Nada puede hacerse para impedir un tsunami o un terremoto. Fenómenos de ese tipo son resultado de un proceso que comenzó en el mundo hace por lo menos 85 millones de años. El movimiento subterráneo de las placas tectónicas es irreductible y hasta hace resonar toda la Tierra como una campana. El impulso es tan fuerte que provoca un ligero movimiento en el eje de rotación del planeta, algo que puede medirse mediante cálculos astronómicos.
“Lo que sí puede hacerse –subraya Cecilia Rodríguez– es prevenir, educar a la población para que sepa cómo actuar en un caso semejante, difundir a tiempo la información adecuada, mejorar el endeble sistema de alertas y, en general, reducir el impacto del desastre en la vida de la gente.”
Recientemente el premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz comparó la actitud mezquina de Estados Unidos con respecto a la tragedia asiática (reflejada en un muy escaso aporte económico y en intentos iniciales de liderar el programa general de asistencia, actitud que luego declinó), con la de otros países más generosos, como Australia y muy especialmente las naciones nórdicas, siempre listas, confirma Rodríguez, a la hora de apoyar los trabajos de coordinación de emergencias encarados por la ONU.
Stiglitz admitió, asimismo, que “nadie pretende que podamos prevenir o alterar las fuerzas de la naturaleza. Más bien tenemos que aprender a soportarlas”. El especialista advirtió, al mismo tiempo, que es probable que “el calentamiento del planeta destruya algunos de los mismos países asolados por el tsunami”. Mencionó entre éstos a las islas Maldivas, que muy probablemente acaben sumergidas. La conclusión del Premio Nobel es que “en la larga carrera entre el medio ambiente y la tecnología, parece que hasta ahora la tecnología ha ido perdiendo. La naturaleza, como hemos aprendido con el tsunami, tiene su propio calendario. Y a no ser que aprendamos a respetarla, todos perderemos el barco”.
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