Le dicen Morsa, aunque ya nadie recuerda por qué. Es uno de los 46 inscriptos del programa en Ciudad Oculta, de los más antiguos: por lo menos lleva dos años y pico. A cambio del subsidio, está terminando la primaria. Tiene 27 años, pero parece mucho más chico, casi un adolescente por su aspecto físico y su forma de hablar.
–Estoy esperando un trabajito, pero todavía no se da –dice. Es el mediodía y el sol pega fuerte en el patio del centro comunitario de la villa. La Morsa no tiene hijos. Y nunca estuvo detenido, pero de casualidad, porque empezó a robar siendo adolescente y estuvo en enfrentamientos con la policía y en tiroteos, pero siempre zafó. Del delito se alejó un poco a partir del programa y otro poco cuando un sobrino, de 17 años, murió acribillado en un robo.
–Faltaban dos meses para que cumpliera 18 años. Estaba la fiesta preparada y todo, ¿me entendés? –dice con tristeza, frente al grabador, en una especie de catarsis sin fin en la que contará su historia de los últimos años-. Desde ese tiempo colgué todo, no hago maldad, porque sé que no sirve de nada... Mi historia es muy triste... me junté con un grupo de chicos que andaban robando y yo andaba en la misma. Y veía que mataban a mis compañeros y yo seguía. Y pasaron los años y los años... éramos más de veinte; cuando me di cuenta, quedábamos siete. Y como nunca caí preso, me dije: “Esto no es para mí”, y me aparté de todo.
En ese “todo”, dice, entra también la droga.
–Las pastillas las dejé de lado, si por las pastillas mataron a todos mis amigos. Con las pastillas te agarra coraje para hacer cualquier cosa. Si tenés que entrar a una comisaría a robar, entrás.
Dice que dejó las drogas a fuerza de voluntad. “Decís: ‘esto no es mío’. Te levantás a las 7 de la mañana, te vas para una plaza, si tenés trabajo mejor porque te organiza la vida.”