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Sociedad|Domingo, 1 de noviembre de 2009
UN PLAN PARA VESTIR LA CIUDAD

El futuro era verde

Por Soledad Vallejos

Son cerca de noventa páginas escritas con una letra llena de curvas y mayúsculas de caligrafía que sólo podían lograrse a fines del siglo XIX. En esas hojas pobladas por formas sinuosas y variaciones de tinta, Carlos Thays sentó las bases de lo que podía ser Buenos Aires, o al menos delineó cómo imaginaba él una ciudad capaz de inaugurar el siglo XX rindiendo honores a la modernidad tanto como a cierto clasicismo refinado. Digno integrante de la generación que inventó la Belle Epoque, sólo podía hilar sus ideas para el futuro partiendo del pasado. Por algo, el apartado con que comienza el plan de obra que, en 1891, lo consagró ganador del concurso para designar un director de Parques y Paseos porteño lleva por título “Los jardines. Histórico” y desgrana una manera de escribir precisa y deliciosa. “El rol de mayor o menor importancia que desempeñan las plantas, llamadas de agrado, en la existencia del hombre; el discernimiento con el cual, ora aislado, ora colectivamente, él sabe juntarlas para aprovechar sus cualidades, tanto útiles como decorativas; el arte más o menos desarrollado que rige su utilización para reproducir, en los límites de lo posible, ciertos aspectos de la naturaleza; en una palabra el gusto para los jardines, de cualquier dimensión que estén, es una de las más caracterizadas expresiones del grado de civilización alcanzado por una nación”, comienza afirmando. Y si la base es ésa, la continuación no podía ser otra que una lista amena y erudita, entendida como herencia que Buenos Aires podía asumir para elegir, de ella, lo que mejor le cuadrara. No sólo la escuela de jardinería francesa, con préstamos de la manera inglesa, podían ser buenos para nutrir las tradiciones vegetales que Thays quería asentar en Buenos Aires. La propia Babilonia –como si se tratara de algún chiste involuntario sobre la transformación que la propia ciudad atravesaba en esos años– servía de referencia, con sus jardines colgantes que eran “como se sabe, una de las Siete Maravillas del Mundo”, en la cual la arquitectura de “escaleras y declives arreglados en torno de las columnas permitían recorrer el edificio desde la base hasta la cumbre y, en el interior de esas columnas, una cañería hacía circular con abundancia el agua necesaria a las plantaciones”. ¿Algo más curioso que esas reflexiones, pensando en la fisonomía de Buenos Aires? La referencia a los “jardines egipcianos”: rodeaban “sus edificios religiosos, de trazado regular y simétrico, el único ciertamente que podía armonizarse con las líneas severas y grandiosas de la arquitectura de sus monumentos”.

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