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Sociedad|Sábado, 9 de enero de 2010
Opinión

Una rosa para Alex y José María

Por Diego Tatián *

Seguramente, la historia de Rosa Parks seguirá siendo por mucho tiempo el emblema de las luchas civiles en todo el mundo. Su enseñanza es simple: los derechos no caen del cielo ni los regala nadie, se conquistan y se ejercen. Las personas despojadas de ellos –o las que inventan otros nuevos que hasta entonces no eran percibidos como tales– son las que, si aspiran a obtenerlos, deberán constituirse como sujeto político capaz de producir la transformación jurídica que finalmente logre el reconocimiento y el registro de esos derechos en la ley.

La historia de Rosa Parks es conocida, pero vale la pena repetirla. Hija de un carpintero y una maestra de escuela, Rosa era una costurera afroamericana y tenía cuarenta y dos años el 1º de diciembre de 1955, cuando en Montgomery (Alabama) subió al ómnibus que la llevaba a su vivienda. La ley era clara. Los negros estaban obligados a viajar en la parte de atrás –señalizada con una línea en mitad del vehículo–, por lo que debían pagar por la puerta de adelante pero subir por la puerta trasera. Y sólo les era permitido viajar sentados si había asientos vacíos, pero en ningún caso si viajaba un blanco parado. Ese día, el conductor ordenó a los negros que estaban sentados cederle el asiento a unos blancos que acababan de subir, como marcaba la ley. Todos lo hicieron menos Rosa, que permaneció en su asiento. Amenazada por el conductor con ser denunciada, “harta de ceder”, Rosa Parks contestó que hiciera lo que le parecía pero ella no se levantaría.

Acusada de alterar el orden e infringir la ley, Rosa pasó la noche en el calabozo y debió pagar 14 dólares de multa. Pero a partir de su caso, un joven entonces desconocido llamado Martin Luther King llevó adelante una inmensa protesta contra la segregación de los negros en los autobuses y otros espacios públicos que duró más de un año, al cabo del cual la Corte Suprema de los EE.UU. declaró que la ley impuesta a los negros de ceder el asiento a los blancos en los autobuses era contraria a la Constitución y a la igualdad de todos los ciudadanos declarada por ella. Unos meses más tarde se abolió cualquier tipo de discriminación contra los negros en los lugares públicos. Rosa Parks murió en 2005, a los 92 años, condecorada por el Congreso norteamericano, y el bus en el que sucedió su rebelión se encuentra hoy en el Henry Ford Museum.

De más está decir que las historias que conciernen a las luchas sociales no siempre terminan bien como la anterior, no obstante lo cual se producen una y otra vez, en todas partes del mundo. En efecto, cincuenta y cuatro años después, en la República Argentina, tras innumerables humillaciones sociales y obstáculos políticos y jurídicos de todo tipo, Alex Freyre y José María Di Bello lograron hacer valer su derecho al matrimonio contra la segregación por su condición de homosexuales, gracias no sólo a su perseverancia y valentía, sino también a una ciudadanía activa que los acompañó y a la audacia de una gobernadora que autorizó el casamiento con un decreto.

Dos obispos –de Río Gallegos y de Tucumán– ya emprendieron la reacción, que no será mínima y que una vez más la sociedad civil (capaz, como ha demostrado ser, de echar a un ministro de Educación por haber ostentado groseramente su apología del terrorismo de Estado y su desprecio hacia los otros) deberá afrontar para cuidar este importante paso hacia una sociedad menos bárbara –como menos bárbara y más democrática lo sería si se dejaran sin efecto los privilegios del clero argentino, más propios de un Estado teocrático que de una república (cfr. la nota de Mario Wainfeld del 31 de diciembre, en este mismo diario)–. Con sobreactuación cándida y roma en su argumentación, también la Universidad Católica Argentina manifestó su “estupor” por lo que considera un avasallamiento del orden público y de la ley vigente –exactamente, sin una coma de más o de menos, los mismos términos por los que hace más de medio siglo fue condenada Rosa Parks–.

En su simplicidad, en su contundencia, la Constitución Nacional (incluidos los pactos internacionales suscriptos por nuestro país) ha sido siempre la gran aliada de los nuevos –y los viejos– derechos. La lucha por la igualdad, el combate contra los privilegios, son una contribución no menor de las minorías segregadas a su vigencia, a su efectividad y una vigilancia decisiva para impedir el olvido de lo que ella consagra. La Constitución Nacional y su declaración de la igualdad de todos estaría vacía y muerta sin las luchas sociales que la ponen en práctica.

En efecto, la siempre incierta contienda democrática por la igualdad ante la ley, en este caso de minorías sexuales, es un principio que trasciende la condición de cada cual y reclama ser adoptada por todos (tengan o no necesidad de una nueva ley para casarse) puesto que involucra su universalidad –ser adoptada, incluso, por quienes no creemos en la institución del matrimonio–.

* Profesor de Filosofía Política en la Universidad Nacional de Córdoba.

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