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Sociedad|Jueves, 4 de marzo de 2010
A 120 kilómetros del epicentro, las casas de adobe fueron las más afectadas

Vivir en peligro de derrumbe

Por lo menos 400 casas deberán demolerse porque pueden desmoronarse. Entre ellas, el cuartel de bomberos. Mucha gente acampa en los jardines o en las plazas. Convive con el miedo a los saqueos, el toque de queda y las réplicas del sismo.

Por Emilio Ruchansky
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Las viviendas humildes fueron las más afectadas: son de adobe, sin cimientos ni columnas.

Desde Los Angeles

Aquella noche, Oscar Cárdenas se despertó al oír el maullido de su gato Cucho y los gemidos de su perro Nerón. “Estaban inquietos, pero creí que tenían hambre, les di de comer y me volví a la cama”, dice este hombre de 77 años. Veinte minutos después llegaron el temblor y el desastre. Junto a sus hijos y nietos, corrió a la calle y vio tambalear su casa, una centenaria construcción hecha de ladrillos amalgamados con adobe, de techos y pisos de madera. Es una de las 400 que deberá demolerse en Los Angeles, una ciudad del departamento de Bio-Bio, a 120 kilómetros de Concepción, epicentro del temblor. Mientras sus hijos y nietos mudan los objetos de valor, Cárdenas monta guardia. “Se van todos, pero yo me quedo a cuidar la casa”, dice el hombre, parado en el jardín, cerca del gallinero, adonde armó su carpa.

En la puerta de esta casa, al sur de la ciudad, se ven las paredes rajadas y parte del techo caído. La noche anterior alguien se robó una soga que rodeaba la vereda para alertar a los peatones. “La pusimos porque es probable que se caiga la fachada, la habíamos puesto para prevenir”, cuenta Cárdenas. De hecho, el miedo a probables saqueos hizo que ayer volviera el toque de queda, desde las 20 hasta las 6 de hoy. Este abuelo teme que le ocupen la casa. Adentro, en el comedor, el terremoto hizo caer la mampostería y rajó las paredes. Más al fondo se ve el techo de tejas de la cocina partido y rajado.

“Yo trato de no entrar mucho porque hay peligro de derrumbe, además todo el tiempo hay réplicas. No tengo miedo porque ya estoy curtido en esto, cada vez que tiembla un poco me agarro a un árbol hasta que pase”, dice. Su madre había sido ama de llaves y se quedó con la casa cuando murieron los dueños, él creció allí al igual que sus hijos y jura haber hecho lo imposible para que las autoridades no den la orden de demolición. Ofreció poner cemento entre los ladrillos, apuntalar paredes y techos como en terremotos anteriores, pero no hubo caso: “Me dijeron que no me arriesgara. Sólo me queda vaciarla para que la demuelan. La municipalidad va a hacer un techo de dos aguas de cuatro por seis, eso prometieron”.

En su cuadra son varias las casas con orden de demolición, casi todas las veredas tienen algún cúmulo de los ladrillos caídos y tejas. Por eso, cada vez que este cronista se acerca para hablar, los vecinos desconfían creyendo que se trata de un inspector. Otros, como las hermanas Ermita y Carmen Vadebenito, ofrecen pasar a ver las rajaduras, tras pedir identificación. Ambas, por precaución, duermen en el piso, vestidas y bien cerca de la puerta. Detrás, hay un edificio de 13 pisos que cierne amenazante. “Esa noche en algunos departamentos estaban de fiesta y cuando salimos para ponernos a salvo, creímos que se caía. Cada vez que hay una réplica lo miramos, pero parece que se sostiene”, dice Carmen.

A pocas cuadras, en una carpa sobre el pavimento, en un callejón del pasaje Libertad, se ve a una familia entera tomando jugo sobre una mesa bajo una sombrilla. Enfrente está la casa abandonada, hecha 40 años atrás, muy golpeada. La orden de demolición fue inmediata. “No tiene ni pilares de cemento”, asegura el dueño, Juan Carlos Arroyo, un empleado municipal. En la cuadra, de diez casas cuatro deben derribarse. “Cuando empezó el terremoto nos pusimos bajo el marco de las puertas y empecé a contar para adentro. Cuando conté tres minutos, abracé a mis hijas y a mi mujer, pensé que era el final”, dice el hombre. Su bronca se distribuye entre el descubrimiento de la mala construcción y el toque de queda, injustificado para él.

“Yo compré la casa pensando que al ser de material iba a ser segura y nos salvamos sólo porque pusieron unos tirantes de acero para sostener el techo, ahora veo las casas de madera que quedaron casi todas en pie y me quiero morir”, confiesa Arroyo en el medio del living, parado sobre el cielo raso caído. Cada vez que señala una rajadura en la pared asegura que si la golpea se cae: “Es como un castillo de naipes”, dice. La falta de cimientos y pilares es común entre las casas de esa manzana. Sobre el toque de queda, sólo atina a opinar que le recuerda “lo peor de la dictadura, un autoritarismo desmedido, innecesario para esta ciudad”.

Varios hoteles, entre ellos el lujoso Mariscal Alcázar, deberán ser demolidos al igual que la intendencia. El caso más curioso es la antigua estación central de bomberos (tiene 140 años), que había sobrevivido a los peores terremotos. Todas las carrozas, hasta una histórica, están estacionadas enfrente, en una plaza donde acampan alrededor de 80 bomberos. Algunos duermen panza arriba bajo los árboles. El centro de comando fue instalado dentro un viejo micro. “Mi gente está sin dormir hace cuatro o cinco días, mal comidos”, dice el segundo comandante, Francisco Carrasco.

El edificio se ha fracturado, con grietas enormes en la torre: “Por dentro está peor”, dice el jefe. De los siete cuarteles que hay en Los Angeles, cuatro están con peligro de derrumbe. De momento, los bomberos retiraron 27 cadáveres entre las ruinas y aún siguen evacuando a familias enteras. Carrasco comenta que, “en general”, la gente no se opone a salir cuando se les avisa que deben evacuar. “Nosotros no podemos obligarlos, pero si se quedan en un lugar con peligro de derrumbe avisamos a los carabineros”, asegura. En la cárcel de la ciudad los presos incendiaron varias celdas, pero los bomberos pudieron apagar el fuego. “No pudieron escapar como en Chillán, pero hay muchos criminales dando vuelta por la ciudad”, dice el bombero.

Todavía faltan evaluar casas en la ciudad y el campo, pero Carrasco sabe que habrá muchas más órdenes de demolición. Los evacuados se reparten entre los que consiguen quedarse con familiares, los que resisten dentro como Cárdenas o los que persisten fuera como Arroyo y los miles que pululan por la ciudad, durmiendo en las plazas. Hace un día que volvió la luz y el agua y hay que hacer largas colas para cargar combustible, entrar al supermercado, el banco o la farmacia. El segundo comandante parece orgulloso porque en medio del desastre local, dos cuerpos de bomberos pudieron ir a Concepción, la capital de este departamento tan vapuleado.

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