueron hospitalizados luego de un “baile” salvaje en la instrucción de segundo año. Pero los datos reunidos hacen presumir que los métodos siguen siendo similares y que se fundamentan en que “los policías tienen que ser duros, viriles, mientras que los que vienen de la sociedad civil son débiles o directamente maricones”.

“Un liceísta rememoraba cierta vez en que los instructores los sacaron al patio durante la noche. Los levantaron y en pijama fueron a ‘milonguear’ al patio. Era invierno. Descalzos, en pijama, a ‘milonguear’ a un playón que estaba frente a la compañía. Como los instructores no querían hablar, entonces usaban un silbato. Un solo silbato era ‘carrera march’. Dos era (cuerpo a) ‘tierra’. La ‘milonga’ duró sus buenos 45 minutos”. La antropóloga e investigadora del Conicet consideró que esas prácticas “aunque no cotidianas, son sí habituales en los contextos de formación”. Los castigos mediante el esfuerzo físico son llamados “bailes” en la Federal y “milongas” en la Bonaerense.

Sirimarco pudo determinar que algunos policías se quejaban de esa “rutina física extenuante” que consiste en “correr, saltar, agacharse, tirarse al suelo, arrastrarse y volver a correr”. Sin embargo, otros ex cadetes, hoy policías, siempre están “prestos a defender esas prácticas”. En la tesis, titulada “Milongas: pedagogía del sufrimiento. Construcción del cuerpo legítimo en el contexto de socialización policial”, se cita a una comisaria de la Bonaerense que “gustaba repetir que ‘una escuela sin milonga no es una escuela’”.

Esa jefa explicaba que “una escuela que no tenga milonga no me gusta porque (el cadete que sale de allí) es el que después me viene mal vestido, indolente, no se para, no saluda”. En este punto, la antropóloga señala que “una íntima imbricación, como se desprende de estas palabras, se anuda entre milonga y obediencia”. El “baile”, en suma, “resulta un dispositivo sumamente eficaz para apuntar hacia la docilidad de los cuerpos, hacia la construcción de ese sujeto policial inclinado a la obediencia. Adiestrarlos es disciplinarlos, es potenciar su sumisión, ya que como bien señala Foucault, es ‘dócil un cuerpo que puede ser sometido’”.

Sirimarco aclara, no obstante, que “las milongas no sólo imparten nociones de disciplina en tanto docilidad” sino que “entrañan también modalidades de actuación de la disciplina en tanto castigo. Toda infracción o incapacidad cae bajo la égida de lo punible, y la punición, en la mayoría de los casos, se desenvuelve en el terreno corporal”. En ese marco “la milonga actúa como sanción normalizadora, entendida ésta como una sanción que afecta no sólo a los que se desviaron de una norma institucional, sino también a los que se desviaron de una norma –tácita– de lo que se entiende que debe ser el ‘buen desempeño’”. En la tesis se dice que “esta punición anclada en los bailes y milongas puede ser entendida como un mero castigo” o también como “una simple corrección o hasta un modo de vida”.

En todos los casos, “el error, antes que ser subsanado por una explicación o una demostración, es ‘corregido’ en el cuerpo”. En la Escuela Juan Vucetich de la Bonaerense, mientras hacían “milonguear” a los cadetes, algunos instructores repetían que “lo que no entra por la cabeza, entra por los pies”. El cuerpo, entonces, pasa a ser “el soporte de internalización de la norma”. Y del mismo modo en que “las pruebas y humillaciones corporales efectivizan una ruptura con el pasado” civil, implican al mismo tiempo “la normalización de un nuevo sujeto, estructurado en torno a un nuevo saber y una nueva hexis corporal”.

Para hacer entrar las enseñanzas “por los pies”, los instructores maltratan al aspirante: “‘¡Corra, tagarna, corra!’ Tagarna, malandra, lacra, bípedo, constituyen los apelativos con que cadetes y liceístas aprendieron a identificarse”. Esos apelativos “no son sino rastros de un discurso donde lo que se busca es doblegar al otro, y donde esa denigración verbal se continúa en el plano material, o viceversa”. En este punto, Sirimarco cita el testimonio de un ex cadete: “Algunos eran bastante perversos, porque nos llevaban a un descampado lleno de cardos. Y cardos grossos, ¿no? Nos decían ‘tierra’ y teníamos que tirarnos de pecho sobre el pasto. Y si había cardos tenías que tirarte. Todos los pinchos clavados en las manos, los codos, las rodillas. Te la tenés que bancar”.

Sirimarco recuerda que “las denigraciones y el padecimiento” han sido considerados por diferentes autores “como elemento característico de los procesos de iniciación”. En ese marco, el “baile” entre los cardos es “una experiencia sensorial directa del dolor”. En el proceso de “educación” de los cadetes “el malestar y el padecimiento son las metodologías puestas en práctica” con un objetivo que “se esconde en las palabras con que un cabo de la Federal inauguraba el inicio de la instrucción: ‘Acá se abrió la puerta de la jaula, ustedes entraron, nadie los llamó; así que al que le guste, bien, se la tienen que aguantar’”.

La investigadora afirma que “se trata, mayormente, de aguantar, de que el cuerpo aprenda a aceptar, poco a poco, esas intervenciones dolorosas y sea, en suma, instruido y reorganizado en torno al ‘principio del dolor’”, en el sentido que le daba Klaus Theweleit en su obra Male Fantasies. Male Bodies, Psychoanalyzing the White Terror. Mediante la “pedagogía del sufrimiento, los cuerpos son desgastados, demarcados y re-encauzados, por medio del dolor y la violencia, en una nueva matriz de actuación”.

Un ex cadete recordaba otra forma de castigo, “El viaje al polo”. “Si tenías cuatro pares de medias, tenías que ponerte los cuatro pares. Los borcegos, el pijama y arriba el pantalón. Camisa, camiseta, el pullover, la bibalina, el capote. Y una manta arriba. Y te hacían milonguear. Con todo eso puesto. Y estabas una hora. Y con eso correr, tierra, carrera march, con la manta puesta, con todo puesto. Llegaba un momento que no dabas más”. De esa forma, sostiene Sirimarco, “el cuerpo lábil de la civilidad debe ser templado mediante el dolor para poder emerger como el duro cuerpo policial”, siempre asociado “a lo recio y lo ‘duro’”. La autora resalta que “la valoración de estos rasgos de comportamiento remite no tanto al quehacer policial real, como a la labor policial institucionalmente idealizada, concebida en términos de peligrosos enfrentamientos y de manejo de personas (no necesariamente delincuentes) también turbias y peligrosas”. Para Sirimarco, “los ‘bailes’ o ‘el viaje al polo’, entendidos pedagógicamente, brindan las pautas necesarias para re-ordenar ese frágil cuerpo civil en un cuerpo legítimo para la mirada institucional”.

Sirimarco, que también es docente de la carrera de Ciencias Antropológicas de la UBA e integra su equipo de Antropología Política y Jurídica, asegura que el hecho de que “el sujeto policial deba ser forjado a partir del sufrimiento habla a las claras del discurso institucional que se alienta no sólo sobre lo que debe ser el cuerpo policial, sino sobre lo que debe ser, también, su labor. Un cuerpo y una labor asociados a lo resistente, tanto como al ejercicio de la violencia y del poder con que se templan los cuerpos y las actitudes”. Concluye diciendo que “así, a través de estos dispositivos corporales anclados en las milongas, lo que se logra es construir una clave de lectura de los cuerpos en torno a un cierto registro de sufrimiento y rudeza. La instancia de sufrimiento se vuelve así un insumo institucionalmente legítimo para re-escribir la corporalidad”.


Fuerzas de élite

Aunque no fue el objetivo de su investigación, la antropóloga Mariana Sirimarco hace mención en su tesis a un entrenamiento todavía más duro: el que deben afrontar los miembros de los cuerpos de élite. Esos grupos “capacitados para actuar en situaciones de crisis complejas requieren del personal que desee pertenecer a ellos un entrenamiento tan particular como riguroso” que incluye “crudas metodologías, desde ser sometidos a gas lacrimógeno hasta ser baleados con perdigones”. Un agente de la Policía Federal que conversó con ella reconoció sin tapujos: “Te torturan, pero es un entrenamiento”. Sirimarco dice que eso sucede en la instrucción que reciben los integrantes del Grupo Especial de Operaciones Federales (GEOF), de la Policía Federal, o del Grupo Halcón, que pertenece a la Policía Bonaerense. “Esos casos condensan, como pocos, esa visión idealizada de la labor policial y eso hace que se magnifique a tal extremo el papel del sufrimiento físico como instancia de formación, algo que seguramente no es fortuito”. Lo que se busca forjar es “el cuerpo necesario para la labor policial, donde el dolor es el umbral que hay que traspasar para adquirir la resistencia y la dureza que requiere la función”.

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